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Domingo, 17 de junio de 2007

LITERATURA › MATILDE SANCHEZ Y SU NOVELA “EL DESPERDICIO”

“Hay una idealización de los ‘80 de la que no participo”

La escritora y periodista utiliza a la protagonista de su libro para analizar la realidad argentina en las últimas dos décadas.

 Por Silvina Friera

El auge y la decadencia de Helen o Elena Arteche sintonizan con las últimas tres décadas de la vida política y cultural argentina. Esta “mujer en construcción” de origen rural, que llegó a Buenos Aires para estudiar letras a fines de los ‘70, pronto se transformaría en una lectora, profesora y crítica excepcional por el influjo de la época –la “primavera democrática”– y del ambiente, tamizado de política y filiaciones literarias. Por exceso de confianza o de optimismo, se creía que el tránsito de la juventud al futuro era un camino empedrado de libros y cine blanco y negro. Esta mujer de argumentos aplastantes discurría de semiótica o de marxismo y abrazaba los postulados del formalismo ruso, de sus amados Tynianov y Víctor Sklovski, autor del concepto de ostranenie, el extrañamiento estético, que ella utilizaría en muchos de los breves ensayos que escribió y que fueron adoptados por las cátedras más innovadoras. “Tengo la certeza de que durante años fuimos ventrílocuos de Helen y, por ende, de los formalistas rusos. Predicadores indirectos de la ostranenie”, dice la narradora de El desperdicio. La escritora, traductora y periodista Matilde Sánchez evoca esos tiempos de efervescencia juvenil, contrastados con la madurez, sin edulcorar la trama con un culto a la nostalgia. Quizá se pueda leer entrelíneas que no todo tiempo pasado fue mejor. Ni peor. La edad de la comedia, ese tiempo de entusiasmos aún signados por un tono épico, cederá su paso, a principios de los ’90, a un período gótico donde el ocaso del país y de la vida de Elena se deslizan de un modo inexorable –el aumento de la pobreza y la indigencia con el alcoholismo y el cáncer de la protagonista– hacia un final fúnebre.

Sánchez cuenta que el embrión de su novela surgió de un relato de viajes que integra La canción de las ciudades. En ese relato, “Pirovano 94”, se narra la historia de una muerte (la de Carmen, hermana de Elena) y el impacto que genera en una amiga. El desperdicio es una bisagra entre las muertes de ambas hermanas y el “gigantesco desarreglo” argentino que fue la crisis de 2001. Ese año la escritora viajó con frecuencia a la provincia de Buenos Aires y fue testigo del deterioro del campo argentino, “manantial” agotado de la riqueza del país. “Estaba cerca de los acontecimientos como nunca más volví a estar”, confiesa Sánchez, que aprovechó esos registros, notas y apuntes para incorporarlos en la novela. “Quería plantear cómo la época impacta en las biografías de las personas”, señala. “Uno se cree más autónomo de lo que realmente es, pero resulta muy difícil escapar al fatalismo de la época”. ¿Por qué una persona tan excepcional termina, si se tiene en cuenta el título del libro, siendo un “desperdicio”? “Hay una trama de hechos que hace que una vida se desperdicie. Elena no puede despegarse del contexto y es arrasada como lo fuimos todos”, subraya la autora de La ingratitud y El dock.

–Aunque el concepto de lo fúnebre está desplazado hacia fines de los ‘90, daría la impresión de que algo murió también durante los ’80.

–La década del ’80 está signada por la muerte de la idea de lo nacional. Aunque me dediqué a formarme en narrativa argentina, no soy una persona que piense en términos nacionales. Más bien todo lo contrario. En los ’80 asistimos al eclipse de esas identidades que llamamos países, que siguen existiendo, pero mucho más resbaladizas y sinuosas. A diferencia de la generación de los ’90, para nosotros la decepción no fue lo dado. Yo tenía una cabeza muy política y seguí la militancia de muchos compañeros desde una lectura muy activa, pero nuestro despertar a lo real fue traumático. Los ’80 representan, además de la muerte de lo nacional, el entierro de la cultura del papel, un tema que también estoy trabajando en textos de no ficción. La novela refleja los últimos avatares del mundo ilustrado.

–¿El fin de la cultura del papel implica la muerte del libro?

–No hay manera de que este cambio civilizatorio no afecte al libro porque la memoria ya no está en papel. Después de siglos, el papel dejó de ser el receptáculo privilegiado de nuestra memoria y, aunque los libros siguen siendo un objeto de transmisión, el soporte del relato no necesita más el papel.

–¿Por qué la narradora afirma que quienes idealizan los ’80 llamándolos “primavera” incurren en la peor mitología?

–Hay una idealización de esos años de la que no participo en absoluto. Había un montón de energías desperdiciadas y estaban muy polarizados los debates entre realismo o no realismo, entre literatura y mercado, categorías que después cayeron en bloque porque resultó que todo era mercado y que todo podía ser o no realismo. Es una época muy aureolada y no comparto esa mirada. Además, las disputas eran un poco simplonas, aunque aún puedan tener cierto tipo de gravitación. La reciente polémica en torno de Soriano en Radar es un coletazo de los ’80, planteada en términos muy torpes.

–¿En la novela hay un rescate de Miguel Briante?

–Sí. Aprendí muchísimo trabajando con él y me gusta mucho el periodismo que hacía. Pero también me interesa como escritor, muy emblemático de esos años, que trataba de pensar lo nacional en el momento de su eclipse.

–¿Qué tipo de comparación establece entre los modelos que prevalecieron en los ’80 y los que estarían marcando esta época?

–La transparencia de la vida privada es un imperativo de esta época. En los ’80 había un culto al hermetismo porque la transparencia era mercado, otro de los debates de esa época que algún asidero tenía, a pesar de las simplificaciones. Hoy la transparencia se deslizó hacia la estupidez y la banalidad, un vértigo de la nada que veo funcionando, por ejemplo, en Gran Hermano. Me angustia un poco, y a la vez la angustia aparece de manera teatral, una combinación de Beckett y de Ionesco, pero en clave grotesca. Es el regreso paródico del existencialismo, el ser y la nada.

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“Los ’80 entierran la cultura del papel.”
 
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