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Viernes, 26 de junio de 2015

CINE › AL OESTE DEL FIN DEL MUNDO

Viejo teatro argentino

 Por Horacio Bernades

En La novia polaca (1998), un granjero solitario daba refugio, al borde de las pasturas holandesas, a una mujer de aquel origen, que buscaba ponerse a resguardo de los tratantes que la habían explotado. En la coproducción brasileño-argentina Al oeste del fin del mundo no hay tráfico humano ni nada semejante, pero la situación básica se parece mucho. No se trata ya de los Países Bajos, sino de la Mendoza más árida, con la cordillera por marco, ni de un granjero, sino del dueño de una estación de servicio, tan poco amigable como aquél. La mujer brasileña que anda por allí de paso, intentando llegar a Santiago, no consigue que nadie la lleve a dedo, por lo cual se irá quedando como sin querer. Cuando quieran enterarse, ella le estará cocinando y él habrá dejado de echarla. Como sostenían las abuelas en tiempos jurásicos, en Al oeste del fin del mundo al hombre se lo conquista por el estómago.

Protagonizada por el actor uruguayo César Troncoso (el más conocido de su país, gracias a películas como El baño del Papa y Norberto apenas tarde) y la nativa de Rio Grande do Sul Fernanda Moro, el desarrollo de Al oeste del fin del mundo es como el de Las acacias, bajando del camión a un parador rutero. De modo más acusado que el protagonista de aquélla, el personaje masculino pasará de la parquedad más hermética al enternecimiento, del abroquelamiento al confesionalismo, del puro presente al pasado que vuelve. Su huésped ocasional hace un recorrido semejante. Que ambos huyan de traumáticas relaciones paterno-filiales hace de su relación más un juego de espejos que un encuentro con el otro. Leo huye sin moverse, Ana lo hace intentando desplazarse. Como en Las acacias, en algún recodo del camino aguardan las revisiones, redenciones, reparaciones.

“Lo último que queda de la patria es el idioma”, larga Leo, en un ataque de retórica patriótica, reviviendo el recuerdo que aún lo hiere. Veterano de Malvinas, el hombre no puede sacarse de encima el sentimiento de derrota, de humillación, de amargura. Lo hace entre erupciones de altisonancia. No es el único que sufre de eso. “Cuando todo sale mal hay que buscar a la familia para recomenzar”, dice Ana. “¿Para qué querés irte?”, responde su anfitrión. “¿Para recuperar tu vida mediocre?” En ese momento es como si el viejo teatro argentino de los años ’50 y ’60, con sus diálogos “llenos de verdades”, hubiera renacido entre el viento, el polvo y la desolación del oeste mendocino. “¿Vos sabés que éste es un viaje sólo de ida, no?”, refrenda el mecánico alegórico, entre el rasgueo de una guitarra reiterada.

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