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Lunes, 4 de julio de 2016

LITERATURA › MAGELA BAUDOIN, ESCRITORA, PERIODISTA Y DOCENTE BOLIVIANA

“La memoria es una marca de mi espacio creativo”

Con su libro La composición de la sal obtuvo el Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez. Notable cuentista, marcada por dos países –Bolivia y Venezuela–, dice que la memoria no es sólo autobiográfica sino también “un espacio de recreación colectiva”.

 Por Silvina Friera

La perplejidad es un modo de estar en el mundo. Un verso de Stéphane Mallarmé desparrama sus esquirlas melancólicas en un puñado de cuentos: “La carne es triste”. A Rebeca –que tenía catorce años, pero hacía mucho que había dejado de ser una niña– la mataron. “La pobreza puede molerlo todo: las niñas indias se entregan por exiguas cantidades de monedas, desde edades impronunciables, en los márgenes urbanos”, dice la periodista que está investigando el crimen. Un hombre se irrita con su propio llanto. No tiene ninguna lesión cerebral, ningún defecto congénito, no hay enfermedad diagnosticada. No lloró cuando su hijo murió en un accidente. Entonces sentía que llorar era “como hundir a su niño en un agua turbia y anclarlo a una roca en lo profundo sólo para poder verlo con los ojos abiertos”. Cauterizar la herida no es tan sencillo. Volver a una especie de estado de inocencia amortigua el peligro que circunda a Catalina en un dramático viaje con un chofer borracho: “Papá le había dicho que morir no dolía, que vivir enfermo sí, pero que irte no, que ni te dabas cuenta, que no se preocupara por Mamá porque morir era como quedarse dormido”. Hay frases como relámpagos que iluminan las inclemencias existenciales. Algunos relatos sumergen en la oscuridad los pliegues de malestares vitales apenas insinuados. Es como si alguien moviera las piezas de un rompecabezas que es posible componer desde la percepción microscópica que se intensifica en el reverso de lo aparentemente superficial. La escritora y periodista boliviana Magela Baudoin es una extraordinaria cuentista –una mezcla entre Alice Munro, Anton Chéjov y Silvina Ocampo– que ha obtenido el Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez 2015 con La composición de la sal (Libros del Zorzal).

La mujer que acuna con su voz cada una de las palabras que pronuncia en la entrevista con Página/12 nació el 3 de enero de 1973 en Caracas (Venezuela), donde vivió hasta los 18 años. En la década del 70, el padre de la escritora se exilió en Venezuela por razones políticas. En esa ciudad estudió y tuvo 5 hijos, pero decidió volver a Bolivia al comienzo de la década del 90. Al principio, Baudoin se instaló en La Paz y hace casi una década vive en Santa Cruz de la Sierra. No había egresado de la facultad y ya estaba escribiendo en el diario La Razón. Como periodista, pasó por casi todas las secciones: política dura en el parlamento, economía, ciudad. En el cuento “Borrasca” de La composición de la sal se intuye una atmósfera autobiográfica en esa niña que escucha a su abuela contar la historia de Emily Brontë. Lo confirma la escritora boliviana y revela que el cuento está inspirado en su abuela paterna. “Ella era ciega y su contacto con la realidad, después de la ceguera degenerativa, era su memoria literaria, una puerta enorme para mí en la curiosidad, pero también en la exploración afectiva. Este cuento surgió casi como un giro de memoria, como un rulo del presente hacia ella –reconoce Baudoin–. Si bien no hay un hilo conductor temático en los cuentos, sí hay un hilo conductor de temperamento, de atmósfera; una tristeza o melancolía que de a ratos también es un poco tragicómica, que naturaliza ese dolor a partir de la risa”.

–¿Qué pasó cuando leyó Cumbres borrascosas?

–Las Brontë han sido esenciales, igual que Emma Bovary, porque mi iniciación en la lectura tuvo que ver con un padre narrador naturalmente y con esta abuela lectora. Entonces las huellas de lectura son las huellas de mi abuela. Me impactó mucho su estética, pero también su fuerza vital de imponerse a ese ambiente tan árido, tan rústico, tan inhabitable, desde la literatura. Siempre he pensado que mi abuela era muy parecida a Emma Bovary en esa inconformidad vital, pero también a las Brontë en esa épica existencial de ser a pesar de lo que le ha tocado vivir. Mi abuela vivió una pobreza muy grande con un estoicismo feroz en la mina, acompañando a mi abuelo por muchos años. Ella componía un mundo épico y lúdico alrededor de eso. Voy a terminar armando un personaje con mi abuela aquí para ti (risas). A ella le gustaba el espiritismo, jugar al ajedrez, a las cartas, al rocamboro. Era una conversadora feroz, decía poesía con una fluidez enorme, era muy clásica en sus gustos, era borgeana y no nerudiana. Yo casi no he tenido ningún mérito en amar los libros; estaban ahí como en la memoria genética.

