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Martes, 26 de junio de 2007

PLASTICA › BIENAL DE VENECIA: HIRST, KABAKOV, LEON FERRARI

Recorrido por la ciudad del arte

Bajando por el Gran Canal veneciano, el arte contemporáneo contrasta con la Historia. La muestra de León Ferrari.

 Por Fabian Lebenglik
desde Venecia

El recorrido por la Bienal es también un recorrido por la ciudad. A la vuelta de la casa donde vivió Marco Polo, o frente a un palacio del siglo XVII, tras el edificio donde Lord Byron escribió su Don Juan o Vivaldi sus conciertos, se emplazan obras de innegable aire contemporáneo, que contrastan marcadamente con la ciudad-museo veneciana a modo de un simbólico salto al vacío. Ese salto, una suerte de puesta en acto del más notorio anacronismo, es lo que también forma parte del encanto, que se reparte entre la decadencia y la contemporaneidad. En cada rincón de Venecia se siente el peso de la historia y al mismo tiempo la Bienal supone un recorrido por el arte del presente.

En la propuesta de esta edición ese salto no es por vía de la razón, sino desde lo estrictamente visual y poético. Todo lo demás –el concepto, la ideología, las intenciones, la razón argumentativa– está también presente, absolutamente inscripto en cada obra, pero aquí las exhibiciones comienzan por lo visual y sensual.

Una de los recorridos más usuales es navegar de punta a punta el Gran Canal, desde, por ejemplo, la parada Ferrovia hasta Arsenale. El curso de agua que identifica a Venecia serpentea como una letra “S” invertida y atraviesa toda la ciudad de Noroeste a Sudeste. El viaje lleva unos cuarenta y cinco minutos, y en ese trayecto se tiene la primera impresión acerca de la relación particular que el arte contemporáneo establece con la ciudad, entre junio y noviembre de los años impares. Desde el vaporetto el ojo va descubriendo todas las obras emplazadas y las exposiciones anunciadas, bien visibles o a veces casi escondidas. Palacios, puentes, muelles, plazas, fachadas, balcones, ventanas, torres, columnas, embarcaciones... en todos esos lugares y por todas partes se cruza el arte en la ciudad. La relación entre arte y ciudad, entre Venecia y las obras que la Bienal o los eventos paralelos han decidido emplazar por todas partes, es inevitable y productiva. Arte y viaje –navegar, caminar, perderse, turistear, volverse flanêur– resultan constitutivos de esta más que centenaria bienal artística.

Dos de las obras más conspicuas que se destacan en el recorrido por el Gran Canal son las piezas del polémico inglés Damien Hirst y de los lúcidos ucranianos Ilya y Emilia Kabakov (nacidos en la ex URSS y residentes en Nueva York).

La obra de Hirst (nacido en 1965) es una enorme calavera plateada, hecha con ollas, pavas, cacerolas y otros recipientes de cocina (ver foto). El tema de la muerte, la enfermedad, la transformación y la farmacología son constantes en la obra de Hirst. El artista inglés presenta hasta fin de junio una de las más impactantes muestras colaterales de la Bienal. Se trata de La nueva religión, donde Hirst reactualiza el sentido de aquellos “paraísos artificiales” que se buscaban con las experiencias psicodélicas durante los años ’60, a través de las drogas. En el caso de la muestra veneciana, los cuadros y episodios bíblicos, junto con todos los elementos de la misa, están hechos con pastillas, cápsulas y tabletas de medicamentos. Es una crítica radical y –precisamente– ácida a la religión, la farmacología y los laboratorios multinacionales. La dependencia química y la industria de los medicamentos, vistas una como revés de trama de la otra. En el caso de Hirst, el círculo se cierra con un dato objetivo y no menor: se trata del artista vivo cuyas obras cotizan más caro en el mercado de arte contemporáneo. Y si bien la Bienal no está directamente relacionada con el mercado, dado que no es una feria, resulta sin embargo innegable que influye sobre éste. A las bienales no se va a comprar obra, pero hay legiones de coleccionistas, compradores de museos, marchands y galeristas que la recorren desde tal perspectiva.

En el caso de los Kabakov, la obra resulta consistente con la lógica de la ciudad. Si bien estos artistas vienen realizando embarcaciones como obras de arte, ahora el gesto se vuelve casi “natural”: un velero artesanal de gran tamaño, que busca generar un diálogo entre culturas (ver foto).

Ilya Kabakov trabajó durante casi medio siglo ilustrando libros en Moscú. Un año antes de la caída del muro, y luego de haber experimentado su paso como un artista abstracto reconocido en el círculo de los opositores al régimen soviético, Kabakov se fue a París y luego termina por instalarse en Nueva York. Su obra pasó a formar parte del circuito internacional y durante los últimos quince años ya no hay bienal o gran museo que no lo hubiera incluido en su programación o colección.

Su formación como artista gráfico e ilustrador resulta notoria en esta obra pública que presenta en la Bienal. Se trata de un refinado intelectual, crítico con el presente, que siempre tiene un rasgo de belleza y lucidez para aportar al mundo del arte y al de las ideas.

Cuando el vaporetto llega a Arsenale falta recorrer unos cuantos metros hasta llegar al gigantesco lugar de exposiciones. En ese camino, el visitante se cruza también, por supuesto, con la vida cotidiana de los venecianos, calles, pasadizos, minúsculas plazoletas, pasajes muy angostos, conversaciones, olores y aromas que provienen de las casas. Músicas de todo tipo, ropa tendida de ventana a ventana. Allí, una de esas cuerdas tensadas de un edificio al otro, donde cuelgan las prendas secadas al sol: hay quien supo interpretar el sentido de esta Bienal, que según el propio curador, Robert Storr, busca ser específicamente artística, para que toda otra interpretación corra por cuenta de los visitantes: unas camisetas colgadas ofrecen la sintética (y antiutópica frase) “I won’t change the world” (“No quiero cambiar el mundo”) (ver foto).

Unos metros más y llegamos al gigantesco galpón de los Arsenales, donde está la mayor parte de los artistas convocados por el curador: ese galpón, luego de una zona de recibimiento, se abre con la muestra del gran León Ferrari y se cierra con la muestra de Guillermo Kuitca (cuya obra, además de constituir el envío oficial argentino en el Ateneo Veneto, integra la selección del curador en los Arsenales).

La exposición de Ferrari es una de las más visitadas de la Bienal: oleadas de gente de todas las edades; periodistas, críticos, directores de museos, comités de compradores, radio, televisión.

Su larga trayectoria está apretadamente resumida en una breve serie de trabajos elegidos por Storr y montados por la curadora argentina Victoria Noorthoorn. La obra de Ferrari resulta muy conocida y familiar para el público argentino, pero desde hace menos de una década comenzó a llamar fuertemente la atención de grandes museos del mundo y ahora ya está en plena y veloz internacionalización, hasta lograr también circular en el mercado del arte global.

León Ferrari, a sus 86 años, con su creatividad y su pelea ética y estética intactas, resultó uno de los artistas más entrevistados de esta edición, así como la imagen de su célebre Civilización Occidental y Cristiana una de las más fotografiadas y reproducidas en varios medios de todo el mundo. Aquella crucifixión sobre el avión de combate norteamericano que el artista realizó en 1965 contra la guerra de Vietnam, hoy tiene tanta vigencia como entonces.

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La calavera de cacerolas de Damien Hirst
 
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