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Martes, 4 de mayo de 2010

PLASTICA › EXPOSICIóN HOMENAJE A CARLOS GALLARDO (1944-2008), EN EL MALBA

Entre el tiempo y la memoria

El Malba presenta una exposición homenaje dedicada a un argentino del mundo: Carlos Gallardo. Allí se pueden ver sus últimos trabajos, realizados poco antes de morir en un accidente automovilístico, a fines de 2008.

 Por Fabián Lebenglik

El Malba inauguró una muestra en homenaje al artista argentino Carlos Gallardo, que murió a fines de 2008 en un accidente automovilístico. La exposición, curada por Mercedes Casanegra, se compone de las últimas obras en las que estaba trabajando el artista: 34 fotografías (divididas en tres series), tres objetos pictóricos y un video documental.

Los principales ejes de sentido de su obra fueron el tiempo y la memoria, articulados en subtemas generalmente reunidos por relación de contraste, como la fugacidad y la permanencia, por ejemplo. Como dijo el propio artista hace unos años a quien firma estas líneas: “Siempre estoy atento a la aparición de elementos opuestos; a la energía de algo que fue o que está por irse”. Allí, en ese vaivén, está el efecto de su obra, en el movimiento de lo que está por irse pero aún no se fue. Ese movimiento (como traslado, como mudanza, como viaje, como nomadismo, como errancia, como señal de vida) es también tema de sus trabajos. Gallardo siempre tematizó su vida, conocimientos y convicciones en su obra.

Su condición de viajero permanente, junto a su compañero de vida, el coreógrafo y director de ballet Mauricio Wainrot, con quien trabajó en cerca de cuarenta obras de ballet contemporáneo como escenógrafo y vestuarista durante más de veinte años, también es tema de su propia obra: el movimiento y los viajes continuos eran vistos por él como un fluir de interrelaciones, a veces evidentes, a veces poéticas, a veces accidentales y caprichosas. El movimiento físico real, el movimiento metafórico y también el movimiento vital.

Gallardo logró la convergencia de ambos mundos (como artista visual y como escenógrafo), potenciando la visualidad en sus “instalaciones escenográficas” y teatralizando su obra como artista visual.

Fue un artista autodidacta y tardío, que comenzó trabajando como diseñador gráfico hasta que a los cuarenta años recibió un premio consagratorio (el Lápiz de Plata de la Bienal de Diseño por sus afiches para el Teatro San Martín) y decidió que ese reconocimiento marcaba un buen final para tal actividad. Entonces eligió dedicarse de lleno a las artes visuales.

Tanto en el diseño –que abandonó en 1984– como en la escenografía y el vestuario (que comenzaron al año siguiente, poco después de conocer a Wainrot), la producción está signada por un carácter funcional, y allí aparecen los límites que impone la función a la forma: eso no sucede tan abiertamente en las artes visuales donde las fronteras se expanden. Por eso el salto cualitativo de Gallardo fue el de moverse hacia el riesgo que supone abandonar toda función exigida desde afuera, para concentrarse en generar paradigmas propios: obras sin función o, en todo caso, de estricta función poética o tal vez de funciones perdidas, que debe encontrar junto con el espectador de sus trabajos.

Así, su obra comenzó a ser el lugar del replanteo absoluto, al punto de que la obra se transformó en la caja negra donde se transformaba su vida pasada: cartas personales, agendas de muchos años, documentos vencidos –propios o familiares–, colecciones de objetos, etc., pasaron a formar parte de su trabajo más personal, como si se tratara de un diario íntimo en clave.

Su obra atravesó diversos medios expresivos. Como enumera la curadora, en una secuencia que atraviesa jerarquías cualitativas: “Acrílico sobre tela, objetos, objetos encontrados o buscados, cartas, mecanismos variados, fragmentos de máquinas de escribir, calendarios, buzones, resortes, polípticos, instalaciones, fotografías, entre otros, y la palabra como recurso intermitente pero permanente”.

