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Domingo, 29 de julio de 2012

PLASTICA › SALVEMOS AL YAGUARETE, LA OBRA REALIZADA POR LOS TOBAS EN CHACO

La escultura como un acto chamánico

El final de la Bienal Internacional de Escultura dejó el trabajo y las palabras de la comunidad indígena que, coordinada por Juanjo Mosca, le dio forma a una escultura que expresa “un arte profundo, algo que sirve más allá del prestigio”.

 Por Silvina Friera

Desde Resistencia

El encuentro en el MusEUM del Domo del Centenario atrajo a unas doscientas mil personas.

Los dedos de Rosalía Patricio –mujer toba con surcos profundos en la frente, pequeñas ventanas abiertas donde antes hubo dientes y las manos llenas de gajos del tiempo– trenzan hojas de totora a cielo abierto y a la vista del público. La Bienal Internacional de Escultura de Chaco, este mundial frenético y fiesta excepcional que terminó ayer en el MusEUM del Domo del Centenario, ha revelado, nada menos que ante unas doscientas mil personas, las entrañas de un oficio ancestral. Los dedos de Santa Oliva, como en un remolino de dicha, trenzan también lo que pronto será la piel de una escultura de gran formato de un animal en extinción, una intervención comunitaria del pueblo originario –los qom/toba–, titulada Salvemos al yaguareté, coordinada por el escultor “chamánico” porteño Juanjo Mosca. Quizá el espíritu del monte proteja a este equipo de artesanos-trenzadores que se completa con Tibrora Gómez, Esteban Vera, Gustavo Vera y Diego Castro, el hijo de Santa, de 26 años, el más joven del grupo. “La verdad es que estamos muy agradecidas por el trabajo que nos dieron”, admite Rosalía y parece que hasta sus manos suspiran con una emoción contenida en el mimbre de la sencillez. “No tengo palabras para expresar; soy artesana y también del coro toba Chelaalapí, que significa bandada de zorzales.”

La bandada de trenzadores –tres mujeres y tres hombres– alimenta miradas de complicidad por las que viborea la curiosidad. “Nosotras siempre trabajamos con la cestería, con cortinas, con camas, con todo eso...”, dice Santa a Página/12, desplazando los dedos sin mirar la totora, como si las yemas preservaran la memoria del movimiento. “A los once años, mi mamá me enseñó que con la totora se puede hacer sombreros, canastos, todo eso... porque no queremos perder nuestra cultura. Trenzar, en nuestra lengua, se dice apaxat”. No es la primera vez que los tobas intervienen en la Bienal. Por iniciativa de Fabriciano Gómez, presidente de la Fundación Urunday que organiza esta movida escultórica desde 1988, los pueblos originarios participan desde 2006. “Es un desafío hacer una escultura porque la artesanía es de pequeño formato, un souvenir para regalar. Cuando empezamos, nos preguntamos cómo íbamos a estar en medio de tanta gente. Pero nos dimos cuenta de que importa lo que hacemos los pueblos originarios”, subraya Diego. Los trenzadores consiguieron la totora a principios de julio y la secaron. Cuando arrancó esta edición, para poder trenzarla, debieron humedecerla. “El arte es más profundo; tiene que servir más allá del prestigio”, plantea Juanjo. “El hecho fundamental como artista es compartir, no sólo con ellos, sino con la gente. Yo me siento Gardel cuando me integro con mis compañeros tobas.”

La mano de Juanjo está llena de pensamientos. Se la lleva a la frente en un ademán fugaz, como si buscara ordenar esa estantería mental revolucionada por el montaje de Salvemos al yaguareté. “Ellos me enseñan la tranquilidad de su razonamiento. ‘Mirá, qué te parece si ponemos esto así o asá, si hacemos este trenzado’, le digo a Santa. Ella, inmediatamente, me dice: ‘sí, patroncito’. Me hincha lo de patroncito, pero es un modo muy difícil de desterrar. Al final, Santa lo hace como ella quiere. Y me parece muy bien”, comenta el escultor con una sonrisa condescendiente a ese mecanismo de rebelión de la trenzadora. “Me doy cuenta de que tienen otra idiosincrasia que no puedo pescar sólo en una semana. Lo principal es que los tobas están haciendo una escultura por placer. A veces da la impresión de que son indiferentes, pero es parte del prejuicio. Para mí es muy interesante escuchar su cosmovisión.” Los ojos mordisquean los detalles, piden trenzar, anudar el asombro de la mirada con las manos, estampar un rastro efímero sobre la piel del yaguareté. Al escultor se le ocurrió entregar “la orden de la totora” a quienes se atrevan a trenzar. “La idea es que la energía de cada uno quede en la obra. Yo creo en esta energía que se genera”, proclama Juanjo con una paciencia insobornable.

El yaguareté está en peligro de extinción. La escultura de los qom es un grito de las formas que procura encender el despertador averiado en las conciencias depredadoras. “Nosotros, en tiempos antiguos, vivíamos en el monte”, repasa Diego. “Al yaguareté se lo mataba para subsistir; la grasa se usaba como remedio para el asma. Ahora se lo mata por matar, por deporte, y es algo que tratamos de evitar.” En las pupilas de Diego, que trabaja en una cooperativa de limpieza integrada –según cuenta– por “tres tobas y dos criollos”, se pasean sus antepasados, esos hombres que andaban por la tierra, tan libres y sueltos de cuerpo, bajo la protección del espíritu de Qosorot, el Dios del monte. “Cuando un toba iba a cazar, le pedía permiso a Qosorot. Si no conseguía nada, no era el día para cazar.” El relato obliga a ajustar la lente con la que se traducen los rituales. “A los pueblos originarios nos rechazaban; nunca nos atendía ni escuchaba ninguna autoridad política. Pero desde la gestión del gobernador (Jorge) Capitanich, sentimos que tenemos una puerta abierta que nos permite seguir subsistiendo.”

Juanjo admite que es “complicado” armonizar las expectativas artísticas cuando la obra es una gran trenza colectiva. “Tuve que abrirme a la totora porque yo estoy acostumbrado al bronce, el cristal y la tela, como en mi escultura ‘Atrapa soles’”, explica el escultor, ensayando un tono circunspecto. “Me tuve que adaptar al material que ellos manejan.” En uno de los descansos, Diego desglosa el entusiasmo de los visitantes de la Bienal que merodean alrededor de los trenzadores. “El interés se despierta cuando se encuentran con lo desconocido”, pondera. “En última instancia, lo que me importa es la comunicación, que la gente participe –reflexiona Juanjo–. Aporté mi granito de arena y me llevo el intercambio con la gente. La cultura no sirve sólo para ganar premios y guita.”

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