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Martes, 18 de marzo de 2008

LITERATURA › ENTREVISTA A LA ESCRITORA MEXICANA GUADALUPE NETTEL

“La clave de nuestra belleza son las cosas que nos asustan”

La cuentista vino a presentar su libro Pétalos y otras historias incómodas, donde se evidencia la calidad literaria que la llevó a participar en 2007 de Bogotá 39, el ciclo que reunió a las jóvenes promesas latinoamericanas.

 Por Silvina Friera

En la mitología personal de cualquier rara precoz, que asume esa condición desde la infancia, abundan los compañeros de escuela que se burlan con una crueldad ilimitada de los defectos físicos o de aquello que no encaja dentro de los patrones de lo “normal”. La escritora mexicana Guadalupe Nettel, notable cuentista que participó el año pasado en Bogotá 39 (ver aparte), confiesa que siempre se sintió “un bicho raro”. Nació con una catarata en el ojo derecho y un lunar en la córnea que le impiden ver bien. “Se produjo en el vientre de mi madre y no se sabe si fue una autolesión o está relacionada con la enfermedad de los gatos, la toxoplasmosis”, cuenta la escritora, que estuvo en la Argentina presentando su último libro de cuentos: Pétalos y otras historias incómodas (Anagrama). “Me ponían un parche en el ojo derecho para que se desarrollara el otro, entonces veía como a través de un vidrio empañado. Eso hacía que me comportara extrañamente, y como enfocar me cuesta mucho y muevo la cabeza de una manera rara, los chicos de la escuela me preguntaban por qué miraba así, y de alguna manera eso fue alimentando la idea de que yo soy distinta”, señala Nettel en la entrevista con Página/12.

La escritora mexicana desgrana sus recuerdos con esa reticencia homeopática propia de los tímidos, pero a medida que tira del hilo de su vida demostrará por qué de haber nacido planta sería un helecho. Poco a poco, esa joven de ojazos verdes y mirada intensa se expande con gracia e ironía, pero nunca llega a ser abrazadora ni asfixiante como las enredaderas. “Una vez me operaron de ese ojo, y la noche anterior soñé que el médico sacaba un frijolito mexicano rojo con una tapita de marfil, y adentro tenía un pergamino minúsculo en hebreo con la explicación de lo que había pasado. Yo le pedía al doctor que por favor me dijera la verdad, pero él soplaba ese pergamino y mientras se lo llevaba el viento, el doctor me decía: ‘La verdad sólo puede saberla Dios’.” A esta rareza de nacimiento se agregó otra: la sensación de extranjería. “Mi madre empezó un doctorado en Aix en Provence (ciudad francesa que hizo famosa uno de sus hijos, el pintor Paul Cézanne) y nos llevó a mi hermano y a mí en 1985. Viví parte de mi adolescencia en esa ciudad, estábamos en un barrio marginal, con muchos árabes, en un momento en que Francia se estaba volviendo cada vez más xenófoba. Nosotros, como mexicanos, éramos muy exóticos y los árabes nos llamaban los ingleses. Me sentía extranjera por primera vez y esa experiencia me marcó mucho”, explica Nettel.

La hora del viaje

En 1992, la escritora ganó el premio Radio Francia Internacional en la categoría cuento para países no francófonos, y viajó a Africa. Después de esa experiencia africana, regresó a México con una certeza: trabajaría en el ámbito de los derechos humanos. “Africa me abrió los ojos a una realidad que había negado en mi país. La gente en México está desnutrida y uno hace como si no se diera cuenta”, admite la escritora. Se anotó en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) en la carrera de Filosofía, después se cambió a Letras, hasta que el levantamiento zapatista en 1994 la llevaría a involucrarse plenamente en la militancia. “Había en la universidad varias caravanas y yo participé desde la primera. Llevábamos ayuda humanitaria y conocimos a algunos guerrilleros. Después, con unas amigas, hicimos el proyecto de la Biblioteca de la Selva, abrimos la biblioteca, llevamos camiones de libros a la Selva Lacandona, armamos las estanterías y estuvimos en contacto con el mayor Mario y el Subcomandante Marcos”, repasa Nettel. “Afectivamente sigo cerca del zapatismo, pero no estoy en contacto con la gente que está trabajando allí, por muchas razones, entre otras porque el Subcomandante me mandó a la mierda.”

–¿Cómo fue eso?

–Me dieron una beca para escribir y el Subcomandante Marcos me dijo: “No puedes tener una beca del gobierno y estar aquí, con nosotros. ¿Qué quieres hacer de tu vida? ¿Quieres unirte al Ejército Zapatista o escribir?”. Si quería seguir con el trabajo de la biblioteca tenía que renunciar a la beca. Traté de convencerlo de que no era una contradicción, de que eran los impuestos de los mexicanos los que estaban pagando esa beca, no era dinero que recibía directamente del gobierno. La UNAM es una universidad pública, no depende del gobierno, sino del Estado.

–¿El hecho de sentirse un “bicho raro” la llevó a leer y a escribir tempranamente?

