Martes, 10 de noviembre de 2009 | Hoy
PLASTICA › A PROPóSITO DE LA MUESTRA EL TIEMPO DEL ARTE, EN LA FUNDACIóN PROA
¿Qué mira un espectador de hoy cuando ve arte del pasado? La exposición que se presenta en Proa en estos días, con obras de los siglos XVI al XXI, reflexiona sobre este problema. Historia del arte y anacronismo de las imágenes.
Por Georges Didi-Huberman *
Siempre, ante la imagen, estamos ante el tiempo. Como el pobre ignorante del relato de Kafka, estamos ante la imagen como Ante la ley: como ante el marco de una puerta abierta. Ella no nos oculta nada, bastaría con entrar, su luz casi nos ciega, nos controla. Su misma apertura –y no menciono al guardia– nos detiene: mirarla es desearla, es esperar, es estar ante el tiempo. Pero ¿qué clase de tiempo? ¿De qué plasticidades y de qué fracturas, de qué ritmos y de qué golpes de tiempo puede tratarse en esta apertura de la imagen?
Dirijamos un instante nuestra mirada sobre ese muro de pintura renacentista. Es un fresco del convento de San Marco, en Florencia. Verosímilmente fue pintado en los años 1440 por un hermano dominicano que vivía allí y que más tarde fue conocido como Beato Angelico. Se encuentra a la altura de la mirada, en el corredor oriental de la clausura. Justo más arriba está pintada una Santa Conversación. Todo el resto de la galería está, igual que las celdas, pintado a la lechada. En esta doble diferencia –con la escena figurada arriba, con el fondo blanco circundante–, el muro de fresco rojo, acribillado de manchas erráticas, produce como una deflagración: un fuego de artificio coloreado que lleva incluso la huella de su aparición originaria (el pigmento que fue arrojado a distancia, como lluvia, en fracción de instantes) y que, desde entonces, se perpetuó como una constelación de estrellas fijas.
Ante esta imagen, de golpe nuestro presente puede verse atrapado y, de una sola vez, expuesto en la experiencia de la mirada. Aunque desde esta singular experiencia han transcurrido –en lo que me concierne– más de quince años, mi “presente reminiscente” no ha terminado, me parece, de sacar todas las lecciones. Ante una imagen –tan antigua como sea–, el presente no cesa jamás de reconfigurarse por poco que la desposesión de la mirada no haya cedido del todo el lugar a la costumbre infatuada del “especialista”. Ante una imagen –tan reciente, tan contemporánea como sea–, el pasado no cesa nunca de reconfigurarse, dado que esta imagen sólo deviene pensable en una construcción de la memoria, si ésta no es obsesiva. En fin, ante una imagen, tenemos humildemente que reconocer lo siguiente: que probablemente ella nos sobrevivirá, que ante ella somos el elemento frágil, el elemento de paso, y que ante nosotros ella es el elemento del futuro, el elemento de la duración. La imagen a menudo tiene más de memoria y más de porvenir que el que la mira.
Pero ¿cómo estar a la altura de todos los tiempos que esta imagen, ante nosotros, conjuga sobre tantos planos? Y, primero, ¿cómo dar cuenta del presente de esta experiencia, de la memoria que convocaba, del porvenir que comprometía? Detenerse ante el muro de Fra Angelico, someterse a su misterio figural, en eso consistía entrar, modesta y paradójicamente, en el saber que se llama “historia del arte”. Entrada modesta, porque la gran pintura del Renacimiento florentino era abordada justamente por sus bordes: sus parerga, sus zonas marginales, los registros bien –o mal–- llamados “inferiores” de los ciclos de frescos, los registros del “decorado”, de los “falsos mármoles”. Pero, entrada paradójica (y, para mí, decisiva), puesto que se trataba de comprender la necesidad intrínseca, la necesidad figurativa, o mejor figural de una zona de pintura fácilmente aprehensible bajo la etiqueta de “arte abstracto”.
Se trataba, en el mismo movimiento –en la misma perplejidad–, de comprender por qué toda esta actividad pictórica, en Fra Angelico (pero también en Giotto, Simone Martini, Pietro Lorenzetti, Lorenzo Monaco, Piero della Francesca, Andrea del Castagno, Mantegna y tantos otros también), estaba íntimamente mezclada a la iconografía religiosa, por qué todo ese mundo de imágenes perfectamente visibles no había sido, hasta allí, ni mirada, ni interpretada, ni incluso entrevista en la inmensa literatura científica consagrada a la pintura del Renacimiento. Es así que surgió, fatalmente, la cuestión epistemológica. Es así que el estudio del caso –una singularidad pictórica que un día interrumpió mi paso en el corredor de San Marco– hizo alzar una exigencia más general en cuanto a la “arqueología”, como hubiera dicho Michel Foucault, del saber sobre el arte y sobre las imágenes.