La obra de Gallardo, a pesar de su entrada relativamente tardía al campo de las artes visuales, tiene la marca generacional existencialista, dramática, sin llegar a la tragedia (o en todo caso a una tragedia aterciopelada). Su formalización obsesiva y cuidada en la obra, que avanzó hacia lo conceptual, siempre enfrió el componente dramático, especialmente cuando comenzó a transformar lo dramático en específicamente teatral, porque generó un mecanismo cada vez más artificioso, una mirada crítica y una toma de distancia que atemperaron aquella matriz existencial. En esta exposición se exhibe una serie de obras que muestran humor (ligado al humor por la inclusión de pequeños muñequitos que caracteriza hace décadas la obra de Liliana Porter) y que son las elegidas para dar nombre a la exposición: Theatrum mundi. Se trata de un encuentro de mundos, gracioso por ser forzado, que al mismo tiempo que afirma la presencia humana en un contexto inhóspito, la colocan como una ficción cómica. Aquel tópico de Calderón de la Barca y de toda una tradición filosófica y literaria adquiere humor por vía del contraste, el color, el volumen y la escala. Del mismo modo que, según decía Chaplin, la comedia en el cine se expresa en plano general, mientras que la tragedia es la vida en primer plano. Y este aforismo cinematográfico se cumple al pie de la letra en Gallardo cuando en la serie “Destiempos” el artista invierte formatos y escalas respecto de la secuencia “Theatrum mundi”. En estos “destiempos”, los muñequitos –ahora fotografiados entre estructuras con fechas y engranajes, y ya no más aplicados sobre las fotos– están ampliados varias veces, de un modo casi monstruoso. Si en escala real (ínfima) se veían perfectos en su realización industrial; sin embargo cuando se agigantan fotográficamente se vuelven dramáticos, imperfectos, como inacabados y desleídos, en estado de transición donde las risas se transfiguran en muecas.

Varias de sus series, a lo largo de los años, tienen nombres en latín. Gallardo hace un uso ideológico de sus títulos, porque busca la memoria lingüística y etimológica en una lengua muerta que quedó como vestigio religioso y filosófico. El “teatro del mundo” es un tópico literario y teatral que funciona como cita arqueológica, donde teatro y vida se identifican en un juego de relaciones complejas y equívocas. En este sentido podría decirse que, paradójicamente, su obra es al mismo tiempo clásica y barroca. Pero su trabajo nunca llega a ser oscuro, siempre logra decir algo claramente, sin énfasis pero al mismo tiempo sin vueltas. En este punto no coincido con la curadora, cuando habla de “esa sensación de hermetismo, de dificultad de interrogar las escenas”. Las citas poéticas (durante muchos años con la transcripción de poemas de Olga Orozco; últimamente de Hugo Mujica), los títulos, la presencia de maquinarias de relojes, de almanaques, etcétera, son de una literalidad que se aleja de cualquier hermetismo. Gallardo no esconde sus temas y preocupaciones, sino que los exhibe abiertamente. En todo caso es el artificio y cuidado formal el que agrega un componente retórico y marca distancia.

La serie más literal y, al mismo tiempo, más artesanal sobre el paso del tiempo, es el trío de piezas que tituló “Kronos” (aquí el cambio del latín al griego refuerza el argumento). La base de esas obras es un calendario mensual horizontal y sobre esa base una cantidad de resortes, pequeñas pinzas, muñequitos, engranajes de relojería, cuentas, etc., exhiben múltiples tipos de tensiones literales con el tiempo.

La muestra se acompaña de un completo catálogo de 90 páginas, con un ensayo de Casanegra y una exhaustiva cronología biográfica de Victoria Giraudo.

En el Malba, avenida Figueroa Alcorta 3415, hasta el 14 de junio.

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Detalle de una de las obras de la serie “Kronos”, de Carlos Gallardo.
 
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