espectaculos

Martes, 8 de abril de 2014

PLASTICA › YO, NOSOTROS, EL ARTE, EN EL ESPACIO DE LA FUNDACIóN OSDE

El arte y los artistas, ensimismados

La exposición se compone de obras en las que los artistas son el tema: la autorrepresentación, los grupos de pertenencia, el taller, la politización, el oficio. Un panorama argentino desde finales del siglo XIX hasta el presente.

 Por Laura Malosetti Costa *

De todos los factores que han sostenido y sostienen el “mundo del arte” en nuestra sociedad, la figura del artista parece la más sólida y duradera, más aún que las obras mismas: sigue creciendo en el imaginario social y amenaza desbordar antiguas barreras de género, raza y clase. La acepción más difundida del término “artista” refiere hoy al universo de las artes visuales, en tanto que hasta hace algunas décadas se aplicaba de preferencia a los actores y actrices de teatro y de cine, cantantes, músicos. La excepcionalidad de los artistas, el enigma que los rodea, se sostiene en un diálogo entre su manera de presentarse –y autorrepresentarse– y lo que otros actores (mercado, crítica, público, instituciones) construyen a su alrededor.

Desde la antigüedad se han tejido sobre la figura del artista imágenes y leyendas que están en el entramado mismo de la historia del arte. Sin embargo, en los textos que nos han llegado de poetas, filósofos, retóricos, historiadores de la antigüedad griega y romana, conocedores y admiradores de numerosas obras de pintura y escultura, la figura del artista visual no fue objeto de reflexión ni despertó particular interés. Escultores y pintores fueron considerados como trabajadores manuales (banausos), portadores de una serie de saberes y técnicas racionalmente organizados (techné), una actividad mucho menos prestigiosa que la de poetas, filósofos o músicos. No era el genio creador sino la pericia en la observación de la naturaleza y el manejo de los materiales lo que daba como resultado las obras que asombraban por su perfección y belleza. Se admiraron las obras pero no a sus creadores.

Pero aun cuando estuvo explícitamente prohibido a los pintores y escultores de la Grecia Antigua firmar sus obras, lo hicieron con asiduidad desde el siglo VI a. C.; Fidias fue condenado por una corte ateniense por introducir su autorretrato en el escudo de su estatua de la diosa Atenea. Luciano, que fue aprendiz de escultor, aconsejaba a los jóvenes que no abrazaran ese oficio, ya que aun cuando hicieran obras tan bellas como Fidias o Polícleto, finalmente vivirían atados a ganarse la vida con el trabajo de sus manos (Somium, 9). Sostiene Moshe Barasch que fue en la época helenística tardía cuando “el pensamiento filosófico encaró seriamente penetrar en el misterio del acto de creación de una imagen”. No sólo comenzó a cambiar la posición social de los artistas (es paradigmático el caso de Lisipo en la corte de Alejandro Magno), sino que, sobre todo, la cuestión de la creatividad y la imaginación empezó a ser valorada: el artista que otorga una forma visible a los dioses no traduce solamente ideas o descripciones verbales, crea en su mente una imagen tan poderosa que será luego imposible separarla de la idea misma de la divinidad. Así, su facultad creativa para dar forma visible a lo desconocido se vinculará con la de aquellos (los dioses) que dieron forma visible a las cosas del mundo. Nada menos.

De modo que en los primeros siglos de nuestra era, la valoración de la obra terminada como mímesis (por su cualidad de imitación de la naturaleza) comenzó a dejar lugar a la valoración de la creatividad y la fantasía y, por ende, al interés por el artista. Las imágenes mentales darían lugar a la forma: la Idea fue la clave que permitió a los artistas visuales acceder al rango de las artes liberales, las del pensamiento y el espíritu. Este sesgo que comienza a aparecer en algunos textos helenísticos, sin embargo, sólo dio sus frutos más de mil años después, en el Renacimiento, cuando una nueva idea de genio creador emancipó a los pintores y escultores del anonimato de los gremios y guildas medievales en las primeras ciudades modernas italianas y flamencas. Los grandes nombres, de Giotto a Leonardo y Miguel Angel, persisten como paradigmas del genio creativo: había nacido la figura del artista moderno.

