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Viernes, 4 de mayo de 2007

LITERATURA › GRISELDA GAMBARO Y SU LIBRO “NADA QUE VER CON OTRA HISTORIA”

“Siempre me gustaron los personajes fuera de norma”

A punto de estrenar La persistencia, la autora analiza el rol de la violencia en su propia obra: “Hay un maltrato crónico en el ser humano. La presencia de guerras, injusticias, torturas y demás crueldades es continua”.

 Por Angel Berlanga

A veces, cuando los lugares comunes se gastan, el humor consigue resignificarlos con un sentido opuesto. El título de la novela que Griselda Gambaro acaba de reeditar, Nada que ver con otra historia, es un buen ejemplo de esto. Por una parte, tiene notorios puntos de contacto con el contexto y la época en que fue escrita, Buenos Aires, 1971; por otra –y nunca mejor aplicada esta división por partes–, su protagonista está armado, como la criatura del Dr. Frankenstein, con pedazos de distintas personas. Y sale a la calle a descubrir cómo es el mundo y, además, cómo ese mundo lo ve a él. Para terciar, seguramente sin buscarlo, ese título además reclama –y consigue– su diferenciación y originalidad respecto de las historias que se escribían aquí por entonces. “Es una especie de juego, porque de alguna manera tiene mucho que ver con la historia de Mary Shelley”, dice la narradora y dramaturga en su casita blanca de Don Bosco. Casi no circulan autos por esta zona del barrio, al sur de la Capital; las flores violetas de una santa rita que desborda el muro del frente tienen su continuidad con otra planta que crece en el jardín del fondo. Entre tanto vegetal, unos mosquitos fisicoculturistas casi compiten en monstruosidad con las míticas criaturas literarias por las que, explica la escritora, tiene una particular inclinación: “Siempre me gustaron los personajes como Drácula o Frankenstein”, dice. “Más allá de lo seductoras que son sus historias, se trata de seres entre comillas anormales, que están fuera de la norma y de la normalidad.”

Además de Nosferatu, la obra teatral prohibida por la dictadura y estrenada recién en 1985, en 1970 Gambaro escribió un relato con el mismo nombre: allí un vampiro cansado, que pide leche en un bar, termina perseguido y asediado en plena noche por un grupo de policías que, para su espanto, se le vienen encima con unos colmillos más afilados que los suyos. Toni, el protagonista de Nada que ver con otra historia, fue creado por un estudiante de veterinaria que es, a la vez, una especie de militante despelotado llamado Manolo. Como Toni es, además, el narrador de la novela, su buen talante y su mirada ingenua, de criatura en el sentido de “bicho raro” pero también en el de quien recién empieza y, por tanto, “va descubriendo”, impregnan al relato de un tono grotesco que subsistirá en todo el texto, y de un humor que se instala al comienzo y luego decrece hasta esfumarse. Gambaro lleva a este sucedáneo de Frankenstein desde la expectativa anhelante por descubrir la calle, desde el enamoramiento por la mujer de su amo, a la noticia de la muerte violenta de la chica, a ser testigo de los crueles llamados telefónicos en joda de Manolo y un grupo de muchachos (“Señora, ¡subordinación y valor! Lamentamos comunicarle que su hijo Julio ha perecido gloriosamente en defensa de la Patria”) y a ser víctima de la represión y la tortura policial. En esa especie de fresco social que propone la autora, con el correr de las páginas Toni se perfila como el personaje más lúcido.

Gambaro ofrece un café que acaba de borbotear una Volturno y dice: “Un poco ése es el nudo de la historia. Un ser que nace de esa manera tan atípica resulta más sensible e inteligente que los que tiene alrededor”. El 13 de junio estrenará, en el Teatro San Martín y dirigida por Cristina Banegas, La persistencia, una obra que tuvo como punto de partida la masacre de tres centenares de chicos en la escuela rusa de Breslan. “Me impresionó mucho esa noticia, que el gobierno no quisiera dialogar con los guerrilleros chechenos y que terminaran muriendo todos esos niños”, cuenta.

–La violencia es un tema frecuente en sus obras.

–Creo que sí, aparece en muchas. Hay una especie de maltrato crónico que los seres humanos llevamos unos contra otros. La presencia de guerras, injusticias, torturas y demás crueldades es continua.

–¿Cómo ve que evoluciona, nota más o menos violencia?

–La humanidad es violenta desde el origen de los tiempos. Ciertas zonas, por supuesto, han avanzado más, con una pátina de progreso en las “sociedades civilizadas”. Pero a esta edad empiezo a pensar que hay algo en la naturaleza humana muy difícil de cambiar. Y por eso, para protegerse a sí mismas, las sociedades deben resguardar lo más posible los resortes legales y legítimos.

–¿Y acá, en la Argentina?

–Si comparamos, estamos mejor. Pero es muy inquietante que a tantos meses de su desaparición no se sepa nada de Julio López. Lo que pasó en Neuquén, el asesinato de Carlos Fuentealba, indica que las cosas cambian más en la superficie que en profundidad.

–Hubo, sin embargo, una sólida y masiva reacción de rechazo.

–Sin ese rechazo sería más dramático todavía. Una muerte no se enmienda, pero por lo menos el pedido de justicia pone una mirada distinta, trata de reparar, aunque sea mínimamente, para los que quedaron.

–¿Notaba usted, en los ’70, cuando escribió esta novela, cierta fascinación por la violencia?

