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Martes, 25 de febrero de 2014

PLASTICA › LA DESPEDIDA AL ARTISTA URUGUAYO CARLOS PáEZ VILARó

Tambores, pinceles, un hogar construido como quien amasa

El pasado 14 se despidió del Carnaval batiendo tambores con la comparsa Yambo Kenia, feliz de participar nuevamente en un mundo que conoció bien de cerca. Nació en una familia acomodada, pero no tuvo reparos en mezclarse con la cultura popular.

 Por María Daniela Yaccar

Se fue de este mundo como quiso. Antes de partir se dio un baño de pueblo, entre tambores, purpurina y abrazos, con aroma a choripán. En el mismo mes en que murió de un infarto, Carlos Páez Vilaró participó de las llamadas uruguayas, que lo entusiasmaban desde los años ’40. Gozaba de mucha vitalidad: dicen que pintaba todos los días, entre cuadros de gatitos y soles. Tenía noventa años. Falleció ayer en su lugar en el mundo: la famosa Casapueblo, la “escultura habitable” de Punta Ballena, a trece kilómetros de Punta del Este, donde vivía. “Se levantó a la mañana. Había descansado bien y estaba conversando con su médico para decirle que tenía un dolor cuando falleció”, informó una de sus hijas al canal de televisión uruguayo Teledoce.

Era un dolor fuerte en el pecho. Ayer lo trasladaron a la sala velatoria de la Asociación General de Autores. Por su importancia para la cultura uruguaya, será velado durante la mañana de hoy en el Salón de los Pasos Perdidos del Palacio Legislativo. Luego, sus restos serán trasladados al Cementerio del Norte. En un texto que escribió este mes para el diario charrúa El País, Páez Vilaró se despedía del Carnaval más largo del mundo y, también, de la vida. El 14 de febrero fue el día en que vivió su última llamada. Participó con la comparsa de candombe Yambo Kenia. “Durante setenta años, entreverado con la comparsería y a tambor batiente, cumplí ese extraño rito particular de acompañar las llamadas, inyectando la música del folklore de calle a mi pasión por la pintura”, escribió. “Hoy, cumplidos mis noventa años, así como en mi mano derecha mantengo apretadas las manos de todos los amigos que coseché en el camino, el viejo tambor machucado guarda en su barriga el recuerdo de todas mis andanzas candomberas.”

Durante varios años no había intervenido en las llamadas por problemas de salud. “Hoy a la noche, cumpliendo mis noventa, cerraré mi aventura entre tambores. Un final que nunca quise aceptar, pero que la vida nos obliga a cumplir”, escribió quien mejor pintó la cultura de raíz africana que rodea al Carnaval uruguayo. Hay fotos de hace no más diez días que muestran a este hombre cano enfundado en un traje brillante, encorvado, tensando su tambor con fuego, en una callecita cercana adonde en el pasado se ubicaban las viviendas comunitarias del Uruguay. Se fue como quiso, dejó retumbando el eco de un piano de siete kilos que le había obsequiado Juan Velorio, el más famoso ingeniero del tambor. “No hay un pésame. Papá trabajó hasta el último día. Llegó lúcido e impecable”, dijo otro de sus seis hijos, Carlos, para el Canal 12 del país vecino. En prácticamente todas las entrevistas que le hicieron han resaltado su buen humor, su hiperactividad y carisma. “Tenía la picardía de un niño”, lo describió ayer María Dezuliani, la directora de la casa-museo Casapueblo.

El hacedor

Para el pintor, escultor de toda clase de materiales y ceramista –y además escritor y compositor, aunque él se decía “hacedor”– nacido el 1º de noviembre de 1923 en Montevideo, la vida fue un carnaval. Se hacía llamar “el pintor del medio del río”, porque pasó su juventud en Buenos Aires. Primero trabajó en una fábrica colocando las cabecitas de los fósforos y después fue aprendiz en imprentas de Barracas y de Avellaneda. Vivió en pensiones y hoteles. Conoció a Divito, a Lino Palacio y a otros dibujantes legendarios. Eso fue lo primero que le gustó: hasta el momento no sabía que iba a pintar; dibujó mesas en un cabaret del Bajo gracias a un sistema de trueque medio extraño. Tenía que sacar a bailar a las chicas que querían mostrarse. Después entró como cadete en una empresa de publicidad y le vendió un dibujo a la firma Picardo. Enfermo, en la década del ’40 volvió a Montevideo y quedó fascinado con el Carnaval, específicamente con su capítulo más tradicional: las llamadas de candombe. Sus primeras obras abordaban temas folklóricos de su país –pericones, caballadas, escenas camperas–, hasta que la vida del negro uruguayo acaparó su atención. Su más destacada influencia fue Pedro Figari. “El pintó a los negros del recuerdo. Yo pinté a los de la realidad”, dijo una vez.

