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Jueves, 11 de abril de 2013

CINE › PROFESOR LAZHAR, DEL CANADIENSE PHILIPPE FALARDEAU

La sociedad de los docentes muertos

La mayor virtud de este film canadiense consiste en atreverse a poner en cuestión las bases mismas de la educación y de la corrección política, mostrando hasta qué punto ese sistema de normas se basa en el disimulo y el barrer debajo de la alfombra.

 Por Horacio Bernades

“Los pronombres personales no existen más, así se los llamaba antes”, corrige de modo terminante una de sus alumnas al profesor Lazhar. Tras quedar algo atónito por la noticia, y advirtiéndose en terreno fangoso, el docente opta por cambiar de tema. Un poco como surgido de la nada, este hombre gentil, algo atribulado y lunar, acaba de tomar a su cargo un curso que era como un hierro caliente. Es muy sencilla la razón de la falta de candidatos al puesto: la docente titular se suicidó. Y no precisamente de un modo delicado. Se colgó de una viga, en la propia aula. Emigrante argelino que esconde bien hondo un secreto íntimo y político, Bachir Lazhar parece demasiado necesitado de empleo como para andar con esa clase de miramientos. Ya se ocupará la institución educativa de Montreal a la que ha venido a prestar servicio de hacerle sentir su condición de extranjero. Eso, dicho en más de un sentido.

Por más que la Srta. Martine se haya suicidado a la vista de todos, nadie parece querer hablar de ello. No los docentes ni las autoridades, al menos. En los alumnos la necesidad de elaborar el duelo parecería surgir, no tan paradójicamente, de modo más natural. Uno de los chicos le pinta a la seño, en una foto, unas alas de ángel. Otro habla del suicidio de su abuelo chileno, en tiempos del golpe de Pinochet. La de más allá se pregunta, en una “composición-tema: la violencia”, si eso de colgarse en el aula no habrá sido una forma encubierta de violencia escolar. Lazhar piensa lo mismo, lo obvio. Cuando lo hace en voz alta, en un par de reuniones de docentes, los demás se quedan mirando sin entender, como si hablara en árabe. Incluida la rectora, de política bastante clara: “No quiero problemas”, es su lema.

Por lo visto, elaborar en clase lo que pasó con la seño sería un problema. Para ese problema específico, el muy regimentado sistema escolar canadiense dispone de una solución específica: la psicóloga institucional. A clase se va a estudiar, y punto, parecería el principio rector de este colegio, en el que las normas de la corrección política se cumplen a rajatabla. Tan a rajatabla como en una dictadura. Que es a lo que en el fondo se parece –como toda norma hecha para cumplirse sin cuestionamientos– ese dogma político y cultural. Basada en una obra de teatro, un primer mérito del film escrito y dirigido por Philippe Falardeau es, sin duda, el de una puesta en escena que fluye sin rastros de tablas, sin oposiciones esquemáticas, sin escenas “de bravura”. Un segundo mérito, nada menor por cierto: darles a todos sus razones. Incluso a quienes pueden estar equivocándose y hasta a los que abrieron una herida difícil de cicatrizar, como la Srta. Martine.

Pero la mayor virtud de este film canadiense consiste en atreverse a lo que los representantes del sistema educativo no: a poner en cuestión. Poner en cuestión las bases mismas de la corrección política, mostrando hasta qué punto ese sistema de normas de etiqueta política y cultural se basa en la evitación, el disimulo, el barrer debajo de la alfombra. Poner en cuestión, también, en qué consiste educar. De formación algo más que heterodoxa, Lazhar, ese distinto, se quedó en los ’50 o ’60. No sólo por estar en contra de una disposición grupal, menos vertical, del espacio educativo. También por pretender que estos chicos de doce años entiendan la lengua de Balzac y, peor aún, por aplicar algún que otro chirlo, seguramente más admisible en su cultura de origen.

Sin embargo, Lazhar da todo de sí. Está convencido de que hay que cuidar la lengua y, mejor aún, pone en el centro del sistema educativo las necesidades de los alumnos. Y no las del propio sistema educativo, como prefieren hacer la mayor parte de sus pares y superiores. Interpretado de modo casi chapliniano por el argelino Mohamed Fellag, este refugiado político secreto terminará comprobando en carne propia que, frente a lo distinto, lo que se sale de la norma, un sistema “democrático” puede comportarse como la versión educada de una dictadura sangrienta. Algo que Profesor Lazhar tiene el buen gusto de no explicitar sino apenas sugerir, en medio del mar de preguntas que plantea al espectador.

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Profesor Lazhar plantea, como quien no quiere la cosa, un mar de preguntas al espectador.
 
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