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Domingo, 17 de junio de 2007

CINE › ENTREVISTA CON RICARDO DARIN, ENTRE LA ACTUACION Y LA DIRECCION

“Nunca hay que abandonar el trabajo con la vanidad”

El actor de XXY está dando los últimos retoques a la película La señal, su debut como director que significó llevar hasta el final un proyecto que quedó trunco con la muerte de Eduardo Mignogna. Y que lo llevó, dice, “a un nivel de experimentación atípico”.

 Por Julián Gorodischer

Otra vez desde los márgenes, despegado de su “vida anterior” como galancito o chanta de barrio, todavía marcado por una temporada en Piriápolis donde se entrenó como padre de una niña intersexual que está en el centro de la trama de XXY, la ópera prima de Lucía Puenzo. Hace un tiempo que le toca otra gravedad, a cargo de una argentinidad vencida en El aura, de Fabián Bielinsky, o en Luna de Avellaneda, de Juan José Campanella, o en esta fábula sobre cómo se desoye un mandato que indica normalizar, encarrilar, cortar lo que sobra de un cuerpo femenino como indica el manual del higienismo de principios de siglo XX. Este padre generó en Ricardo Darín no pocas dudas sobre su propia paternidad, sobre su “estar en el mundo”. Acaso dirigir, en simultáneo con la actuación, haya sido su forma de poner punto final al doble duelo: se murieron Fabián Bielinsky, y luego Eduardo Mignogna, y se hizo cargo de un proyecto inconcluso, La señal, menos como una irrupción vocacional tardía que como un tributo necesario a Mignogna. Los muertos y los vivos reaparecen en su relato con una asombrosa facilidad para convivir.

–Eduardo estaba orgulloso de que yo participara de XXY. El sentía un gran aprecio por Lucía; la conocía desde chica, había leído sus novelas y le sorprendió que yo aceptara hacer una película de presupuesto reducido, donde todos poníamos el hombro y renunciábamos a pretensiones económicas. Me dijo que eso era lo que le gustaba de mí.

“Pero no es que me entren todas las balas”, se siente obligado a aclarar. Cree en la responsabilidad de escuchar una voz que pueda prometer una carrera, en su carga como iniciador. Tal vez lo aprendió de Eduardo Mignogna, que “se dejaba manejar por el plano emocional”. Cuando le comentó lo de XXY, el director/ amigo le dijo que estaba bien, que la hiciera, que, a cambio, le concedería esas dos semanas necesarias para terminar con el rodaje allá en Piriápolis. La paradoja fue que, al término de esa última semana extra, Mignogna se murió. Darín y el elenco de XXY se miraron enmudecidos, postergando un llanto o un grito que se negaban a estallar. Decidieron no interrumpir la filmación; el propio Darín no pudo asistir al velatorio y al entierro de su amigo; asumió que había cosas que no podían volver atrás. No hubo regodeo en el dolor ni tampoco inhibición de la experiencia creativa. Darín da cátedra, ahora, sobre la estrategia del actor acorralado contra las cuerdas. ¿Cómo crear en medio de una crisis personal?

“No soy de meter mano en la mochila de las propias vivencias para actuar”, confiesa. “Casi diría que creo todo lo contrario. Pero es un poco indivisible: forma parte de tu disco rígido. Yo no acudo conscientemente a ese tipo de cosas. Es como en el teatro: más allá del plan que tengas, el día concreto en que te enfrentás con la gente que está en la sala arrastrás lo que tenés entre manos, con fiebre, así se haya muerto tu mamá, o te hayas separado de tu mujer. Y a lo mejor te toca hacer una comedia”. La imagen que lo ilustra es la membrana impermeable a la que también podría llamar oficio o hacer lo que se puede, en variaciones unidas por una entrada al estudio o al escenario que diluye la angustia, o la transforma en otro estado, en este caso en la figura de ese padre que lo llevó a cuestionar muchos aspectos de su propia paternidad, de la educación escolar y la crianza en familia.

–Se habla bastante poco del derecho a elegir –asume Darín–. Todo está preconcebido, globalizado, digitado, conducido. Más allá de las connotaciones sexuales, es una apuesta muy firme al derecho a poder elegir sobre tu propia vida. Me reconocí ignorante, supe que lo primero que habría hecho sería consultar a quien se supone que sabe, permeabilizarme a las opiniones que vinieran del exterior, de la ciencia, los médicos, la sociedad, los amigos. Y en realidad no debería ser así. Tampoco la religión, ni las creencias deberían ser inducidas por nadie. Estaría muy próximo a cometer un error, a tomar una decisión por otro.

–¿Qué otros aspectos de la crianza y la educación se cuestionó?

–Si hacemos un balance, son muy pocas las cosas que nacieron con nosotros como prejuicios: vienen de la mano de la cultura, la educación, el barrio, la atmósfera en la que nos desarrollamos. En ese punto, XXY me parece didáctica: cuando elegís un camino, quieras o no, podés estar marcando posición. Si la devolución es un proceso reflexivo, me siento reconfortado. Como no se trata de bajar línea, a lo máximo que puedo aspirar es a abrir una compuerta para que el pensamiento se dilate...

