espectaculos

Martes, 27 de enero de 2009

PLASTICA › ARTISTAS Y VIAJEROS ARGENTINOS DE LA BELLE EPOQUE

Viajar a Europa para pintar

Los viajes de iniciación y estudio a Europa fueron un tema clave para los más importantes pintores y escultores argentinos de fines del siglo XIX y comienzos del XX.

 Por Laura Malosetti Costa *

¿Cuántas oportunidades tenía un ciudadano de Buenos Aires de ver obras de arte en 1880? Muy pocas. Apenas algunas vidrieras de pinturerías y almacenes de ultramarinos en la calle Florida exhibían de vez en cuando un cuadro o una escultura y algún librero ponía a la venta uno o dos álbumes de estampas. No había museo de arte en la ciudad, ni galerías o espacios de exhibición, más allá de algunas salas de “vistas ópticas” y “dioramas” que atraían al público cada vez que se instalaban con sus espectáculos ilusionistas.

Todavía no circulaba la imagen impresa en diarios o revistas como lo haría un poco más adelante, con el perfeccionamiento de nuevos métodos de reproducción mecánica. Hoy resulta casi inimaginable una presencia tan exigua de la imagen en la cultura visual de la ciudad. Quizá por esa razón, tal vez porque la pintura y la escultura tal como se cultivaban en Europa eran tan atractivas como lejanas, fueron muy comunes las descripciones de cuadros, museos, exposiciones, vidas de artistas y palacios de ultramar en los diarios de Buenos Aires. Se supo de cuadros, artistas, escuelas; se citaron nombres famosos como Leonardo, Miguel Angel o Rafael, aun cuando la mayoría de los lectores jamás había visto una imagen de ellos. Pero también circularon noticias e ideas sobre el arte moderno. En 1881, por ejemplo, mientras que en París Alfred Sensier publicaba la primera biografía de Jean-François Millet presentándolo como un mártir laico de la modernidad artística, los lectores de periódicos de Buenos Aires pudieron conmoverse con detalles dramáticos de su muerte en la miseria y el precio exorbitante que alcanzaban sus cuadros. Y unos años más tarde los artistas argentinos que viajaron a París lo tomaban como modelo de vida y de arte, mientras los diarios de Buenos Aires seguían paso a paso los detalles del remate en el que un millonario estadounidense le había arrebatado a Francia el Angelus, un cuadro que, seguramente, la gran mayoría de los porteños no había visto nunca, ni siquiera en un grabado.

En su primera carta desde París, publicada en El Diario de Buenos Aires en 1884, Eduardo Schiaffino escribía: “Al atravesar esta ciudad no he hecho más que confirmar plenamente las ideas que traía sobre el arte moderno”. Constantemente aparece en sus crónicas –y, en general, en los textos de los artistas viajeros– la confrontación de lo visto y lo vivido con las ideas e imágenes mentales previas al viaje. Por lo general, los artistas fueron a Europa sabiendo de antemano lo que querían encontrar. Pero también viajaron transformados por la experiencia y sus expectativas desbordadas. Sus proyectos cambiaron de rumbo y muchas veces volvieron con un bagaje de ideas y preferencias estéticas muy diferentes de aquellas que tenían al partir. El impacto que provocaba París, sobre todo, aparece a lo largo de todos los relatos de viaje y testimonios de los artistas, como un acontecimiento decisivo en sus vidas, tanto para los que fueron allí a instalarse como para los que la visitaron fugazmente. Pío Collivadino, por ejemplo, luego de casi diez años de vivir y estudiar en Roma, viajó a París para visitar la Exposición Universal de 1900 junto con sus camaradas Rogelio Yrurtia, Martín Malharro y Faustino Brughetti, y registró ese momento en sus apuntes autobiográficos como un cambio radical de rumbo: decidió abandonar Caín, la pintura de asunto académico en que estaba trabajando, porque descubrió que “los Caínes y afines habían desaparecido”. Por eso, agregó, “a mi regreso a Roma maté a Caín, de modo que vengué la muerte de Abel”.

El viaje de los artistas

Aun cuando a lo largo de la década del ochenta Buenos Aires se transformó y se enriqueció a un ritmo febril y rápidamente comenzaron a montarse exposiciones y las obras de arte europeo circularon en remates y colecciones privadas, no fueron muchos los jóvenes que pretendieron dedicarse a la actividad artística. Recién se estrenaban nuevos ocios y hábitos culturales urbanos en una sociedad que había vivido un largo período de inestabilidad y se volcaba de lleno a la actividad comercial. Para esos aspirantes a pintores, dibujantes y escultores, por otra parte, el viaje a Europa era un camino inexorable a pesar de que en 1878 la recién fundada Sociedad de Estímulos de Bellas Artes había abierto una academia.

