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Viernes, 22 de enero de 2016

LITERATURA › HUGO PADELETTI PUBLICO GUIRNALDA PARA UN LUTO

“El encanto de la poesía está en captar lo que no se dice”

El poeta santafesino, de 88 años, es uno de los más refinados de la poesía argentina. Nunca fue de publicar mucho y su flamante libro lo había escrito tras la muerte de su madre. “Me gusta decir mucho con poco, sugerir, no explicar todo”, devela sobre su estilo.

 Por Silvina Friera

El largo viaje comienza en la sonrisa del andariego. Como una nube estilizada que adopta la figura de un monje, el poeta y artista plástico se pone de pie en el cuarto donde lee y escribe, rodeado de su biblioteca, un Buda y otras imágenes religiosas, además de muchos de sus dibujos y pinturas. La blancura de las paredes y los muebles, de la camisa y el pantalón de Hugo Padeletti, acentúan la luminosa sensación de haber entrado a un templo en el que reina la calma y el silencio. “Los limones concentran/ un bello espacio ausente./ Secretos en el plato, ¿no secretan/ un humor disidente?/ Se recogen/ en un cuajo de luz formalizada,/ que pesa y dura./ Calo la estructura radiante,/ las semillas, el zumo/ que madura lentamente/ y aguardo en vano./ Largo/ es el verano/ y el limón reticente”, se lee en uno de los poemas de Guirnalda para un luto (El Cuenco de Plata), un poemario que escribió después de la muerte de su madre, con un magnífico prólogo de Jorge Monteleone en el que plantea que “el poeta se vale de imágenes del mundo natural en las cuales se suspende en el tiempo mortal mediante una contemplación pura”.

Padeletti (Alcorta, 1928), uno de los poetas santafesinos más refinados de la poesía argentina, cumplió 88 años el pasado 15 de enero. Nunca sufrió de incontinencia por publicar. Durante años fue un poeta secreto que se desplazaba voluntariamente por el margen del sistema literario. Aunque publicó su primer libro, Poemas, en 1959, y una plaqueta con doce poemas veinte años después, en El Lagrimal Trifurca, la editorial del también poeta Francisco Gandolfo, recién en 1989, cuando apareció su producción poética que abarcaba el período 1960-1980, su obra fue adquiriendo la centralidad que merecía. “Mi casa en Rosario quedaba en el boulevard Oroño, que es el boulevard principal que cruza toda la ciudad y da contra el río. Esa casa había sido hecha por los empleados del ferrocarril bien a la inglesa, con una veranda larga de dos metros por ocho y maderitas blancas cruzadas. Yo ponía una mesa redonda grande en el balcón y en el verano escribía allí. Muchos poemas míos están escritos en la veranda de mi casa, mirando el boulevard Oroño con sus plantas, que es hermosísimo. Fue la época más feliz de mi vida”, recuerda el poeta en la entrevista con Página/12.

–En el acápite de Guirnalda para un luto cita a Ricardo Molinari: “Todos te habrán estrechado la mano alguna vez y tú habrás bebido la cicuta en la soledad, como un vaso de leche”. Muy bello, pero muy terrible, ¿no?

–Sí, es terrible pero es muy verdadero. Nos pasa a todos: el otro no se da cuenta de que uno está pasando por un mal período y se lo tiene que tragar solo, porque no puede ir a largarle todo el horror al amigo. A veces todos los días, durante mucho tiempo, hay que tragarse algo. Cuando paso por períodos negativos, me agarro mucho a Molinari, porque él ha cultivado ese aspecto un poco negativo de la vida y es como un de- sahogo, una catarsis. En Molinari encontré una forma de hacer catarsis por la muerte de mi madre porque él es el poeta de la tristeza, de la soledad, del quejarse de la vida, de lo inútil que es vivir, que no es mi estilo natural.

–¿Cómo se fue forjando su estilo?

–Mirá... Es una linda pregunta porque es importante. Diría que se dieron coincidencias que bajaron del cielo, como auxilios divinos a una vocación fuerte. Sufrí mucho en la secundaria y creo que la gente sigue sufriendo, porque son todo tipo de materias y ninguna mente humana tiene facilidad para tantas cosas. Me llevaba álgebra a marzo y me hacían pasar al final, después de tres o cuatro exámenes, para no verme más la cara (risas). En ese bachillerato tan penoso, me la pasaba leyendo poesía, mientras el profesor hablaba de temas que no me interesaban para nada. Uno de los curas era especialista en álgebra, era una luz. Yo sentía admiración, pero no entendía nada. El se concentraba tanto, le gustaba tanto el álgebra, que ni miraba a los alumnos; estaba haciendo las ecuaciones y estaba en su mundo, flotando en el aire. En ese momento leía a Rubén Darío, pero al salir del bachillerato tan cansado lo primero que hice fue ir a Amigos del Arte. Ni sabía lo que era, pero lo había oído nombrar y arte era lo que me interesaba a mí. En Amigos del Arte tuve un éxito absoluto porque me tomaron como un niño prodigio que tenía intuiciones de todo tipo, y me ofrecieron si quería dar una conferencia. Yo nunca había dado una conferencia, no había estudiado todavía filosofía, no sé de dónde saqué la inspiración y la audacia para escribir una conferencia que duró una hora y media. Nadie se levantó.

