Viernes, 2 de mayo de 2008 | Hoy
CINE › LA RABIA, CUARTO LARGOMETRAJE DE ALBERTINA CARRI
Con una puesta en escena rigurosa, que incluye escenas de animación, la directora de Los rubios entrega un film sin concesiones.
Por Diego Brodersen
LA RABIA
Argentina, 2008.
Dirección y guión: Albertina Carri.
Fotografía: Sol Lopatín.
Montaje: Alejo Moguilansky
Música: Gustavo Senmartín.
Intérpretes: Analía Couceyro, Víctor Hugo Carrizo, Javier Lorenzo, Nazarena Duarte. Gonzalo Pérez, Dalma Maradona, Jorge Coronel.
En Géminis, su largometraje anterior, Albertina Carri se despachaba con el retrato de una familia de clase acomodada a punto de hacer implosión en el encierro de su casa de descanso. Convenciones del melodrama mediante, el incesto se revelaba como punto de no retorno de la endogamia familiar, evidenciando nuevamente el interés por un tópico que viene sobrevolando la filmografía de la realizadora desde su primer largometraje, No quiero volver a casa. Y que en su mejor película a la fecha, Los rubios, tomaba el rumbo de la confesión personal, a mitad de camino entre el documental y la ficción, al relatar la construcción de un grupo familiar putativo a partir de la desaparición física de sus padres biológicos. La rabia continúa investigando y reflexionando sobre el tema, ahora en otros ámbitos y con otras armas cinematográficas.
En ese sentido, el opus cuatro de la Carri se propone como la otra cara de la moneda ofrecida al público en Géminis: el ámbito suburbano se transforma en paraje rural, los personajes de clase media-alta son reemplazados por peones de campo y empleadas domésticas, el encierro se abre a los grandes territorios de la Pampa Húmeda, el incesto entre hermanos es reemplazado por la infidelidad entre vecinos, el preciosismo formal de la puesta en escena se metamorfosea en una mirada realista y cruda. A pesar de la fuerte tentación de ver ambos films como una suerte de díptico no se trata de un simple transplante de ideas: La rabia posee peculiaridades que la hacen única y, en muchos sentidos, resulta mucho más lograda artísticamente que su antecesora, anclada en un academicismo que le restaba fuerza y prestancia al relato.
Alejandra (Analía Couceyro, nuevamente a las órdenes de la realizadora, después de Los rubios) vive junto a su esposo y su hija en una pequeña casa lindante con la de sus patrones, quienes se mantienen en un estricto fuera de campo durante todo el metraje. La vida de campo tiene sus rutinas y regularidades, cortados al filo por los encuentros sexuales que la mujer mantiene con su vecino Pichón (Javier Lorenzo), siempre a las escondidas y con el riesgo de ser descubiertos al menor descuido. Es un sexo urgente, biológico, animal, en los antípodas de la tradicional representación cinematográfica del sexo como sublimación amorosa (eso es lo que transmiten claramente las imágenes, potenciadas por el ambiente natural que rodea a los amantes). No ayuda el hecho de que Pichón haya caído en desgracia a los ojos del marido de Alejandra; peleas de vecinos, que le dicen. Ese es el punto de partida del film y casi la única causa de los efectos que comienzan a desencadenarse: La rabia no es un relato poblado por vericuetos narrativos sino una pintura de ambientes y personajes concentrado en la creación de climas ominosos, donde la escalada de violencias no hace más que reflejar al campo como un universo bastante alejado del ideal bucólico.
El drama que no tardará en tomar impulso es visto, en gran medida, a través de los ojos de dos niños, en particular los de la hija del matrimonio. El mundo interno de Nati (Nazarena Duarte), convulsionado por la violencia que recibe desde el exterior, se refleja en su imposibilidad para pronunciar palabra alguna y se ve representado en una serie de secuencias de animación; lejos de interrumpir el ritmo de la película, esos dibujos casi abstractos refuerzan muchos de sus motivos e intereses. Lo mismo ocurre con otra escena que algunos espectadores considerarán algo gratuita –en el sentido de que, efectivamente, podría eliminarse sin alterar el flujo de la historia– durante la cual se sacrifica y carnea un cerdo en cámara, pero que Carri decide incluir para reforzar la idea de convivencia diaria con la vida y la muerte y como adelanto, asimismo, de la sangrienta tragedia anunciada.
Con una puesta en escena rigurosa y un plantel actoral que entrega sus escuetos diálogos camperos sin disonancias, La rabia destaca como un preciso ejercicio estilístico con escasas filiaciones en el cine nacional. Tal vez las razones por las cuales el film no sea algo más haya que buscarlas precisamente en ese mismo estilo, cerrado sobre sí mismo y poco abierto a la posibilidad de otras reverberaciones que excedan lo representado en el cuadro. Pero es la historia y la forma de narrar elegidas por Albertina Carri, una realizadora que, lejos de “venderse” a una formula cinematográfica y aún a riesgo de tropezarse, parece buscar película a película nuevos horizontes expresivos.
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