–¿Qué debates instala la película?

–A los 20 yo quería cambiar el mundo y ahora pienso en qué hacemos con el que tenemos. A mí, que un tipo muestre un mínimo atisbo de predisposición a reflexionar y pensarse me parece bueno. A mí me interesa generar algo en aquel que está más cerrado, más prejuicioso, el que pensás que no va a abrir nunca la compuerta. Ahí es donde hay algo para hacer. El que está a favor de sostener el derecho a la libertad de elección y de palabra, ya viene macerado. Y los otros podemos ser nosotros mismos, puestos en otra situación.

Y se descubrió extrañamente habituado a dirigir, como si estuviera impregnado de cientos de consejos, anécdotas, errores de otros que lo dirigieron, “con un lote de conflictos encima” y –sobre todo– arrepentido de no haber llegado a fondo en la investigación. “Pero frente al hecho consumado, cuando tengo que decidir cuál es la vibración, me doy cuenta de que en la gimnasia del día a día, lidiando con unos y con otros, algunas cosas te quedan –dice–, y vas incorporando más datos de los que habías imaginado. Estoy atento al compromiso más grande: cuidar el relato y a los actores. El corte, la dinámica vienen por añadidura”.

El debut –inhabitual, generoso– es un proyecto “trágicamente heredado”, un renunciamiento a su singularidad, incluso podría ser un trabajo de artesano hasta dar con la intención del autor de la idea original. Darín no podría ser más gráfico: “Es venir caminando por la calle y que te caiga un bebé de un cuarto piso; mirar para arriba y no ver ninguna ventana abierta. Yo me estoy cuidando mucho de poner todo de mí; es una medida de equilibrio. Estoy tratando de ser fiel a Eduardo Mignogna, a la novela que él escribió, a la primera versión del guión; recién después estoy tratando de ser fiel a mí mismo”. Recién después escucha su propio ruego interior, el que le dicta acentuar en la trama su vertiente de policial negro, contra la tendencia melancólica de la novela y las dos primeras versiones del guión, que recreaban una relación de amistad entre polos enfrentados ideológicamente. Cometió –admite– tal vez una imprudencia, pero al final comprobó que la fidelidad no está hecha de literalidad sino de entrega.

–Uno de los amigos es peronista –anticipa Darín–; el otro es antiperonista; sucede durante los últimos días de la vida de Evita. Uno es muy oficialista, el otro es un escéptico, descreído del funcionamiento político. Hay un caso policial muy fuerte que los trastrueca. Me podría haber conducido a un punto sin retorno. Pero llegué a un punto totalmente distinto al pensado por Mignogna, pero coincidente con su filosofía de vida, preservando el sentido de la amistad, lo que más le interesaba a Eduardo.

–¿Cómo influyó Fabián Bielinsky en La señal?

–Todos los que estamos abocados a la edición hemos mamado de la teta de Bielinsky. Estamos muy marcados por su ausencia y nos sorprendemos pensando si no será una traición a Mignogna. Pero a Eduardo le gustaba el cine de Bielinsky. ¿Habrá interferencia? Pero nadie dijo que no podemos imprimirle nuestra propia identidad. Eran dos tipos distintos en su forma de hacer cine y en su forma de ser, y sería muy poético imaginar que se pudieran encontrar a través de tres tipitos que llevan el proyecto hasta el final.

–¿Cómo encara el tramo final de la tarea de edición de la película?

–Estoy azorado de lo que se puede hacer, lograr, modificar. Es una sensación de mucho poder. Es peligroso. Como decía Fabián, el lema es vivir para aprender. Estoy en un nivel de experimentación que se me permite a mí a esta edad, y es una cosa atípica. No te suele ocurrir en la vida. El trabajo con el ego y la vanidad no hay que abandonarlo en el día a día, sobre todo para los actores. Todo eso es una gilada. Si te lo creés perdiste, fuiste.

Entonces, se descubre desprendido de prejuicio, a cargo de “una mirada totalizadora” que no le impuso mayores dificultades a la hora de desdoblarse como protagonista y director. Implacable como es en la autocrítica, detecta situaciones en las que no está absolutamente enfocado, sino “en trámite de tránsito”. Dice que no es de “llorar sobre la leche derramada”. Que “nadie daba dos guitas” por él editando, sentado “con el culo ahí diez horas por día”. En cambio, lo imaginaban dormido, “puteando”. “Pero estoy enfocado, quiero que me muestren todas las tomas una por una. A lo mejor el preciosismo de un armado estético, a juicio del editor, no tiene que ver con otra escena donde la actuación es más lograda. Ahí empezamos a negociar”, dice.

–¿Cómo sigue esa carrera detrás de la cámaras?

–Ahora sólo quiero una colchoneta inflable. Se te muere un familiar y te queda un sobrino a cargo. Y te dedicás a protegerlo, sin pensar qué va a pasar con otro sobrino. Esto es algo que apareció, y que se va.

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“Trato de ser fiel a Mignogna, a la novela que él escribió; recién después trato de ser fiel a mí mismo.”
 
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