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Sábado, 9 de febrero de 2008

CINE › SE EXHIBIO “PETROLEO SANGRIENTO”, DE PAUL T. ANDERSON

La prehistoria de la era Bush

Con sus ocho nominaciones para los Oscar y un estruendoso estreno en la competencia oficial de Berlín, el film estadounidense se liga a los mejores relatos épicos.

 Por Luciano Monteagudo
desde Berlin

Un hombre solo, en medio de un páramo, se interna en las entrañas de la tierra y, con un esfuerzo ciclópeo, le extrae un pedrusco pardo, que apenas destella un brillo opaco. Ese triunfo oscuro le basta para provocarle una mueca que podría confundirse con una sonrisa. Corren los últimos años del siglo XIX y la fiebre del oro hace estragos en los Estados Unidos. Pero con los beneficios de esa pepita, el pionero está decidido a sacarle otros frutos al desierto: petróleo, el oro negro. Inspirada en los primeros capítulos de la monumental novela Oil! (1927), de Upton Sinclair, There Will Be Blood –que ayer hegemonizó la primera jornada de la competencia oficial de la Berlinale– es un film de una extraña, hipnótica intensidad, a la vez el retrato de un hombre y el fresco de un país, en el momento histórico en que comienza a levantar sus cimientos morales y económicos.

Epico en su escala pero lírico en su tono, Petróleo sangriento –así se va a titular para su estreno en Argentina, previsto para dentro de dos semanas– es la nueva excentricidad de Paul T. Anderson, el director de Boogie Nights (1997) y Embriagados de amor (2002), que ahora llega a Berlín en busca de su segundo Oso de Oro, después del que obtuvo hace ya nueve años por Magnolia. Hay una ambición, una grandiosidad en su película que son del tipo de las que piden a gritos ser premiadas. Algo de eso ya consiguió, de hecho, con sus ocho candidaturas al Oscar, lo que convierte a Petróleo sangriento en una de las principales contendientes –junto con Sin lugar para los débiles, de los hermanos Coen, también con ocho nominaciones– a las estatuillas de la Academia. Pero al mismo tiempo la densidad de su drama y la oscuridad de su protagonista, Daniel Plainview (en otra inquietante composición de Daniel Day-Lewis, un poco en la línea de la que encarnó para Martin Scorsese en Pandillas de Nueva York), le pueden restar chances en el Oscar, al mismo tiempo que sumar voluntades en el jurado de Berlín, presidido este año por el director de Z y Estado de sitio, Costa-Gavras.

Más allá de los pronósticos, la película impresiona por su solidez, sus alcances y resonancias. En su ferocidad y determinación, el pionero Plainview es una figura arquetípica, trágicamente estadounidense, un hombre que forja su propio destino y el de quienes están a su alrededor, para bien y para mal. Toda una comunidad, sumida en el atraso y la pobreza, depende de su decisión y de su impulso, cuando se decide a explotar por sí solo un yacimiento de petróleo al que aspira también el incipiente monopolio de la Standard Oil. Un niño huérfano, a quien Plainview adopta como hijo, lo tiene como guía y ejemplo, pero cuando un accidente lo convierte en una carga, el protagonista no puede sino dejarlo atrás, darle la espalda, hasta convertirlo en su conciencia negra.

Cierta crítica estadounidense ha creído ver en Plainview un pariente no muy lejano de Charles Foster Kane, el misantrópico y solitario protagonista de El ciudadano (1941), de Orson Welles. Pero el paisaje siempre yermo del film y su tema central, la codicia, lo asocian a Greed (1924), otro clásico del mejor cine estadounidense. Parecería que Anderson es consciente de estas referencias y que pretende –sin falsas modestias– entroncarse en esa tradición mayor. En sus dos horas y media de relato, no se puede decir que esté siempre a la altura de sus ambiciones, pero Petróleo sangriento tiene más de un momento de gran cine, como toda la primera media hora de película, construida casi sin palabras, a la manera del mejor cine mudo, pero con una ominosa banda de sonido de Jonny Greenwood, el guitarrista de Radiohead.

Hay además toda una simetría fascinante entre Plainview y un joven predicador evangelista (Paul Dano), que también lucha por el control de esa comunidad. Cada uno levanta sus torres hacia el cielo –el pozo petrolero, el campanario de la iglesia–, pero sus cimientos están hechos de barro y sangre. Cada uno recita su evangelio –la prosperidad económica, la salvación celestial–, pero a ambos los mueve finalmente la misma religión: la sed de poder. Vista desde una perspectiva actual, no resulta difícil descubrir la parábola que parece esconderse en Petróleo sangriento: en los Estados Unidos de la era Bush, aquellas fuerzas otrora antagónicas –el fanatismo religioso, el brutal negocio del petróleo– que en la visión de la película habrían sentado las bases del país, aparecen hoy, un siglo después, sintomáticamente aliados bajo un mismo signo.

Ante una película de esta complejidad, las otras dos contendientes de ayer en la competencia oficial –la finlandesa Black Ice, la china In Love We Trust– fueron rápidamente olvidadas. Ambas se internan en el difícil terreno del melodrama, pero con un vuelo rayano en lo televisivo. La película finesa, una torpe historia de adulterios y desengaños, hace extrañar a gritos el cine de Aki Kaurismäki. En comparación, el film del chino Wang Xiaoshuai –que en 1991 se llevó aquí en la Berlinale el Oso de Plata por Beijing Bicycle– permite seguir sin sobresaltos la historia de un matrimonio devastado por la enfermedad terminal de su hija, pero el tono monocorde y la chatura de la puesta en escena conspiran contra las declaradas intenciones del director de dar cuenta de las dificultades que enfrenta una sociedad que está pasando vertiginosamente del sueño colectivista al más feroz individualismo.

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El film de Paul T. Anderson es el retrato de un hombre y el fresco de un país.
 
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