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Domingo, 4 de septiembre de 2016

LITERATURA › EL POETA YAKI SETTON HABLA DE SU LIBRO LEJ LEJA

“Escribir siempre produce aprendizaje”

Después de no verse durante casi cuarenta años, el poeta y su padre se reencontraron unos meses antes de que éste falleciera; de allí que el poemario esté marcado por esa doble ausencia. “El conmover no está en la palabra sino en la situación y en el tono”, afirma Setton.

 Por Silvina Friera

La tensión estalla en el aire del primer poema de Lej Lejá (Bajo la Luna) de Yaki Setton. “Vibra tu voz en mi cuerpo,/ la escucho nítida, causa temor,/ alaba y desprecia al mismo tiempo./ Así, sé que deseás mi partida/ pero también que no me vaya./ Padre, mirás fijo a mis ojos/ como un lobo acecha a su presa/ y cela a su cría. ¿Repetirás tu bendición, entonces, aquella/ que une el amor con la furia, la piedad con el odio?”. No sólo la narrativa explora la compleja relación entre padres e hijos. La poesía también condensa esa disputa dramática, que se fragua bajo la “dialéctica” del exceso de presencia o ausencia de los progenitores. “Siempre me intrigó esa situación en la que Abraham recibe la orden de Dios de sacrificar a su hijo y no lo hace. Desde chico, por la educación que tuve, leí esos materiales en castellano y en hebreo, sabiendo el lugar que ocupaba Abraham en la tradición judía, cristiana y musulmana. En 2010 me enganché a estudiar el “Génesis” con Diana Sperling y empecé a leer otras cosas como Temor y temblor, de Soren Kierkegaard, que reescribe esa situación de Isaac y Abraham; y cuestiones que tienen que ver con la tradición de los salmos. Dios le dice a Abraham que se vaya de la casa del padre y me di cuenta de que el libro empezaba ahí. Como en toda escritura, hay algo de lo autobiográfico que la atraviesa”, revela el poeta a Página/12.

En el medio de la escritura de Lej Lejá –expresión cuya traducción sería “vete por ti mismo”–, reapareció Salomón “Chino” Setton (1931-2014), el padre del poeta, con quien tenía una relación lejana. “Al año de que nos reencontramos se murió y entró en el libro de otra manera. Me gusta mucho la idea que aparece en el primer poema del hijo que es la cría y la presa, esa tensión entre padres e hijos”, reconoce el autor La revuelta surrealista (1990), Quirurgia (2002), Niñas (2004), La apariencia de lo espléndido (2006), Nombres propios (2010) y La educación musical (2013), entre otros libros.

–¿Cómo explica el temor al padre en su caso?

–De los 55 años que tengo, tuve relación con mi padre hasta los 16 años y después el último año de su vida. Mi papá me dio su biblioteca porque leí muchos libros de ahí, libros anacrónicos para la edad que yo tenía. La educación literaria y sensible viene de la biblioteca de mi papá. A los 16 años me fui de mi casa para sobrevivir. Mi mamá se fue cuando yo tenía 13 años con mi hermana, que era muy chiquita, y mis hermanos nos quedamos con mi papá. Había por momentos una relación violenta con mi papá, que iba a terminar mal. Un día me di cuenta de que me tenía que ir ya y agarré unos cuadernos de poesía con mis poemas, que eran malos, los puse adentro de un morral que había hecho yo, y me fui. Di vueltas por la casa de varios amigos y finalmente me fui a vivir a la casa de mis abuelos maternos. Siempre pensé la palabra sobreviviente en relación con el nazismo, hasta que un día me di cuenta de que hay otras maneras de sobrevivir. Creo que empecé a escribir el libro para tratar de entender esa distancia con mi padre. Al mismo tiempo, esa escritura me permitió prepararme para reencontrarme con mi padre. La escritura siempre produce aprendizaje.

–¿Por qué los poemas no tienen título y están numerados?

