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Viernes, 17 de julio de 2009

CINE › HACE MUCHO QUE TE QUIERO, DE PHILIPPE CLAUDEL, CON KRISTIN SCOTT-THOMAS

Salir de un desierto para ingresar en otros

 Por Horacio Bernades

6

HACE MUCHO QUE TE QUIERO
(Il y a longtemps que je t’aime, Francia, 2008)

Dirección y guión: Philippe Claudel.
Intérpretes: Kristin Scott-Thomas, Elsa Zylberstein, Serge Hazanavicius, Laurent Grévill y Frédéric Pierrot.

La salida de la cárcel tras una larga condena, con las consecuentes dificultades de reintegración personal, familiar y social, son tópicos que el cine estadounidense supo tratar con frecuencia, en dramas policiales sobre todo. Al abordar la cuestión, en Hace mucho que te quiero el cine francés practica una sustancial variación en términos de género, dicho esto en ambos sentidos de la palabra. No se trata de un policial y no se trata de un hombre. Quince años después de haber cometido uno de esos crímenes que violan los tabúes de la especie, una mujer sale de prisión. Parece salir de un desierto, pero sólo para ingresar en otros: el familiar, el amoroso, el de los afectos y relaciones sociales.

Opera prima de Philippe Claudel, novelista bastante reconocido en su país, Hace mucho que te quiero luce tan desprovista de maquillaje como Kristin Scott-Thomas en el papel protagónico. Si se escarba un poco, sin embargo, detrás del aparente despojamiento se advertirá algún afeite, tanto en la película como en su actriz protagónica.

“En quince años no fueron a visitarme ni una sola vez”, le reprocha Juliette Fontaine (Scott-Thomas) a su hermana Léa (Elsa Zylberstein), refiriéndose a toda la parentela y quebrando por un instante su persistente silencio. Por más démaquillé que se la vea, no es fácil imaginar en una cárcel durante tres lustros a la actriz de El paciente inglés y Gosford Park, con su aspecto elegantísimo, sus ojos color mar y sus modales aristocráticos. La convención exige hacerlo.

El silencio que guarda Juliette impone, también para el espectador, una ignorancia de hechos y motivaciones. Los primeros son provistos en dosis homeopáticas, a través de diálogos con quienes la rodean. Un comentario referido a la cárcel, hecho por una de las dos hijas vietnamitas de Léa, enervará a Juliette. En algún otro momento, el marido de Léa retará a su esposa porque dejó a las niñas al cuidado de su hermana, que resulta haber estado en prisión por la muerte de su hijo de seis años. Ya se ocupará el guión de darle motivación a esa muerte, derramando piedad donde parecía anidar la monstruosidad y justificando al personaje, a ojos del espectador.

“Nunca se conoce a nadie del todo”, comenta Juliette, poniendo en una línea de diálogo la idea central de la película. Línea que explica no sólo su conducta, sino también la decisión que toma, in extremis, el policía que vigila su libertad condicional. Y que, amable y hesitante como sólo un agente de escritorio puede serlo, resultará uno de los dos pretendientes de la bella ex reclusa. El otro es un profesor de literatura, admirador de Jean Giono. Si entre Juliette y Léa circula una latencia hecha de lealtades fraternas y mutuos resquemores, una escena culminante permitirá, a la manera de Hollywood, que la que guardó obstinado silencio lo saque todo afuera. Se confirma allí la opción del realizador por sugerir primero y explicitar después, sirviéndole a la actriz en esa escena el maquillaje dramático que hasta entonces parecía vedado. Por más que en un diálogo casual se aluda ponderativamente a Eric Rohmer, esa clase deexplicitaciones, convenciones y triquiñuelas no hace honor al austero realizador de Cuento de otoño.

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