Positivamente, esta exigencia podría formularse así: ¿en qué condiciones un objeto –o un cuestionamiento– histórico nuevo puede asimismo emerger tardíamente en un contexto tan conocido aparte de, por así decirlo, “documentado” como el Renacimiento florentino? Uno podría con razón expresarse más negativamente: ¿qué es lo que, en la historia del arte como disciplina, como “orden del discurso”, pudo mantener tal condición de enceguecimiento, tal “voluntad de no ver” y de no saber? ¿Cuáles son las razones epistemológicas de tal denegación –la denegación que consiste en saber identificar, en una Santa Conversación, el menor atributo iconográfico y, al mismo tiempo, no prestar la menor atención al pasmoso fuego de artificio coloreado que se despliega justo debajo sobre tres metros de ancho y un metro cincuenta de altura–?
Estas preguntas muy simples, salidas de un caso particular (que poseen, espero, algún valor ejemplar), comprometen la historia del arte en su método, en su mismo estatuto –su estatuto “científico”, según se gusta decir– como en su historia. Detenerse ante el muro de Fra Angelico era primero intentar dar una dignidad histórica, incluso una sutileza intelectual y estética, a objetos visuales considerados hasta entonces inexistentes, o por lo menos desprovistos de sentido. Se hizo rápidamente evidente que, para llegar un poquito hasta allí, sería necesario tomar otras vías que las fijadas magistral y canónicamente por Erwin Panofsky bajo el nombre de “iconología”: difícil, aquí, de inferir una “significación convencional” a partir de un “sujeto natural”; difícil de encontrar un “motivo” o una “alegoría” en el sentido habitual de esos términos; difícil de identificar un “asunto” bien claro o un “tema” bien distinto; difícil de exhibir una “fuente” escrita que pudo servir de interpretación verificable. No había ninguna “clave” a sacar de los archivos o de la literatura sobre arte, como el mago-iconólogo sabe sacar tan bien de su sombrero la única clave “simbólica” de una imagen “figurativa”.
Había sido necesario desplazar y complejizar las cosas, volver a preguntar lo que “tema”, “significación”, “alegoría” o “fuente” pueden, en el fondo, querer decir para un historiador del arte. Había sido necesario sumergirse de nuevo en la semiología no iconológica –en el sentido humanista de Cesare Ripa–, que constituía, dentro de los muros del convento de San Marco, el universo teológico, exegético y litúrgico de los dominicos. Y, de rebote, hacer surgir la exigencia de una semiología no iconológica –en el sentido “científico” y actual, salido de Panofsky–, una semiología que no fuese ni positivista (la representación como espejo de las cosas) ni incluso estructuralista (la representación como sistema de signos). Era la misma representación que sería necesario, en verdad, poner en cuestión ante el muro. Con la consecuencia de comprometerse en un debate de orden epistemológico sobre los medios y los fines de la historia del arte en tanto que disciplina.
Intentar, en definitiva, una arqueología crítica de la historia del arte capaz de desplazar el postulado panofskiano de “la historia del arte como disciplina humanista”. Sería por eso necesario cuestionar todo un conjunto de certezas en cuanto al objeto “arte” –el objeto mismo de nuestra disciplina histórica–, certezas que tienen por trasfondo una larga tradición teórica que corre sobre todo de Vasari a Kant y más allá (especialmente al mismo Panofsky). Pero detenerse ante el muro no es solamente interrogar el objeto de nuestras miradas. Es interrogar en la historia del arte al objeto “historia”, la historicidad misma. Tal es la apuesta del presente ensayo: empezar una arqueología crítica de los modelos de tiempo, de los valores de uso del tiempo en la disciplina histórica que quiso hacer de las imágenes sus objetos de estudio. Cuestión tan vital, tan concreta y cotidiana –cada gesto, cada decisión del historiador, desde la más humilde clasificación de sus fichas hasta sus más altas ambiciones sintéticas ¿no fundan, cada vez, una elección de tiempo, un acto de temporalización?– que es difícil de esclarecer. Muy rápido se manifiesta que nada, aquí, permanece mucho tiempo en la serena luz de las evidencias.
* Fragmento inicial del libro Ante el tiempo-Historia del arte y anacronismo de las imágenes, incluido en el catálogo de la exposición El tiempo del Arte, Obras Maestras de los siglos XVI al XXI, que se exhibe en la Fundación Proa, Av. Pedro de Mendoza 1929, hasta el 10 de enero.
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