–¿Su padre es narrador oral?

–No, mi padre es economista y se ha dedicado a las ciencias sociales, pero es un contador de historias muy talentoso y también escribe muchísimo, novelas y cuentos, aunque no ha publicado nunca. Él no quiere reconocer que es escritor o no sabe que lo es. Nuestros juegos de infancia tenían que ver con escribir. El arrancaba una historia y, como un cadáver exquisito, yo la completaba. Después me reclamaba: “este cuento empieza en un pueblo del Altiplano y tú me lo pusiste en el mar, ¿qué te pasa?”. “¿Y qué?”, le decía (risas). Yo era mentirosísima de niña…

–¿En serio?

–Sí. La cultura te enseña que la mentira es algo malo y muy pronto te deshabita de ese espacio. En cambio mi padre permitía eso, luego intervenía en ese mundo, entonces yo me daba cuenta de que él se había dado cuenta de que yo estaba mintiendo con cosas simples, como que inventaba que mi abuela vivía en Caracas y componía una casa, un lugar y un tipo de navidad con ella que no existía para contarle a alguien. El me escuchaba y en vez de delatarme y decirme: “eso que estás diciendo es mentira” de pronto completaba esa historia. Hablamos hace poco de esto con mi padre y me dijo: “si estabas fabulando, ¿cómo iba a decir que estabas mintiendo?”.

–¿Le quedó algo de ese mundo de Caracas, del mundo de su infancia y adolescencia, en la escritura?

–Es interesante tu pregunta, la verdad que no lo he pensado… La memoria es una marca de mi espacio creativo. La memoria es un lugar de incomodidad, que mina siempre el presente. Cuando hablo de la memoria, no hablo sólo desde lo autobiográfico. La memoria es también un espacio de recreación colectiva. Esa memoria está permeada de los dos países: una Venezuela que habité porque era el país donde había nacido y quería que fuera el mío, pero también era el país extraño de mis padres; el país de ellos -Bolivia- se volvía también el mío, pero era extraño para mí, una cosa un poco paranoica porque era como estar en ningún sitio. Ese no pertenecer te marca definitivamente, ese “no lugar”, ese limbo, es como crecer con una raíz un poco talada que se recompone, pero que en algún sitio está rota. Creo que eso puede leerse en mi narrativa, una suerte de quiebre, de búsqueda.

–¿Por qué “La noche del estreno” y “Sonata de verano porteño” transcurren en Buenos Aires?

–Yo viví una temporada en Buenos Aires, vine a escribir precisamente como en el cuento “Sonata de verano porteño”. Tenía en la cabeza una imagen que me había regalado un amigo, que siempre me regala cosas lindas. Me regaló la imagen de un hombre que iba a un teatro en La Paz, se ponía una gabardina y entraba siempre tarde al teatro y decía: “perdón, perdón, voy tarde”. Acá conocí a un luminista de teatro y me pareció un oficio bellísimo que sólo en una ciudad como Buenos Aires puede existir; en Bolivia es impensable. Como vivía muy cerca del teatro Colón caminaba por ahí y así lo fui componiendo al personaje. El oficio del periodista es olfativo: tú sales al mundo y hueles. La narrativa es más introspectiva: desde el mundo hacia adentro. En estos cuentos opera un poco ambas cosas: mi asombro frente al mundo y una manera de mirar. Son cuentos que sólo podría haberlos escrito aquí.

–En “Sonata de verano porteño”, la narradora se menciona a sí misma como la chica “diferente” cuando recuerda que tiene que llamar a su novia Elene. ¿Le interesa también trabajar la cuestión de las diferencias?

–Sí, en realidad me interesa trabajar el espacio de fricción humana, entonces puede tratarse de parejas del mismo sexo, de sexo distinto, de viejos y jóvenes, de abuelos y nietos. Pero son personajes que se están jugando algo en el afecto; entonces ese espacio íntimo se vuelve mucho más combustible. En esos espacios empiezan a circular cosas muy sutiles que también hieren, como esto que tú mencionas. Esa exploración me llena siempre de preguntas existenciales, se vuelve una obsesión a la hora de mirar el mundo. Un crítico en La Paz dijo de este libro que estaba “muy bien escrito, pero ya es hora de que escriba sobre cosas importantes”. Y yo pensé mucho en eso…

–¿Qué es escribir sobre cosas importantes?

–Me di cuenta de que a mí no me interesa escribir sobre cosas importantes; es precisamente en las cosas no importantes donde está mi búsqueda narrativa. Y si hay alguna profundidad, la profundidad de mi mirada, es desde allí donde se pueden encontrar las fisuras de los personajes más importantes. Mi literatura habita en la fricción y en lo pequeño.