Había nacido en el seno de una familia adinerada, hijo de diplomáticos de Pocitos, y había crecido en “una casa que mojaba las rodillas en el mar”, pero su búsqueda lo llevó a vivir en un conventillo del barrio Sur, el Mediomundo, hoy demolido. Era un antiguo caserón habitado por familias de la colectividad afrouruguaya. Allí, en una pieza conocida popularmente como Yacumenza, pintó coloridos cartones y lienzos sobre el candombe, las lavanderas, los mercados, los velorios, los casamientos, los tamborileros, los bailongos. No solamente miraba (vivía) y pintaba esas escenas, también en ese cuartito empezó a componer candombes (que se plasmaron en el disco Afrikandombe), a decorar tambores, ropas, estandartes, a tocar el piano y el tamboril. Comenzó, además, a dirigir coros y así se convirtió en uno de los más importantes promotores de un folklore que, en ese entonces, no era del todo comprendido y, mucho menos, masivo.

“Estaba por irme de Montevideo porque me parecía un lugar triste, oscuro, chato. Estaba por venirme a la Argentina. Cuando ya había tomado esa decisión, vi pasar una comparsa de negros. Me conmovió profundamente el sonido, el movimiento, el ritmo. Y me dije: ‘Ahí está la cosa’”, contaba a la revista Ñ hace cinco años, entrevistado con motivo de una retrospectiva que fue abrazada por una multitud. La obra pictórica de Páez Vilaró –quien jamás pasó por una escuela de Bellas Artes– excede, por supuesto, la temática de la negritud. Pintó mujeres, soles, abstracciones (en los ’60), hizo collages (en los ’70) y obras con arena. Omnipresentes son los gatos: los amaba. En Casapueblo tenía cuatro, llamados como los puntos cardinales. Y en el Tigre –donde está su museo-atelier Bengala y donde se instalaba ocasionalmente en los últimos treinta años–, diez o doce. “Son mis amigos más antiguos, mis amigos silenciosos, y estéticamente me entretienen”, decía.

Era blanco y de ojos claros, y viajó por todos los países de Latinoamérica con fuerte presencia de negros (Brasil, Haití, República Dominicana, Ecuador) y, claro, terminó en Africa, donde recorrió diecisiete naciones y pintó murales, en coincidencia con el proceso de independencia del continente. Su vida estuvo llena de hazañas. En Africa vivió un tiempo en un leprosario, en Lambaréné (Gabón), y colaboró con el Premio Nobel de la Paz Albert Schweitzer. En el Congo escapó de una condena a muerte. Había llegado contratado por el gobierno para pintar un mural. Y estaba en la mira de un comando militar que lo creía comunista por haber nacido en Uruguay. Escapó con la ayuda de un grupo de argentinos. “Fue una odisea interesante para contarla. No para vivirla”, dijo en una entrevista con El País.

Entre otras hazañas de su trayectoria se cuentan haber conocido a Picasso –a quien le regaló “un cuadro costumbrista, de negros”–, Salvador Dalí, Jean Cocteau, Jean Cassou, Andy Warhol, el Che Guevara, Marlon Brando, Borges, Onetti, y muchos otros. En 1967 cerró el Festival de Cannes con un documental sobre Africa llamado Batouk (del que fue coguionista). En 1960 pintó en la sede de la OEA en Washington el mural Raíces de la paz, considerado entonces el más largo del mundo, por sus 162 metros.

Querer tanto la vida

Casapueblo es su obra más famosa, pero cuando le preguntaron cuál era su orgullo él respondió: “La Capilla Multicultos del cementerio Los Cipreses, en San Isidro. En ella logré sumar todas las disciplinas que he intentado: vitrales, pintura, los pisos. Muchas veces tenía que dejar el andamio y suspender el trabajo porque llegaba un entierro. No es fácil para un hombre que quiere tanto la vida pintar la muerte”.

