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Jueves, 22 de mayo de 2014

CINE › UNA PELICULA QUE CONFIRMA EL CRECIMIENTO DE SU DIRECTORA

La desintegración en proceso

Leonardo Sbaraglia y Celeste Cid se lucen en el largometraje de Berneri que va haciendo del conflicto de la pareja protagónica parte de un continuo indiscernible. No importa cómo se resuelve, sino que surge, se desarrolla y crece, hasta la propia violencia física.

 Por Horacio Bernades

Para “entrar” en Aire libre se requiere un esfuerzo de disociación, para identificarse con gente cuyo mayor problema parece ser mudarse de una casa preciosa a otra que, una vez que la diseñen a su pleno gusto, hasta en sus más mínimos detalles, promete ser más preciosa todavía. Es que Lucía es arquitecta y Manuel, ingeniero civil. Por lo cual, saben perfectamente lo que quieren y hasta dónde les da el bolsillo. Y el bolsillo les da, por lo cual aquel espectador a quien le cueste llegar a fin de mes, o viva privándose de minucias que necesita o desea, no se le hará fácil meterse en la piel de este matrimonio de clase media-alta, que los fines de semana se reúne a tomar whisky con amigos, en una casa a orillas del Delta. Es a partir del momento en que la relación de pareja empieza a crujir que sus asuntos pasan a ser más compartibles, por universales. Allí queda claro que su mayor problema no era mudarse de una casa preciosa a otra más preciosa aún.

En su ópera prima, Un año sin amor (2005), Anahí Berneri (Martínez, 1975) ingresaba en un mundo, el del sexo gay-heavy de la cultura leather, que le era ajeno. Podría pensarse que –a diferencia de Por tu culpa, 2010, proyección de experiencias y fantasías muy personales– en Aire libre hace algo semejante, asomándose esta vez a un planeta de gente que dejó muy atrás las urgencias económicas. Como en ambos casos se trata de viajes de ingreso, los dos films recorren, en el terreno de la puesta en escena, un camino que va de cierto distanciamiento a una forma de empatía, ya sea con el escritor portador de HIV de la primera o, en este caso, con la pareja que conforman Lucía (Celeste Cid) y Manuel (Leonardo Sbaraglia). Hay un desencuentro en la cama, una discusión por un modelo de canilla para la cocina, una desafortunada visita a un famoso hotel alojamiento junto a la Panamericana, donde Manuel prácticamente viola a Lucía y se va. Es difícil precisar en cuál de esos momentos la relación entre ambos empieza a desintegrarse, por la sencilla razón de que esa desintegración es un proceso, que algún espectador advertirá en algún momento y otro algo más tarde. Esto tiene una razón: es notable, y sumamente infrecuente, el modo en que Berneri –que escribió el guión junto a Javier van de Couter, con asesoría de Sergio Wolf– va haciendo del conflicto de la pareja protagónica parte de un continuo indiscernible, una corriente subterránea de la que, de modo casi inadvertido, van surgiendo signos, indicios, tenues alarmas. Lucía y Manuel no se separan, entendiendo esto como un corte marcado, un momento preciso, una decisión de uno o de ambos, una serie de discusiones sobre el tema. Se van separando, como llevados por los hechos y sin que ellos mismos lo decidan o perciban.

Como la casa nueva la están haciendo y eso lleva tiempo, como de la anterior se mudaron, Lucía y Manuel “se ven obligados” a vivir en las casas de sus respectivas madres. A la de Lucía la encarna, en el que si la memoria no falla es su debut cinematográfico, Fabi Cantilo. Que hace no sólo de mamá de Celeste Cid sino de abuela, porque Lucía y Manuel tienen un hijo de unos siete u ocho años, Santi (impecable debut de Maximiliano Silva). A la de Manuel la encarna Marilú Marini, que hace de abuela bián. Lucía se instala en lo de mamá, Manuel va y viene en moto, a una velocidad que acrecienta la sensación de huida. Del mismo modo elíptico en que va profundizando, con gran cuidado y dosificación, la grieta que se abre entre ambos, Berneri insinúa sendas posibles aventuras extraconyugales. De Lucía, con un músico, compañero de banda de su hermano menor. De Manuel, con la mujer de un albañil accidentado (Lorena Vega).

La película termina in media res, a lo Cassavetes, dejando toda posible resolución del conflicto en estado de suspensión. No importa cómo se resuelva. Lo que importa es que surge, se desarrolla y crece, hasta la propia violencia física. El de Berneri es, desde Un año sin amor en adelante, un crecimiento sostenido en cuanto al manejo de la forma cinematográfica. Aire libre es, en ese terreno, su película más consumada. No sólo por su pulimento, del que es tan responsable el notable director de fotografía Hugo Colace (que entre muchísimas otras iluminó El lado oscuro del amor, La ciénaga e Historias mínimas), que llena el cuadro de brumas y semioscuridad (y, en una escena en una disco, de puro neón), como la montajista Eliane Katz y el sonidista Catriel Vildosola, que dan cuerpo a cada corte preciso y cada pequeño sonido.

Si Aire libre es una película formalmente consumada, se debe a su justísima puesta de cámara (que tiende a privilegiar la distancia media que el plano americano facilita), la exacta duración de cada plano, la precisión de cada encuadre, el dominio de las elipsis narrativas y, sobre todo, un ritmo pausado pero indeclinable, con un “aire” narrativo que hace honor al título. Desde ya que Leonardo Sbaraglia y Celeste Cid están inmejorables. En el caso de él, no es novedad. En el de ella, tal vez algún prejuicioso se sorprenda. Será alguien que no haya seguido su carrera, desde Resistiré en adelante.

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Aire libre, una película consumada, con grandes actuaciones.
 
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