–Sí. En la primaria, estaba en una escuela activa en la que podía hacer lo que quería. Yo vivía escribiendo cuentos para vengarme de los niños de la escuela. Pasaban miles de cosas en Egipto y mis compañeros siempre sufrían calamidades (risas). Mi familia me metió en la cabeza que yo había venido a este mundo para escribir. Después, ya más en serio, a los quince años fui al primer taller literario. Era la primera vez que me enfrentaba al rigor de corregir un texto. El taller lo daba un escritor mexicano que ya murió, Rafael Ramírez Heredia, conocido como “el Rayo Macoy” por uno de sus personajes, un boxeador. Era muy escricto, de esos que te decía: “Este texto necesita de dos cortes: uno horizontal y otro vertical” (y con las manos en el aire, Nettel hace como si estuviera rompiendo un papel en dos pedazos). Después estuve tres años en el taller de Juan Villoro.

–Cuando publicó su primera novela, El huésped, dijo que “escribir una novela es como recibir un huésped que no avisa cuando habrá de irse”. ¿Y escribir cuentos?

–Escribir cuentos es como recibir una visita, pero más corta: no se queda varios días en la casa, toma un café o algo así y se va pronto. Para mí es mucho más placentero escribir cuentos porque me siento más tranquila: sé más o menos qué extensión va a tener, no me desbordo, rápidamente sé si voy a terminar la historia o si hay algo que la está obstaculizando. Escribir una novela es como lanzarse a una travesía transatlántica en un botecito, sin saber si vas a llegar a destino o no.

–Tanto en su novela como en varios de los cuentos hay observaciones minuciosas respecto del mundo animal y vegetal aplicadas a los personajes. ¿Por qué apela a estas comparaciones?

–No sé exactamente por qué, no sabría explicarlo, pero cuando era niña miraba a alguien y le preguntaba a mamá: “¿Verdad que ese señor tiene cara de pez?” (risas). Algunas plantas y animales tienen rasgos de personalidad muy marcados, que en los seres humanos están más disfrazados porque estamos llenos de códigos, la vestimenta, el peinado, el movimiento, el lenguaje. Cuando uno quiere enfatizar un rasgo de un personaje, la comparación con las plantas o los animales me parece una buena manera de hacerlo.

–En su narrativa se percibe una matriz: el miedo. ¿Cómo explicaría esta obsesión?

–Uno no puede estar negando las cosas que nos incomodan y nos molestan porque simplemente no estamos siendo enteros. Si queremos integridad, en el sentido de integrarnos, tenemos que mirar lo que más nos asusta de nosotros mismos. En el caso de la sociedad mexicana eran los indígenas y las condiciones de miseria en las que vivían, y de la que todos éramos responsables, porque las estábamos permitiendo. No querer mirar eso era negar una parte de nuestra identidad. El huésped sigue toda esa intuición: hay que buscar en nuestras profundidades cuáles son esas cosas que nos asustan y no queremos asumir. Si logramos verlas, encontraremos la clave de nuestra verdadera belleza, que es lo que insinúo en Pétalos.... La clave de nuestra verdadera belleza, eso que nos hace únicos e irrepetibles, son esas cosas que nos asustan. Por costumbre, creemos que la belleza está relacionada con ciertos tipos de medidas, de rostros, de cánones muy cuadrados, y justamente me parece que es lo contrario. La belleza en el arte la reconocemos en eso que es irrepetible, que incomoda, que nos toca afectiva o estéticamente.

La vida de las plantas

El cuento “Bonsai” –donde aparecen algunos de los personajes del escritor japonés Haruki Murakami, como la inolvidable Midori de Tokio Blues–, incluido en Pétalos..., fue una bisagra en la vida de Nettel. “Llevaba un año sin escribir nada, estaba en París haciendo la tesis de doctorado sobre la poesía y la obra de Octavio Paz y no me gustaba mi lenguaje académico, estaba harta, pero me sentía muy coartada porque tenía una responsabilidad”, recuerda la escritora. “Estaba leyendo un libro de Allen Ginsberg en donde él habla por primera vez con su psicoanalista y le dice que es homosexual, que quiere dejar su trabajo en la publicidad y que quiere dejar a su esposa para irse con Peter Orlowski. El psicoanalista le pregunta: ‘¿Por qué no lo hace?’. Entonces decidí mandar todo a la mierda, me senté a escribir y así surgió ‘Bonsai’, sobre estas personas contraídas que no están viviendo conforme a sus naturalezas”.

–Uno de los personajes de “Bonsai” dice que los cactus son los outsiders del invernadero y admite que si hubiera nacido planta, pertenecería a ese género. ¿Qué planta sería usted?

–Siempre me sentí outsider, pero creo que soy más parecida a un helecho, porque son expansivos, como las enredaderas, pero no te abrazan ni te asfixian, sino que mantienen cierta distancia. Se expanden, pero no crecen hacia arriba sino hacia abajo, y yo tengo algunas tendencias pesimistas y siento que me expando hacia las profundidades (risas).

–En sus cuentos hay, por momentos, un tono muy irónico. ¿Qué busca en la ironía?

–La ironía es imprescindible, me divierte muchísimo. La gente me pregunta: “¿Sufriste cuando escribiste El huésped?”. No, la verdad es que me moría de risa con las cosas siniestras que escribía, con el autoescarnio que tiene todo lo que escribo. La ironía es una forma risueña de liberarse. Me encanta el humor en la literatura; admiro a la gente que logra arrancar carcajadas con un texto.

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Nettel reconoce que su experiencia en la Selva Lacandona terminó cuando “el Subcomandante Marcos me mandó a la mierda”.
 
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