Pero en el imaginario colectivo, la enorme, blanca y extraña Casapueblo ocupará un lugar privilegiado. Todo surgió porque un día se miró al espejo y no encontró en su rostro una sola línea recta. Entonces pensó en una arquitectura más humana, “con concepto de horno de pan y amasada con mis propias manos”. A comienzos de los ’60 empezó a construir el complejo arquitectónico emplazado en Punta Ballena, que hoy funciona como hotel –que no era de su propiedad–, museo y fue su taller. La estructura se iba modificando con el tiempo: él decía que, en total, Casapueblo le tomó cuarenta años.

Ahora, en Punta Ballena izaron una bandera negra en señal de luto frente a la “escultura habitable” que Páez Vilaró levantó sin planos, con sus propias manos, con “la libertad de un hornero”, sobre los acantilados que miran al mar, con la ayuda de pescadores, y cuando ése era un lugar inhóspito y vacío. En Tigre construyó Bengala, su Casapueblo argentina, aprovechando los cimientos de una antigua casa de fachada ferroviaria. No hace mucho habló bien de Sergio Massa: vaticinó que sería “el próximo presidente de los argentinos”. “Tengo devoción por la gente joven, hay que cambiar los apellidos tradicionales de la política”, sostuvo. En contraste, en las últimas elecciones había votado a Mujica: “Le tomé una tremenda simpatía, es un hombre de gran sencillez, muy franco en sus decisiones y en su manera de actuar”.

Otro capítulo importante de su vida, que ningún repaso puede obviar, está signado por una tragedia. En 1972, su hijo mayor, llamado también Carlos, sufrió un accidente junto a otros jóvenes del equipo Old Christians que volaban hacia Chile para disputar un partido de rugby. El avión que los transportaba cayó en la Cordillera de los Andes: es la historia de Viven. La búsqueda de los sobrevivientes duró 72 días. El hacedor no se quedó quieto: organizó expediciones, reclutó voluntarios, consultó videntes, parapsicólogos y hasta se internó en la Cordillera. Lo tildaron de loco. Pero había sobrevivientes. Eran dieciséis, y entre ellos estaba Carlitos Miguel.

Luego de esta experiencia, Páez Vilaró escribió Entre mi hijo y yo, la luna. “Aquel que lo lea entenderá hasta qué grado se ocupó y se preocupó por mi suerte, cómo trató de ubicarme, de qué manera mantuvo viva la seguridad de que su hijo no había muerto. Y después, todavía, le pareció que hacía falta algo más. Entonces escribió ese libro de 240 páginas. Lo hizo porque así hace todo. No sabe actuar de otra manera”, dijo Carlos Miguel, quien también escribió un libro sobre aquella historia. En el propio, Carlos Miguel se quejaba de que su padre le había quitado protagonismo. “Es difícil imaginar que la figura de un padre como el mío no le genere conflictos a su hijo. Y serios. Además, casi podría decirse que él se ‘robó’ la historia de los Andes (...). No se metió en ella de cualquier manera, sino que lo hizo para darse la oportunidad de ejercer su característico protagonismo.” Duro. Todos los grandes tienen sus grises.

Páez Vilaró tenía seis hijos, tres con su primera esposa, Madelón Rodríguez Gómez, y tres con quien era su actual pareja, Anne-tte Deussen. Tres de sus hijos son argentinos, tres uruguayos. Entre la crónica y la biografía publicó otros títulos: Así te veo... Montevideo (1985), Cuando se pone el sol (1993) y Arte y parte (1995). Escribió libros sobre candombe. Cuando cumplió noventa años, le dijo a La Nación: “Mi vida ha sido siempre un intento. Intenté la pintura sin maestros, intenté la cerámica sin ser alfarero, la arquitectura sin ser arquitecto, la música sin ser músico y la cinematografía sin saber filmar. He sido una aspiradora”.

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La idea de Casapueblo surgió buscando una arquitectura más humana, “con concepto de horno de pan y amasada con mis propias manos”.
Imagen: Télam
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