Ahora bien: los estudios ya clásicos acerca de la posición social de los artistas europeos a lo largo de la Edad Media –una condición de trabajo colectivo, colaborativo y anónimo– hoy están siendo revisados poniendo en foco los innumerables autorretratos medievales que es posible encontrar en manuscritos, vitrales, tallas, tapices, mosaicos, relieves, muros y pavimentos. Los artistas encontraron modos de firmar sus obras introduciendo su autorretrato en ellas de manera explícita: se representaron en el acto de realizar, terminar o dedicarlas a sus comitentes. Esos autorretratos ocultos conmueven como un desafío, una afirmación del valor de la propia obra y el deseo de aparecer en ella, impulsos que perduran hasta hoy.

Desde el Renacimiento, los artistas visuales se retrataron a sí mismos y a otros artistas y con frecuencia en esos autorretratos pusieron en imágenes no sólo su mirada sobre sí mismos, sino también sus ideas acerca del arte, sus convicciones, sus miedos. Aun cuando no haya en ellos un comitente ni un fin específico (a menudo esas obras no tuvieron por destino el mercado ni su exhibición), estas obras no plantean una introspección en solitario, sino que constituyen una de las maneras de dar forma a una vida de artista. Las biografías fueron (y hasta un punto todavía lo son) una de las vías más difundidas para explicar y organizar un relato para la historia del arte. En una relación recíproca, cada artista se ve (y se representa) a sí mismo buscando su lugar en el marco de las tradiciones recibidas, sus convicciones y valores de referencia.

Los tópicos –repetidos una y otra vez bajo diferentes formatos y con ligeras variantes: ausencia de maestros, niñez prodigiosa, el artista como héroe o como mago, superando obstáculos de toda índole, su rebeldía respecto de las normas establecidas y su posición peculiar en la sociedad (y hasta su condición divina)– dieron forma al género biográfico de las primeras historias del arte (desde Giorgio Vasari en el siglo XVI), pero también a los modos en que los artistas se han percibido a sí mismos y se han relacionado entre sí y con la sociedad. Kris y Kurz analizan en detalle la larga trascendencia de la biografía de Giotto: el pequeño pastor descubierto por Cimabue al pasar cuando dibujaba en una piedra sus ovejas. Son innumerables también las pinturas y esculturas que tomaron ese episodio de las Vidas de Vasari como tema hasta bien entrado el siglo XIX. Entre nosotros, fue el asunto de una escultura temprana de Francisco Cafferata (conservada en el MNBA), cuyo suicidio en 1890 a los 29 años lo llevó a ser considerado uno de los primeros mártires de la cruzada por el arte argentino.

Giotto encarna el topos del artista moderno. El modo en que Benito Quinquela Martín, por ejemplo, relata su niñez (como huérfano trabajando en la carbonería de su padre en La Boca del Riachuelo de Buenos Aires, donde es descubierto al pasar por el director de la Academia Pío Collivadino) se encuadra en esos moldes antiguos.

La historia canónica del arte moderno se construyó identificando una serie de héroes y mártires que desafiaron la autoridad (y la democratización que supuso) de la enseñanza académica entre los siglos XVI y XX. En el siglo XIX fue ganando terreno la imagen del genio moderno como una personalidad no sólo creativa, sino también apasionada, temperamental y bohemia. El mito del artista romántico incomprendido por una sociedad materialista, empeñado en una lucha desigual contra todo tipo de dificultades, fue creciendo alrededor de figuras emblemáticas como Millet, Courbet, Tolouse-Lautrec o Van Gogh. Como sostiene Michael Wilson, “artistas, escritores y críticos contribuyeron a consolidar la imagen del artista-héroe rebelde, aislado y sufriente en su genio, y son pocos los artistas que no se identifican de algún modo con esta figura mítica”. Tal vez la idea del artista filósofo ha ido ganando cada vez más terreno a la admiración por el virtuosismo técnico, pero ambos aspectos se sostienen en una ecuación delicada e inestable. (En el Espacio de Arte de la Fundación OSDE, Suipacha 658, hasta el 3 de mayo.)

* Doctora en Historia del Arte, investigadora del Conicet y docente universitaria. Fragmento de la introducción del texto escrito para el catálogo.

Compartir: 

Twitter

Narciso de Mataderos, de Pablo Suárez y, al fondo, autorretrato de Antonio Berni.
 
CULTURA Y ESPECTáCULOS
 indice

Logo de Página/12

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados

Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.