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Jueves, 20 de julio de 2006

CINE › “LA COMEDIA DEL PODER”

Virtudes públicas y vicios privados

 Por L. M.

8

LA COMEDIA DEL PODER
(L’Ivresse du pouvoir) Francia, 2006

Dirección: Claude Chabrol.

Guión: Chabrol y Odille Barski.

Fotografía: Eduardo Serra.

Música: Matthieu Chabrol.

Intérpretes: Isabelle Huppert, François Berléand, Patrick Bruel, Robin Renucci, Maryline Canto, Thomas Chabrol.

Cuando uno tiene poder en sus manos, ¿en qué clase de ser humano se convierte? Esta pregunta simple, inquietante, parece presidir La comedia del poder, el film más explícitamente político (y más declaradamente feminista) de Claude Chabrol desde La ceremonia, diez años atrás. Una vez más protagonizada por ese hielo ardiente que es Isabelle Hu-ppert (en el que puede considerarse uno de los dúos más emblemáticos de la historia del cine), la nueva película de Chabrol vuelve a abrevar en las fuentes más consecuentes de su cine: las relaciones de clase, las formas rituales de la burguesía, la ambición como motor social y la mediocridad humana como horizonte insondable. Pero hay algunas diferencias, se diría, en este nuevo Chabrol: una extraña confianza a pesar de la derrota, una cierta nobleza en su protagonista, y la certeza tácita pero firme de que hay algunas batallas que vale la pena dar, al margen de los resultados.

Esa intoxicación, esa borrachera del poder de la que habla el título original del film es muy clara desde la primera escena, cuando se ve al omnímodo presidente de una corporación intereuropea (François Berléand) dar múltiples órdenes e instrucciones a su ejército de secretarias, mientras se dirige hacia la salida de la empresa. Pero basta con que trasponga las puertas para que una comisión policial lo arreste sin miramientos. Evocando el comienzo de El hombre equivocado, de su admirado Hitchcock (una influencia determinante desde su primera juventud), pero sin la angustia del film del maestro, sino con un tono burlón cada vez más corrosivo, Chabrol va desnudando al personaje de todos sus atributos, hasta que en el momento antes de ingresar a la celda es obligado a despojarse de su último distintivo de poder, la ropa. Y en el instante en que el poderoso en desgracia se baja los pantalones, el film corta directo a negro y aparece el cartel que informa: “Dirigido por Claude Chabrol”. Eso es La comedia del poder: una imprecación, una burla, pero también un acto de civismo por parte del autor de La flor del mal.

Inspirado en un caso real de corrupción que hasta hace poco todavía conmocionaba a Francia, el film sin embargo elige apartarse de hechos y personajes concretos, elude el camino fácil y repetido de la denuncia, para profundizar en cambio en los mecanismos del poder en sus distintas esferas: política, económica, judicial, pero también personal. “Tengo la impresión de estar en un sueño”, declara la protagonista, una nueva variante de la clásica heroína chabroliana, mezcla de femme fatale (sus guantes rojos parecen manos empapadas en sangre) y vengadora secreta. Es ella quien ordena la captura y el procesamiento del CEO de la corporación, por malversación de fondos y corrupción de funcionarios públicos: la jueza de instrucción Charmant-Killman, o sea –siguiendo una traducción literal– una encantadora matadora de hombres, a cargo por supuesto de Mme. Huppert.

También conocida como “la piraña”, la jueza está decidida a comerse de un bocado no sólo al presidente de la compañía, sino también a todo su consejo directivo, que no se queda quieto, por cierto. Desde presiones, amenazas e intentos de soborno, todo lo intentan para frenar la investigación, pero es inútil. La señora jueza está dispuesta a llegar hasta las últimas consecuencias, aunque por ello tenga que pagar las consecuencias. De lo que quizá Charmant-Killman no se da cuenta es de que, en su escalada, ella también comienza a embriagarse de poder.

La confusión entre responsabilidad cívica y vida familiar, la contaminación de esferas que finalmente termina poniendo en crisis el matrimonio de Charmant-Killman, es también un aspecto de La comedia del poder que Chabrol maneja con su solvencia de siempre. La dualidad vicios privados-virtudes públicas es una constante de toda su obra y reaparece una vez más aquí, con un tratamiento entre sombrío e irónico. “No me interesa la imagen de la justicia, me interesa la justicia”, dice la jueza cuando sus superiores, campeones de la hipocresía y las buenas maneras, también se inquietan por los alcances de su investigación. Pero el film de Chabrol no quiere dar falsas esperanzas ni finales heroicos: como buen pesimista, el suyo es, en todo caso, un llamado a la rebelión. Como esa maldición que pronuncia en la toma final la señora jueza, con toda la ferocidad y la rabia contenida de la que es capaz Isabelle Huppert.

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Los guantes rojos de Madame Huppert parecen sus manos empapadas en sangre.
 
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