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Jueves, 10 de mayo de 2007

CINE › “EL OTRO”, GANADOR EN BERLIN

Los matices de una máscara lacónica

La película de Ariel Rotter sigue a su protagonista sin llegar a develar su alma.

 Por Horacio Bernades

6

EL OTRO
Argentina/Francia/Alemania, 2007.

Dirección y guión: Ariel Rotter.
Fotografía: Marcelo Lavintman.
Intérpretes: Julio Chávez, Osvaldo Bonet, María Onetto, María Ucedo, Inés Molina y Arturo Goetz.

Seguir a un personaje del que no puede atisbarse otra cosa que no sean la máscara, el gesto, el cuerpo. Tal vez sea esa la paradójica ambición de buena parte del cine argentino reciente, desde Extraño hasta El custodio. A esa serie se le suma ahora El otro, segunda película de Ariel Rotter (la anterior había sido Sólo por hoy, del 2001), que viene de llevarse dos premios del festival de Berlín y abrió la competencia argentina en la última edición del Bafici. Ganadora del Gran Premio del Jurado y Oso de Plata al Mejor Actor en aquel evento internacional, El otro parecería confirmar a Julio Chávez como encarnación ideal para estos héroes de la impenetrabilidad. Que pueden cerrarse sobre sí mismos por angustia (como en Extraño), acorazarse en un hermetismo de acero (en El custodio) o querer asomarse a lo desconocido (ahora, en El otro). Pero en todos los casos serán secos, lacónicos, adustos. Refractarios, se diría, a que la cámara de cine devele sus secretos.

En esta ocasión, Chávez da vida a Juan Desouza, abogado que se aproxima a la peligrosa frontera de los 50, recibiendo a cada paso signos de ello. Puede ser la presbicia, el menguante cabello, el embarazo de su esposa (la reaparecida Inés Molina) o el envejecimiento de su padre, en esa edad en la que vuelven a usarse pañales (Osvaldo Bonet). Bastará un viaje profesional a una pequeña localidad entrerriana y una muerte insospechada en el asiento de al lado del ómnibus para que Juan juegue con la posibilidad de dejar de llamarse Juan, mientras posterga por unos días su regreso a Buenos Aires. ¿Insatisfacción con su vida in toto o sólo con la fase de la vida en la que está ingresando? ¿Miedo a la vejez, a la muerte, a la identidad? ¿Deseo de cambiar de vida o simple coqueteo con la posibilidad de ser otro? ¿Decisión definitiva o recreo provisorio? Producto de la parquedad del protagonista y de la distancia que la cámara –y, como consecuencia, el relato mismo– ha resuelto mantener con él, ninguna de esas preguntas cuenta con una respuesta certera o definitiva en la película de Rotter. Aunque al final no todo quede tan ambiguo como en el resto del recorrido, sobreviniendo lo que parecería una forma de aceptación o resignación.

En lo concreto, el abogado resuelve cierto tema de propiedad con un escribano (Arturo Goetz, el padre de Derecho de familia), se aloja en una pensión y luego en otra, no rechaza ni acepta del todo las insinuaciones de la dueña o encargada de la segunda de ellas (María Onetto), asume distintas profesiones e identidades, va un par de veces al velorio de un desconocido, tiene una aventura con la viuda (María Uceda) y un cómico episodio con una anciana moribunda, pasa una noche al costado de la ruta y, sobre todo, deambula sin destino fijo, con indecisa curiosidad. Ninguna de esas acciones da la impresión de significar demasiado para él o la cámara, que como queda dicho registra del personaje sólo lo que él deja ver. Y Desouza deja ver poco. Con lo cual no se transmite al espectador nada que vaya más allá de esas acciones poco significativas.

Así y mediante los matemáticos, certeros encuadres de Marcelo Lavintman, pueden llegar a conocerse en detalle el rostro, el traje, las espaldas cargadas, el modo de llevarse las manos a los bolsillos y las lacónicas expresiones del excluyente protagonista. Pero poco y nada de lo que esté detrás. ¿Será que el rechazo del psicologismo, largamente cultivado por las nuevas generaciones de cineastas, ha llevado como reacción al extremo contrario, el de la opacidad total, lo que por oposición a omnisciencia podría denominarse nullisciencia? Se argumentará que la verdad del personaje no se juega en la psiquis, sino en el cuerpo o la mirada de Desouza o del Rubén de El custodio. En el modo en que la cámara los observa y encuadra, en la duración de cada plano y la forma que tiene el tiempo de pasar por ellos.

Pero esa verdad, si la hay, resulta incognoscible para el espectador, a diferencia de lo que sucede con otros cineastas del tiempo y no la acción, desde Antonioni (de cuya El pasajero podría considerarse a El otro una réplica tímida) a Tsai Ming-liang, pasando por Lisandro Alonso y Hou Hsiao Hsien. En todos esos casos hay algo que se comunica y que en películas como El custodio y El otro se echa en falta. Como si la imposibilidad de conocer fuera, antes que un punto de llegada, una coartada para no aventurarse del todo.

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Chávez es Juan Desouza, un abogado en la frontera de los 50 que juega con la idea de otra identidad.
 
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