–La narradora de “Sonata de verano porteño” tuvo cáncer y queda sobrevolando, después de la lectura de ese relato, si la escritura puede ayudar a sanar. ¿Qué diría la autora de este cuento: la escritura es sanadora?

–Hay un nivel casi freudiano o, para ponerlo en términos más benignos, un nivel terapéutico de la escritura. Pero sería mentira decir que solamente escribo desde ahí. Hay cosas que se escriben desde ahí, porque todos tenemos agujeros, unos más expuestos que otros. Pero también me hallo escribiendo en un modo muy lúdico, como cuando uno juega y es niño y se convierte en otro. Hay un espacio en que uno escribe por el placer de jugar. Por otra parte, el sesgo periodístico es una manera de habitar el mundo observándolo y tratando de hallar respuestas, que es un afán más cognoscitivo. Ahora acabo de escribir un cuento sobre (Josef) Mengele, que se gatilló por una canción que se llama “Menguele y el amor”, un bolero de un grupo español que es bellísimo, pero que habla de Mengele. Entonces quise escribir un cuento en el que me pregunto cómo será este hombre en el espacio amoroso-sentimental... Ahora estoy pensando que “Zona de promesas”, una canción de (Gustavo) Cerati que le escribió a la madre, tiene mucho que ver con el final de “La composición de la sal”. El final del cuento apareció escuchando esa canción; es un final líquido, un final de vuelta a la madre. El proceso creativo probablemente sea más un proceso de contaminación que un proceso de causas y efectos lineales.

–Uno de los aspectos más interesantes del cuento “La composición de la sal” es lo que le dice el médico: “llorar es saludable”. Así como se dice que “mentir está mal” y se cortan las alas de la fabulación en los chicos, algo similar parece ocurrir con el dolor y el llanto, ¿no?

–Claro, estamos armados frente al mundo por este patrón machista, tan tiránico para los hombres como para las mujeres, que llorar es un signo de debilidad. Esta debilidad nos aterra, cuando es absolutamente sanador y te compone usualmente de muchos modos; pero es algo con lo cual el personaje está siempre batallando, con desbordarse, con el hecho de que no tiene contención. Es una imagen lindísima la de un hombre desbordado.

–Hay que romper con el cliché machista de los hombres duros no lloran...

–Claro. O los hombres duros no bailan. Estamos llenos de esos clichés opresores que te minan el alma.

–En varios cuentos del libro las familias no aparecen completas: en el relato “La composición de la sal” falta el hijo; en “Algo para cenar” falta el padre; en “Un verdadero milagro” falta la madre. Llama la atención esta persistencia de ausentes. ¿Encuentra alguna explicación?

–Fijate que no lo había pensado desde ahí, pero es verdad. La ausencia, la cojera del duelo, es algo que también está muy presente. Esta manera de lidiar con la ausencia se vuelve un material narrativo importante en mis cuentos. Es una mutilación, un modo de caminar, que es interesante para ser narrado.

–Ninguna familia es normal vista de cerca, aunque estén vivos todos los integrantes, ¿no?

–Sí. Yo creo que hay una suerte de épica un poco fracasada en todas estas familias; épica en el sentido de que es una manera de sobrevivir a un holocausto del tipo que sea, ¿no? Esa épica de sobreponerse es interesante para escribir. La ausencia, el silencio habitado, es una herencia de la poesía. La poesía tiene un poder de evocación que funciona precisamente desde los espacios no dichos. Eso es algo que me gusta explorar y que se ve conscientemente en mi literatura: el poder de evocación que funciona a partir de una metáfora. Ese espacio habitado de silencio creo que también se reproduce al interior de la vida de los personajes.

–¿Empezó escribiendo poesía?

–No, yo siempre he habitado más en el cuento, que es un lugar donde me siento más cómoda. Ahora estoy trabajando un libro de cuentos que a ratos me da ganas de escribirlo en prosa poética… Está muy cerca de mí la poesía; es una manera de respirar y de encontrar otro registro, de salir del atolladero de una frase.

–¿Por qué en el cuento “La cinta roja” hay una mirada muy escéptica y crítica hacia la escritura periodística?

–El periodismo es un mundo muy complejo, cruzado por muchos vectores estructurales del poder, pero también del aparato cultural, donde se juegan ideologías, pasiones y donde se juega un poder efectivo que es el poder de contar una historia, qué parte de esta realidad cuento y cuán responsable soy. Que es un poco lo que está en el cuento, como una cebolla con distintas pieles. Mi mirada sobre el periodismo no es inocente. Al mismo tiempo es un oficio más necesario que nunca, pero que necesita salir del espacio de comodidad que le otorga el poder.

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Baudoin vivió en Venezuela hasta los 18 años. Su familia se había exiliado allí por razones políticas.
Imagen: Joaquin Salguero
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