“El caso es que me gustaba andar por librerías de viejo y encontré un libro de (Paul) Verlaine, y me di cuenta de que podía leer en francés porque había tenido tres profesores admirables”, continúa Padeletti. “Ese fue mi primer encuentro con Verlaine, después lo leí y lo traduje toda mi vida; casi diría que es el poeta perfecto, el poeta de los poetas. La musicalidad la tomé de Verlaine para siempre. Pero la formación de mi estilo tiene que ver con que había leído un librito que después me enteré de que era una muy mala traducción del Tao Te King, pero a mí atrapó. ¿Qué es lo que me gusta tanto acá? Me gusta decir mucho con poco, sugerir, no explicar todo. Esa fue mi clave para toda la vida y la sigo usando hasta hoy. El encanto de la poesía está en captar lo que no se dice...”.

El silencio se recuesta y alarga, como si las blancas paredes del estudio del poeta, donde gravita su inagotable curiosidad, pusieran en suspenso las vibraciones de la mañana para ahondar en los sonidos del pasado. “Me gustaba ir por las casas de compraventa de libros y encontré una revista de poesía Cosmorama. Leí los poemas y no entendí ninguno. Llamé a la revista, me invitaron a visitarla; vieron lo que escribía, que era una especie de rubendarismo tardío, y me dijeron: ‘Bueno, ahora vamos a educarte. Tenés que empezar a leer a (Rainer Maria) Rilke y a Molinari; no los vas a entender, pero te vamos a explicar para que no te asustes: la forma de poder entrar es que los leas tantas veces que cuando lo sepas de memoria el libro ya lo vas a comprender todo’... Había una tía en casa que me decía: “Nene, ¿qué hacés todo el tiempo yendo y viniendo con el mismo libro?”, evoca Padeletti dibujando en el aire, con sus delicadas manos, el trajín de ese adolescente. Después de leer a Rilke, uno queda transformado y se abren mundos. Molinari fue más fácil de entender porque está muy cerquita de nosotros; es pura emoción, un poeta profundamente emotivo. Delia Ester Oliva, que era la directora de la revista, me dijo: “Ahora ya podés largarte a escribir un poema”. Cuando se te ocurra algo, lo escribís y me lo traés...

–Y se animó y escribió su primer poema, ¿no?

–Sí, escribí “Misión”, mi primer poema. Y se lo llevé a Delia y me dijo: “¡Hugo, por fin, esto es poesía!”. Yo pude escribir ese poema porque estaba en el patio del colegio, vi las ramas desnudas de un árbol y me salió un verso: “Las ramas tienen su actitud cada una”... Lo importante es la intuición inicial.

–¿Por qué tardó tanto en publicar?

–Vino la racha muy fuerte de escribir, me la pasaba escribiendo, y algunos amigos como Angélica Gorodischer y (Elvio) Gandolfo me preguntaban: ‘¿cuándo vas a publicar?’ Entre Angélica y Gandolfo me sacaron una plaqueta con doce poemas míos para que por fin apareciera en letras de molde. Yo estaba tan entusiasmado con la escritura que les decía: “Cuando termine de escribir, voy a publicar”. Y seguía escribiendo. (Juan José) Saer venía a visitarme a Rosario, nos encontrábamos en el Savoy. Una vez me trajo un poema largo y le dije: “¿No te vas a molestar si yo tacho lo que sobra?”. Y con un lápiz rojo empecé a tachar. Cuando terminé, Saer lo leyó y me dijo: “El poema tiene más fuerza”. Ese es el método: dejar salir para no poner una valla, ¿no? Hay que abrirse y dejar que salga todo, después hay que podar. Ese es el método que sigo usando.

–¿Ese método lo aprendió de otro poeta o fue una intuición?

–Lo descubrí yo... No enseño poesía porque creo que poeta se nace. Gran parte de la mala poesía que se ha estado escribiendo últimamente se debe a los talleres de poesía, porque el que pone un taller de poesía tiene que tener alumnos para poder vivir de eso. Entonces le empieza a dar recetas y al final salen no escribiendo poemas, sino fabricando poemas sin ninguna inspiración.

–¿Cuál es la diferencia entre “escribir” un poema y “fabricar” un poema?