Ellos, los jóvenes artistas argentinos que viajaron a Europa, fueron directa o indirectamente intermediarios entre el público porteño y aquella cultura de la que tanto se había hablado y leído de manera sistemática y mediante apropiaciones poco reflexivas. Los nuevos ricos porteños se dejaban seducir fácilmente por un mercado internacional de pinturas y esculturas de pequeñas dimensiones, no siempre de buena calidad y muchas veces hechas especialmente pour l’exportation. Y los textos de y sobre los artistas que viajaban a Europa, o sobre los cuadros que ellos mismos enviaban, se transformaron en una ocasión para opinar y –en sus propias palabras– educar el gusto artístico de un público nuevo en esas cuestiones, orientándolo hacia una concepción a la vez moderna y nacional del arte.

En ocasiones fueron los mismos artistas quienes escribieron sobre sus experiencias en las grandes capitales del arte europeo. Otras veces, cronistas y escritores enviaron a los diarios de Buenos Aires los relatos de sus experiencias en las academias y los talleres, en los barrios bohemios de París, Roma o Venecia. Pero en general, los viajes de artistas tuvieron un carácter muy diferente del de los viajes estéticos de los miembros de las elites opulentas en esa misma época, llamados grand tours, en comparación con los viajes educativos de la nobleza y los príncipes en el siglo XVIII.

Esos paseos ostentosos de sudamericanos ricos y poco refinados, que hicieron famosos a los argentinos en París como rastaquouères (“rascacueros” o “curtidores de cueros”), aparecen muchas veces en estos textos y relatos como la contracara exacta de la sufrida vida europea de los artistas locales, aunque no siempre fuera así. De hecho, resultaba raro que los descendientes varones de las familias más ricas e influyentes decidieran dedicarse al arte. Ellos eran, a lo sumo, consumidores, coleccionistas y dilettantes notorios. Y si bien no eran pocas las señoritas de las clases acomodadas que estudiaban pintura y dibujo, bordado o incluso escultura, raramente lograban reconocimiento como artistas o un lugar de prestigio profesional.

Quienes viajaban a estudiar, becados o no, y trascendían a su regreso como pintores o escultores nacionales eran, casi siempre, hijos de familias de inmigrantes más o menos prósperas. Por otra parte, esos periplos europeos rara vez eran solventados exclusivamente por las familias o el trabajo propio, como ocurrió en los casos de Eduardo Sívori y Martín Malharro. El viaje de estudios de un artista requería en general de algún tipo de beca o subsidio, ya que era necesariamente largo, de varios años, e implicaba la asistencia a academias y talleres libres. En este sentido, varios observadores agudos, como Rubén Darío y Eduardo Schiaffino, comentaron de manera lúcida e intencionada la diferencia radical que existía entre la situación de los americanos del Norte y los del Sur respecto del aprendizaje artístico en Europa: mientras el Estado y los ricos mecenas neoyorquinos sostenían el viaje de miles de estudiantes estadounidenses por año, los latinoamericanos se contaban con los dedos de una mano, y con frecuencia se veían abandonados a su suerte cuando inesperadamente se suspendían sus magros subsidios. Esta situación, tantas veces observada por viajeros atentos, llevó a Rubén Darío a escribir, a propósito de la ausencia de artistas latinoamericanos en el Salón de 1904, que “sucede esta inaudita cosa que nunca me cansaré de repetir: nosotros, los que nos regodeamos de latinidad y de la Loba y la herencia griega, nos preocupamos malhadadamente de nuestros artistas, y los yanquis, los de Porcópolis, los prácticos, los trusters, los bárbaros, protegen, ayudan prácticamente a sus artistas”.

Hubo sin embargo algunos artistas, hijos de familias de trabajadores inmigrantes, que se mantuvieron largos años gracias a sus conocimientos previos en las artes gráficas, en el diseño ornamental, etc. Es el caso de Martín Malharro y, hasta cierto punto, de Pío Collivadino, que tras algunos años de recibir la ayuda de su familia obtuvo una beca del gobierno.

Hasta 1897, año en que se formó una comisión que organizaba concursos públicos y asignaba regularmente un programa de becas oficiales, los subsidios y las becas de viaje fueron objeto de arduas discusiones parlamentarias, que alcanzaban a veces estado público a través de la prensa, con expresiones fuertes e incluso violentas.

* Fragmento del prólogo del libro Cuadros de viaje, artistas argentinos en Europa y Estados Unidos (1880-1910), con selección también a cargo de Malosetti Costa, publicado por el Fondo de Cultura Económica, sobre los viajes de Ernesto de la Cárcova, Pío Collivadino, Fernando Fader, Martín Malharro, Graciano Mendilaharzu, Lola Mora, José León Pagano, Eduardo Schiaffino, Eduardo Sívori y Rogelio Yrurtia.

Compartir: 

Twitter

Rogelio Yrurtia en su estudio en París, en 1910.
 
CULTURA Y ESPECTáCULOS
 indice

Logo de Página/12

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados

Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.