–Hay un poeta francés, Edmond Jabès, que en su libro La Arena enumera poemas, y cuando lo estaba leyendo se me ocurrió que podría estar bueno hacer lo mismo. A su vez, me cuesta mucho poner títulos; me resultan como externos al poema. Si bien hay poemas que podrían estar solos, como el poema de la ambulancia, el número 49, me parece que hay algo de secuencia. Ese poema de la ambulancia es autobiográfico, el único que falta en el poema es mi hermano Gabriel. Mi papá murió esa noche; subimos con él a la ambulancia y nos pusimos a rezar los salmos en hebreo. Cuando subió a la ambulancia y lo pusieron en la camilla, antes de rezar, le dijo a mi hermano, que es rabino: “el 23”. Mi hermano se puso a decirlo, pero mi papá le dijo: “No, no, el 23, seguime a mí que yo sé, que yo te enseñé a vos”, porque mi hermano se había equivocado. Ese salmo está reescrito en el poema; es un salmo que se utiliza en relación con los muertos. Esta situación me impresionó mucho, el hospital quedaba a tres cuadras de donde estábamos; fue como la vuelta al perro, pero le permitió a mi papá decir ese rezo y tener la conciencia tranquila de que se estaba yendo.

–“Nos despedimos sin gestos/ porque es una furia antigua/ la que nos convoca”, se lee en uno de los poemas. ¿Qué es esa furia antigua?

–Hay algo que me pasó escribiendo el libro y que me emocionó, que es la invocación, el “¡oh, padre!”. Como me dijo Gonzalo Aguilar, “el libro está en el límite de lo melodramático, de lo kitsch, pero se queda ahí”. Cuando escribía “¡oh, padre!”, lo ponía porque me producía algo, porque me emocionaba. Estaba releyendo La pequeña voz del mundo, de Diana Bellessi, y hay una parte en la que dice que la voz lírica se vuelve a preguntar las mismas y viejas cosas que el espíritu humano nunca olvida. En esto de la furia antigua no estoy hablando de mi papá, sino de algo milenario. Apuesto que el libro sea fuertemente lírico porque quiero trabajar con esa intensidad. Y eso es lo antiguo también.

–¿Cómo trabajó ese borde melodramático sin excederse?

–Me parece que confié en la emoción. Desde el punto de vista de la escritura, no soy de usar muchos adjetivos y creo que mi poesía es bastante austera. No me gusta que haya palabras de más. Mi poesía no quiere desbordarse. En el libro, finalmente el hijo está adentro y afuera; es un testigo. Eso garantiza también que no haya un desborde. El conmover no está en la palabra sino en la situación y en el tono, en la poca adjetivación.

–¿Por qué, como en otros libros, aparecen muchas preguntas en los poemas?

–Me encanta el tono de la pregunta. La pregunta tiene algo de ingenuidad, porque a veces la pregunta no está esperando una respuesta. Me gustan las preguntas, pero no sé si me interesan las respuestas. Las preguntas abren algo que para el que escribe y para el que lee produce enigma, inquietud. Después lo vinculo con algo de la infancia. Hay un relato tradicional judío que se llama “Hagadá de Pésaj”, que empieza con preguntas, un libro que leía de chico. Y no veía la hora de terminar de leerlo porque después comía (risas). No me gusta la poesía que baja línea y que afirma.

–En el último poema del libro, el poema 54, se lee: “No quiero dejar llanto. Padre,/ no hay nada que no pueda darte”. ¿Cómo no dejar llanto cuando es difícil pensar la muerte sin el llanto?

–El llanto es una de las maneras exteriores de mostrar la emoción. Creo que hay otras como escribir o mirar.

–¿Sería algo así como “no quiero dejar llanto, quiero dejar escritura”?

–Podría ser... o tengo otras cosas para dejar. En ese poema me dejé llevar. Yo también me pregunto qué quiere decir esa frase final: “no hay nada que no pueda darte”. ¿Qué voy a seguirlo hasta en la muerte? Ese poema se escribe casi al borde de la tumba del padre. Una posibilidad es que por llorar tanto ni siquiera quede llanto. Si bien hay un reencuentro entre padre e hijo, la muerte no borra las diferencias. No hay olvido. Hay intercambio, diálogo y reconocimiento.

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“No me gusta que haya palabras de más. Mi poesía no quiere desbordarse”, afirma Yaki Setton.
Imagen: Rafael Yohai
 
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