–Para escribir un poema tiene que haber una especie de inspiración inicial, como un don del cielo: viene o no viene. Ahí se sabe si uno es poeta o no es poeta. El taller de poesía te da recursos para armar un poema, pero se nota que no es un poema-poema. Hay que tener un don natural para la combinación de las palabras que se convierten en música. Los malos poemas no son música. A un poema artificial le falta la música o tiene una música forzada. La poesía es la música de las palabras.

–En el poema “La causarina rima con las ruinas” aparece “el brillo del ojo inquisidor”. ¿Por qué el ojo es inquisidor?

–El ojo es inquisidor porque nos gusta mirar y si no vimos bien algo vamos a seguir mirando para tratar de mirar más a fondo. Queremos ver este paisaje, queremos ver esta puesta de sol. El ojo no se cansa nunca de ver.

El abanico de la mirada se detiene sobre un bello Buda de laca seca, “hecho por japoneses que tienen un gusto estético maravilloso”, aclara el poeta. “Creo en Buda, siento que soy budista más que cristiano. Buda es la liberación total; él vino a decir: ‘no temáis, sed vuestra propia luz, la vida es éxtasis y alegría’. Con eso te libra de todas las culpas que te echaron encima el cristianismo y las religiones orientales también, porque en el hinduismo hay mucha culpa.”

–¿Cuándo empezó su deseo por la poesía?

–En la escuela primaria les preguntaba a las maestras qué es el verso y qué es la prosa, pero ellas no sabían decirme. Entonces me fui a mi casa decidido a descubrir yo solo qué era la poesía.

—¡Era un niño terrible!

–Absolutamente (risas). En mi casa de Alcorta, una vieja casa de pueblo, había una especie de jardín de invierno, todo con vidrios, que daba a un patio que tenía una glicina de veinte metros por diez. ¿Te imaginás la belleza de esa glicina cayendo? Era una gloria. Allí había unos sillones de mimbre y me senté absolutamente decidido, niño terrible, a saber qué era la poesía. Entonces empecé a contar las sílabas, pero como no sabía nada de métrica no me salía el recuento, porque no sabía lo que era la sinalefa, el hiato, nada. Unas me salían de once, otras de doce, otras de trece... y al final, por mi cuenta, por oído intuitivo, descubrí el verso de ocho golpes, el endecasílabo, que es típico del verso castellano. Descubrí el endecasílabo al tanteo porque me sonaba mejor al oído. Entonces me fijé en las rimas: rimaba la primera con la cuarta, la quinta con la octava y después las otras tres con rimas diferentes. Y escribí un soneto porque la inspiración ya estaba. Fui contemplativo de nacimiento; era muy travieso y me gustaba jugar, pero tenía mis horas de contemplación. Por las mañanas me levantaba, me sentaba cerca de las plantas y empezaba a mirarlas. Mis tías me decían: “Nene, ¿qué estás haciendo? ¿Por qué no vas a jugar con los más chicos?”. “Ya voy a ir a la tarde, ahora estoy mirando”... No sé lo que pensaba, por supuesto no lo sabía entonces y no lo sé ahora. Pero no estaba aburrido, estaba en un estado contemplativo.

–¿Qué es contemplar?

–Contemplar es perderse en lo que uno ve; el yo desaparece y se produce una especie de éxtasis: vos y lo que estás viendo es una sola cosa. Y te olvidás de vos mismo. Entonces estaba con las plantas, estaba requetebién (risas).

–En otro poema de su libro se afirma: “Pensar es ocio de los dioses”. ¿La poesía produce pensamiento?

–Sí. La poesía de Molinari es puro afecto, pero la de (Jorge Luis) Borges y la mía son poesía conceptual. Tengo necesidad de usar el concepto, siempre lo pongo en una Gestalt que hace que se convierta en poesía y tome la forma de la totalidad. Me gusta mucho la poesía de Molinari, pero no puedo escribir así. En cambio, con la poesía de Borges me identifico, a pesar de que no influyó nada en mí porque en esa larga época en que yo estaba escribiendo no lo conocía a Borges. Reconozco que me gusta muchísimo y lo admiro mucho, pero no ejerció ninguna influencia porque lo leí tarde.

–¿Sigue escribiendo?

–Sí, aunque parezca mentira, tengo fresquita la cabeza todavía. Agradezco mucho a la vida porque es un don mantenerse lúcido. Claro que lo que ayuda es estar con la mente activa. Leo mucho y ando siempre curioseando algo nuevo. Tengo una mente muy curiosa y debo investigarlo todo. Creo que ese es el secreto de mi juventud mental. La vida es movimiento perpetuo, no hay descanso. El viaje es infinito...

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“La vida es movimiento perpetuo, no hay descanso; el viaje es infinito”, afirma el poeta Hugo Padeletti.
Imagen: Rafael Yohai
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