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Martes, 24 de febrero de 2015

CINE › BIRDMAN FUE LA GRAN GANADORA DE LA NOCHE DEL OSCAR

En Hollywood siguen premiándose a sí mismos

La película dirigida por el mexicano Alejandro González Iñárritu, con la colaboración de dos argentinos en el guión, recibió cuatro premios principales. Julianne Moore y Eddie Redmayne (como Stephen Hawking) fueron mejor actriz y actor de la noche.

 Por Luciano Monteagudo

Hollywood no puede con su genio. Cada vez que tiene la oportunidad, se sigue celebrando a sí mismo. Si en el 2012 los premios para El artista habían dejado de manifiesto que la nostalgia por los años dorados de la Meca del Cine todavía eran un modo de reivindicar la supuesta inocencia del cine, y en 2013 las estatuillas para Argo encomiaban la condición incluso heroica de Hollywood, capaz de participar de una operación encubierta contra el archienemigo iraní, ahora los grandes premios de la noche del domingo para Birdman dejan en claro que la autocompasión también paga en los alrededores de Sunset Boulevard. ¿Qué es la película de Alejandro González Iñárritu sino la ininterrumpida súplica de reconocimiento de un actor que supo ser y ya no es la figura popular que alguna vez encumbró Hollywood? Sin duda, más de un académico se habrá sentido identificado con el personaje que encarna Michael Keaton, esa figura que alcanzó una inmensa popularidad detrás de un disfraz de hombre-pájaro pero que no puede irse de esta vida sin demostrar que también es capaz de desnudarse frente al público y mostrar, aunque sea lo último que haga, su calidad de actor. Aquello por lo que vale la pena vivir y morir.

La única rival de la noche de Birdman parecía Boyhood. Y las dos películas trabajan sobre dispositivos extremos. Si el film de Richard Linklater –que finalmente debió conformarse apenas con el Oscar a la mejor actriz de reparto para Patricia Arquette– fue rodado a lo largo de doce años consecutivos, el del mexicano González Iñárritu, por el contrario, se entusiasma con la concentración temporal, con una suerte de fluir de la conciencia de su protagonista, resuelta a la manera de un falso plano secuencia, sin cortes, de casi dos horas de duración. Se diría que aquello que finalmente terminaron votando los casi 6300 socios de la Academia de Hollywood –mejor película, dirección, fotografía y guión (donde participaron dos argentinos, Armando Bo Jr. y Nicolás Giacobone)– no fue tanto la proeza técnica, verdaderamente llamativa, sino su resultado. Mientras Boyhood, en su delicado transcurso del tiempo, se presenta como un trozo de la vida misma, con todas sus prosaicas mesetas, Birdman en cambio aspira a magnificar la vida, a hacer de esos cuatro intensos días que parecen apenas uno, una suerte de cumbre, de pedestal desde el cual el protagonista se termina lanzando –en un figurado vuelo poético– hacia la redención y la posteridad.

Esa ambición desmesurada es la que siempre ha movido al cine de Alejandro González Iñárritu, desde la época en que con la ayuda del guionista Guillermo Arriaga jugaba con la circularidad trascendente del tiempo –en Amores perros, 21 gramos y Babel– hasta que con Bo y Giacobone (ver aparte) en el libreto se internó en el infinito martirologio de Biútiful. En Birdman, ya no pretende sumergirse en semejantes abismos, pero igualmente subsiste esa idea tan cristiana de santificación a través del sufrimiento.

Hay un hecho que, a partir de su consagración como guionista, director y productor, no puede soslayarse. Y es la de la consolidación de un grupo de mexicanos en lo más alto y selecto de Hollywood. El propio González Iñárritu lo reconoció cuando en su último discurso de agradecimiento mencionó a sus colegas Guillermo del Toro y Alfonso Cuarón. El año pasado, Cuarón también ganó como mejor director (por Gravedad), una película que además le valió el Oscar a la mejor fotografía para otro mexicano, el virtuoso Emmanuel Lubezki, que el domingo volvió a hacer doblete con una segunda estatuilla por su tour de force en Birdman.

Cuando parecía que la excitación le ganaba la partida y se le atropellaban las palabras (el propio Lubezki tuvo que soplarle que le agradeciera a su esposa, que sonrió incómoda en la platea), AGI se acordó no sólo de sus famosos colegas, sino también de los mexicanos de a pie, a quienes les consagró unas palabras. “Quiero dedicar este premio a mis compatriotas mexicanos, a aquellos que viven en México. Ruego que podamos encontrar y construir un gobierno que nos merezcamos”, afirmó. Para luego acordarse de los muchísimos inmigrantes mexicanos que viven en los Estados Unidos: “Ruego para que sean tratados con la misma dignidad y respeto que sus ancestros y que contribuyeron a construir este increíble país de inmigrantes”.

Fue un velado matiz político en una ceremonia que –más allá de su insoportable monotonía del ser (ver aparte)– incluyó palabras políticamente más fuertes. Laura Poitras, ganadora del Oscar al mejor documental por Citizen Four (el nom de guerre con el que se conocía al estadounidense Edward Snowden, que reveló al mundo el espionaje al que sistemáticamente estamos todos sometidos), dijo no bien estuvo frente al micrófono que la película buscaba exponer “no sólo la amenaza contra la privacidad, sino también contra la democracia misma”. Y los ganadores del Oscar a la mejor canción, “Glory”, compuesta por Common y John Legend para la película Selma, hablaron de cómo la discriminación racial que denuncia el film no es cosa solamente del pasado, en un país cuya población carcelaria sigue siendo mayoritariamente negra, producto de la pobreza y el abandono.

Así como Hollywood, siempre que puede, se mira el ombligo, también es un clásico de las ceremonias de la Academia premiar a aquellos actores y actrices que encarnan las enfermedades y disfuncionalidades más diversas. No hace falta apelar al archivo para recordar que las discapacidades de todo tipo y calibre suelen ser un trampolín al premio, desde Dustin Hoffman en Rain Man hasta Tom Hanks en Forrest Gump, pasando por Daniel Day Lewis en Mi pie izquierdo. El domingo fue el turno de Eddie Redmayne por su interpretación del científico Stephen Hawking (en La teoría del todo), que desde su juventud sufre de una enfermedad neuronal degenerativa llamada esclerosis lateral amiotrófica, y de Julianne Moore (en Siempre Alice), que compone a una mujer consciente de estar internándose en las primeras sombras del Alzheimer.

Lucha, abnegación, sacrificio, perseverancia y triunfo sobre la adversidad suelen ser constantes morales que premia la Academia, además del histrionismo de sus intérpretes. Y en este sentido, la 87ª ceremonia no fue la excepción. Por qué habría de haberlas, en una premiación en la que la ausencia de sorpresas fue el denominador común de la noche.

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González Iñárritu en su mejor momento para la industria.
Imagen: AFP
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