–Yo creo que más allá de las falencias y los innumerables defectos de esta democracia, estamos aprendiendo a vivir en ella. En contrapartida, en aquella época veníamos de Onganía, de una historia muy larga de gobiernos siempre ilegales. La gente por ahí desconocía más sus derechos cívicos, y tal vez por eso se protestó, a veces, a través de la violencia directa. En mis novelas siempre hay un personaje que es un poco mi voz, entre comillas, alguien que siente y mira como de alguna forma lo haría yo. Acá pasó eso a través de Toni.

–Pero usted no andaría tan desorientada como Toni.

–Bueno, él es alguien que nace adulto; yo tuve infancia, adolescencia y juventud, estaba más preparada. Pero en esa época, y también me doy cuenta ahora, no entendía del todo las claves históricas.

–¿Cómo era como escritora en esa época?

–Ahí se ve, buscándome, todavía. Había empezado con una novela que obtuvo el premio Emecé, El desatino, y después siguió Una felicidad con menos pena, que también va a reeditar Norma. Tienen estructuras simples que siguen una historia central. Con el tiempo mis novelas se fueron haciendo más complejas, se bifurcaron. Pero no reniego, el libro tiene cosas que todavía me gustan: la espontaneidad del lenguaje, cotidiano y popular pero controlado, los comentarios de Toni sobre las actitudes de los otros –de su creador, sobre todo– y la vida que empieza a descubrir. Es la mirada de un inocente.

–¿Qué se vislumbra en la novela acerca de aquella sociedad?

–Es el momento en que comienzan a apretarse las clavijas, ya hay señales que anuncian el totalitarismo desenfrenado que va a venir después. Y creo que no se sabe muy bien qué hacer. La protesta aparece como una cosa de cómic, de historieta.

–¿Y qué repercusiones tuvo?

–Más allá de mis amigos, ninguna. La sacó una editorial muy chica, Noé. Y además en esa época era muy solitaria, andaba fuera de todo grupo y relación con críticos y colegas. Tampoco registré ninguna crítica de esta novela. Sí recuerdo una que me hizo Miguel Briante a Una felicidad con menos pena, que apareció en 1965: era devastadora. Muchos años después, en una entrevista muy calurosa que me hizo, me dijo “no, yo entendí mal”. Claro, las pasiones políticas eran muy fuertes, y esa novela también iba por otro camino: eso influyó en su comentario. Me destrozaba, decía entre otras cosas que me había copiado de la Maga de Cortázar. Pero después quedamos amigos. En esa época la crítica era más dura: me acuerdo que por Ganarse la muerte también me dieron durísimo. Hoy hay más cuidado.

–¿Diría que la crítica hoy es más tolerante?

–No sé, tenemos más cuidado en comprometernos. Yo no he vuelto a leer, aun en críticas que descalifican un espectáculo, los términos terribles que usaron con muchas de mis obras. La mayoría de la gente después se disculpó. Por suerte he vivido mucho. Tal vez ahora se proceda con más tiento, dirán “me puedo equivocar”... Por supuesto, también tengo críticas que no sólo me satisfacen el ego, sino que de pronto me producen una especie de gratitud, porque observan lo que uno quiere poner en un texto, más allá del éxito o no de una obra.

–¿Era tan “a cara o cruz” estar a favor o en contra de la militancia?

–Y sí. Además, como yo estrené en el Di Tella, que estaba juzgado como un centro snob, se me etiquetó de cierta manera. Y como no tenía movilidad pública, nadie sabía en qué lugar estaba. Como yo irrumpí en escena con El desatino, que quebraba al teatro realista-naturalista, la división fue muy enconada. Y esto siguió muchos años, hasta la dictadura. Ahí se supo dónde estaba cada uno. Y eso aclaró, también, lo estético.

–Hace poco, cuando Abelardo Castillo publicó su último libro de cuentos, dijo que en este volumen se había permitido que predominaran los relatos fantásticos y recordó que por entonces aparecía casi como un imperativo que la línea fuera “realista”.

–Yo no registré ese imperativo: creo que mi propio aislamiento me protegió, me retuvo en el lugar que yo sentía que era el mío. Mis obras de entonces no se encuadraban, seguramente, en lo que debía proponer un escritor en esa época tan politizada. Y, sin embargo, creo que las mías eran piezas políticas. El dogma, la seguridad en lo que se cree, a veces también nos pone anteojeras.

–¿En qué está segura de creer?

–De manera ciega y absoluta, en nada. Tengo ciertas convicciones, por supuesto. Trato de ser lo más fiel posible a mí misma. Trato de no mentirme. Le doy un ejemplo grosero: nunca se me cruzó escribir, aunque estuviera de moda, una novela histórica. Sé lo que puedo y lo que no. Y trato de trabajar lo mejor posible, de poner lo mejor que tengo.

–¿Desde cuándo se siente reconocida por su trabajo?

–Ya desde hace unos años. Si el trabajo que hice en el pasado sigue vital, moviéndose, uno tiene más seguridad también para el trabajo presente. Más allá de las continuas atrocidades del afuera, de dictaduras y de hechos como el que vivimos en Neuquén, la Argentina se portó bien conmigo. Siento que me reconocen, que reconocen mi trabajo y cierta conducta. Y creo que eso me pone feliz.

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“En mis novelas siempre hay un personaje que es un poco mi voz, que siente y mira como de alguna forma lo haría yo.”
Imagen: Pablo Piovano
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