Miércoles, 15 de agosto de 2012 | Hoy
CINE › EL DIRECTOR POLACO LECH MAJEWSKI EXPLICA LA GéNESIS DE SU FILM EL MOLINO Y LA CRUZ
Basado en el óleo El camino al calvario, la representación del Via Crucis de Cristo en la ocupación española de Flandes a mediados del siglo XVI, realizada por Pieter Brueghel el Viejo, Majewski apela a “las lecturas entrelíneas”.
Por Ezequiel Boetti
La somera aproximación a una película a través de su sinopsis muchas veces invita a presuponer la particularidad de su forma. Bastará leer que El molino y la cruz está basada en un libro que analiza iconográficamente el óleo El camino al calvario, la representación del Via Crucis de Cristo en la ocupación española de Flandes a mediados del siglo XVI, realizada por Pieter Brueghel el Viejo, para saber que el film que se verá desde mañana en la cartelera porteña es al menos anómalo. “Esa pintura me eligió a mí”, se justificó el cineasta, compositor de ópera, artista plástico, escritor y fotógrafo polaco Lech Majewski durante la presentación del film en el último festival de Pantalla Pinamar, en marzo de este año. “Cuando hago una película me gusta utilizar el lenguaje simbólico para apelar a las lecturas entrelíneas, pero también soy consciente de que no todo el mundo lo va a interpretar como yo pretendo. Ahora estamos acostumbrados a lo explícito, a lo dado, en cambio a mí me gusta ‘esconder’, como también hacía Brueghel con sus personajes principales”, opinó.
Esa comparación tiene su justificación en la escena retratada por el holandés: medio millar de personas, entre soldados españoles, aldeanos y personajes bíblicos, Jesús y la Virgen María incluidos, todos apresados por el fragor de una situación aparentemente caótica, se apretujan en un óleo de apenas 1,25 metro por 1,70. “Cuando leí el ensayo iconográfico del crítico de arte norteamericano Michael Gibson, inmediatamente me fasciné y sentí que quería hacer esta película. Obviamente, cuando le conté la idea me dijo que estaba loco”, reconoció el polifacético Majewski, que aquí también se encargó de la fotografía, la producción, el guión y la música. Gibson tenía motivos para burlarse. Más aún cuando el polaco nunca pensó en un documental donde el narrador llevara de las narices al espectador, al estilo Rembrandt’s j’accuse (ver recuadro), sino en una ficción. La pregunta era de cajón: ¿cómo ficcionalizar un cuadro? La respuesta, al menos en los papeles, era clara: tomando una veintena de los más de quinientos retratados –entre ellos al mismo Brueghel (Rutger Hauger: sí, el mismo Blade Runner), Jesús y a la Virgen María (Charlotte Rampling)– para analizar el contexto socio-político de aquellos años y, a partir de allí, construir una narración casi sin diálogos y amalgamando escenas rodadas en locaciones reales con otras en las que el cuadro sirva de marco geográfico.
Las dificultades llegaron cuando Majewski quiso pasar del papel a la acción. De hecho tardó cuatro años en concretar ese pasaje. El primero de ellos estuvo enteramente dedicado a la preparación general de la película y la confección de los trajes. “Hicimos cien muestras de telas y hacíamos movimientos frente a las cámaras para ver cómo se comportaban, y a partir de ahí empecé a tomar decisiones”, recordó. Pero ahí empezaron los verdaderos problemas. Según él, la tecnología textil actual aún no dio con colores que mantengan una fidelidad absoluta con aquellos que el holandés lograba manualmente quinientos años atrás. “En ese momento se hacían manualmente y con productos orgánicos, entonces montamos una pequeña fábrica para producir pinturas con cebollas o remolachas, y ahí sí pudimos lograr esos colores. Después contratamos cuarenta costureras para que hicieran los trajes a mano.”
El molino y la cruz lentamente tomaba forma. Sin embargo, aún faltaba el trabajo más arduo, el de distribuir a los actores para lograr una puesta en escena similar a la del óleo. Los conejillos de Indias fueron 120 estudiantes de secundario. “Fue un auténtico desastre porque no se parecía a Brueghel sino a un telefilm: no importaba cómo pusiera la cámara, siempre se veían los primeros veinte y el resto desaparecía.” La respuesta llegaría después de varios meses de análisis. “Brueghel produjo un paisaje basado en siete perspectivas que eran a su vez contradictorias entre sí: desde arriba, abajo, derecha, izquierda, todas al mismo tiempo. En matemática eso se piensa como un espacio roto. Yo tenía que romper las perspectivas y buscar esos paisajes en la naturaleza, así que trabajé en la pintura extendiéndola, agregando nubes o árboles. Por ejemplo, en la esquina izquierda se ve sólo un cuarto de árbol, entonces ahí lo pinté todo”, recordó. Finalmente era el tiempo del rodaje. “Filmamos a los actores con la pantalla azul de fondo y, en posproducción, agregamos capas y capas de distintos espacios. Estuvimos dos años y medio en posproducción. Mientras caminaba y veía a todos trabajando, me sentía un abad viendo cómo los monjes trabajaban en el taller del monasterio”, bromeó Majewski antes de hablar a solas con Página/12.
–¿En qué momento se le ocurrió la idea de “filmar” esa pintura?
–Cuando era adolescente pasaba horas mirando las obras de Brueghel en el Museo de Viena y una de las cosas más llamativas era que sus principales personajes estaban escondidos. En Paisaje con la caída de Icaro no se lo ve a Icaro. Otros pintores lo ubican en un primer plano muy dramático, pero aquí todo transcurre con una absoluta serenidad: el pastor con las ovejas, el pescador en el agua, el campesino arando la tierra. Y sólo por el tema uno empieza a buscar detalles y ve una pierna que sale del agua y otra sumergiéndose. Entonces uno se pregunta por qué no describe el drama, por qué lo oculta. Y comienzan a surgir las respuestas y se percibe que no todo el mundo nota cuando los eventos importantes ocurren, porque muchos no ven más allá de sus narices.
–¿Su gusto por el lenguaje simbólico se relaciona con su faceta de artista plástico y escritor?
–Sí, totalmente. Esa forma es la más interesante del lenguaje. Por ejemplo, hay una pintura del museo de Washington con una mujer leyendo una carta, pero en realidad no se ve casi nada porque está de espaldas. Lo que ve el espectador, en cambio, es una pintura enfrente de esa mujer que muestra el mar en medio de una tormenta. Entonces uno puede imaginarse desde dónde viene esa carta y sabemos que la tormenta y el dolor están en ella. Se puede manejar mucho ese tipo de lenguaje incluso sin necesidad de hablar.
–En la película se habla de la posibilidad de detener el tiempo a través de la pintura. ¿Comparte esa afirmación?
–Sí, totalmente. Las pinturas son eso, un instante detenido. En ese momento es cuando el artista más se acerca a Dios. Botticelli pintaba a una mujer de la que estaba enamorado y con la que no podía tener nada porque era la esposa de uno de los Medici y ella hoy está presente, sin envejecer y con el público aún admirándola. Ellos se expresaban y sus ideas quedaron plasmadas a través del tiempo.
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