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Martes, 13 de marzo de 2007

PLASTICA › ANTOLOGICA DE SUS PINTURAS EN EL MUSEO NACIONAL DE BELLAS ARTES

Rómulo Macció abre la temporada

Una potentísima exposición de pinturas en grandes formatos, colores vibrantes, fuertes contrastes y carga evocativa.

 Por Fabián Lebenglik

En Retratos y lugares, la nueva muestra de Rómulo Macció, la pintura se impone con una fuerza, color y libertad que inmediatamente impactan: y ese impacto se produce tanto al volver a ver cuadros ya vistos como al pararse por primera vez ante obras recientes. Macció –pintor hace más de medio siglo– se sostiene a través de una pintura generalmente enfática, de colores fuertes, de contrastes que quitan el aliento, de pinceladas notorias, de gestos a la vez impulsivos y controlados, de superficies que, más allá de ser abstractas, figurativas o neofigurativas, resultan campo propicio para el acto de pintar.

La muestra que se presenta en el Museo Nacional de Bellas Artes –y con la cual abre su temporada 2007– recorre básicamente tres o cuatro temas: a través de pinturas que se despliegan en grandes formatos –varias obras alcanzan los tres metros y medio, o cuatro metros, de ancho o de alto–- pueden verse paisajes urbanos, retratos, y la imagen del agua (río, mar, fuente). Hay un subtema (de los retratos o de la dinámica urbana) en el que entra la tecnología a través de pantallas, teclados y computadoras, donde estos elementos entran en la cotidianeidad como obstáculos. La fuerte carga actual y juvenil de su pintura no deja, sin embargo, de resultar fuertemente evocativa, en una combinación de riesgo y experiencia. A esto debe sumarse que en Macció el género del retrato supone una concepción ampliada, que no se limita a los rostros y cuerpos de personas, sino que incluye a las ciudades. La ciudad retratada como máquina arquitectónica, donde se juega una geografía humana, será así retratadas del mismo modo que una persona, a través de aquellos gestos, detalles y características que siempre resultan reveladores.

Los cuadros urbanos remiten a la ciudad de Nueva York: edificios, avenidas, construcciones, nieve, proliferación de autos, reflejos, vapores.

En las obras sobresalen la luz y el clima. Y la luminosidad entra en contraste con la sombra. El clima aparece en sentido literal –porque Manhattan tiene veranos e inviernos rigurosos, de modo que la meteorología resulta clave para la variación de la intensidad de la luz, y así nevadas, tormentas, vapores, calores afectan, definen o distorsionan la visión de los objetos– y también el clima se juega en sus sentidos segundos: modos de vida, ambiente, circunstancias generadas por comportamientos sociales o individuales. En esta línea pueden citarse: Reflejos de Manhattan, Reflejos y vapor en Manhattan, Vidrios y automóviles, Puente de Brooklyn, Refrigeradores y nieve, todos cuadros de los años noventa. Según cada tela, el aire se vuelve denso, se opaca o se aclara y actúa sobre la percepción para que las figuras se vean delineadas, deformadas, desvaídas, indeterminadas...

Los paisajes propiamente dichos, que responderían más ajustadamente a la tradición del género, exhiben un carga personal y poética muy fuerte, como muestra el impresionante Río de la Plata, de 1997, una tela de noventa centímetros de alto por casi tres metros y medio de ancho, en donde el pintor divide el plano a lo ancho violentamente en dos y evoca la línea virtual del horizonte a través de una proporción (de casi cuatro a uno) acentuadamente apaisada. El corte entre cielo y agua marca también un modo de pintar, un artificio técnico que le permite utilizar los colores más sorprendentes: un cielo rojo y un río dorado. El río o el cielo se vuelven zonas de gesto libre para la práctica de la pintura: campos de color que vibran ante el ojo.

Hay también dos paisajes de Castilla al fondo del enorme pabellón del MNBA: dos telas de dos metros por cuatro, pintadas en 2000 y 2001, que exhiben melancolía y reflexión, casi como un homenaje a los modos de pintar de comienzos de la modernidad: vistas aéreas y vaporosas, filtradas por la luz y el aire que evoca el lugar.

Podría decirse que Macció es muchos pintores a la vez. A lo largo de cincuenta años su pintura fue mostrando un desarrollo propio, y en este sentido las variaciones se registraron a través del tiempo. Pero el artista también ofrece variaciones simultáneas, sincrónicas, de un cuadro a otro, de una serie a otra.

Si el estilo es una manera de dirigirse a los otros (en términos expresivos o discursivos), puede pensarse también que es un modo de conectarse con el futuro. Pero en Macció esa instancia de futuro siempre se actualiza, lo cual se comprueba cuando vuelve a mostrar cuadros de décadas anteriores; cuando renueva la mirada del espectador y arma nuevos contextos, nuevas muestras, otros recorridos, distintas antologías. Así, cada combinación produce una doble mirada, tanto retrospectiva como presente.

El pintor ya construyó una obra y en todos estos años también construyó un espectador a la medida de su obra. En este punto, ese estilo propio es como un modo de mirar el mundo. En toda disciplina el ideal del artista es crear una obra que genere sus propias maneras de ser vista, leída o escuchada. A lo largo de todos los años dedicados a la pintura, Macció pasó por el surrealismo, por la gestualidad informalista, por la neofiguración, por la figuración. Y su nombre, inevitablemente, está ligado a los de Noé, de la Vega y Deira, cuando juntos hicieron la Otra figuración (1962-1965). Aquel fue uno de los momentos más relevantes de la historia de la pintura argentina, tanto por relación de sincronía con el arte internacional, como por su conexión con los demás campos de la cultura. (MNBA, Libertador 1473, hasta el 22 de abril.)

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Detalle de Reflejos y vapor en Manhattan, de Rómulo Macció; 180 x 360 cm.
 
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