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Martes, 14 de agosto de 2007

PLASTICA › UN LIBRO SOBRE LAS PROMESAS ESTETICAS EN EL ARTE ACTUAL

De lo bello a lo “interesante”

A partir de la caída en desgracia del concepto de belleza para valorar una obra de arte surgieron sustitutos modernos y posmodernos que el autor de este libro analiza históricamente. De la estética a la política.

 Por Jose Fernandez Vega

Pocas nociones se hallan tan asociadas a nuestra idea convencional de arte como la de belleza; pocas, sin embargo, se encuentran tan a menudo alejadas de nuestra experiencia habitual con el arte contemporáneo. ¿Cómo se llegó a este agudo contraste? La respuesta debe rastrearse en los laberintos culturales siglo XX. Ellos, a su vez, son desenlaces de una accidentada evolución que estamos obligados a repasar una y otra vez en busca de clarificaciones conceptuales. Porque, como escribió Susan Sontag, “la mejor teoría de la belleza es su historia”. [...]

El giro subjetivo, característico de la modernidad, terminó operando como un factor corrosivo también en la estética y contribuyó a acentuar su crisis. El auditorio que tanto valor revestía para la teoría de la catarsis aristotélica había sido sustituido por el autor como referencia focal desde comienzos del siglo XIX. La expresión del yo se había convertido en todo lo esencial. El desplazamiento de la “clásica” objetividad de la obra por la individualidad del artista, lo que en sí mismo era una muestra del desgarramiento y la desunión que la época moderna traía aparejados, auguraba lo peor.

El derrumbe de la belleza hace sistema, por así decir, con la resistencia posmoderna a los criterios, los cuales llegaron a ser considerados como algo discriminador y en sí mismo perjudicial. Es cierto que un criterio de belleza tiende a jerarquizar, a generar aceptaciones y repudios en su aplicación, y sucede que estas operaciones se volvieron sospechosas de elitismo o intolerancia (o las dos cosas) en un clima de época corrosivo o cínico, que no tenía cómo respaldar valores, ni parecía inclinado a hacerlo. En semejante atmósfera, como advirtió Sontag, la belleza exhalaba un aroma rancio, irrespirable. Era un calificativo pretencioso y dejó su paso al adjetivo “interesante” como contrapuesto, no a lo estéticamente fallido, sino a lo aburrido. En apariencia, “interesante” es el único y adocenado juicio que nos quedaría para calificar una obra o a un autor; todo el resto son encuadres sociales, descripciones técnicas, registro de influencias o mala poesía. La afirmación de la belleza, como la de otros valores tradicionales encubría, según sus críticos, una actitud extemporánea, por no decir autoritaria, que se debía superar para estar al día.

Porque el antiguo “gusto” burgués no encuentra dónde respaldar sus pretensiones de validez intersubjetiva. Ellas se revelaron tan débiles que Kant puso el juicio estético fuera del alcance de la verdad, apenas respaldado en lo que llamó sentido común (sensus communis), un rasgo compartido que posibilitaba la vivencia de pertenecer a la humanidad. Sobre gustos no hay disputas porque no hay una base firme para enunciarlos; son expresión de un placer personal –aunque no enteramente caprichoso– y nunca la evidencia de un argumento o de un hecho comprobable por otros. Hoy, sin embargo, un juicio de gusto no tendría cómo defenderse de los reproches de arbitrariedad y subjetivismo a menos que se reivindique el capricho individual, sólo que el precio de tal inmunización es la mutua indiferencia y, al fin, aceptar la incomunicación. Esto implica por cierto una desintegración de aquella básica idea kantiana de humanidad en la que se fundaba el juicio estético. La crisis de la belleza se volvió crisis del arte, tal como estaba anunciado, pero evidencia también una crisis de comunidad, la disolución de una sociabilidad basada en la igualdad y la identificación mutua.

¿Puede sostenerse lo sublime como sustituto de la belleza? Con el tiempo, la progresiva conquista de la naturaleza volvió a ésta menos amenazadora; los enigmas y amenazas del mundo físico se iban volviendo cada vez más transparentes y manejables para nuestro conocimiento. Ello debilitó la idea de sublime en lo que tenía de espantosa, o de respuesta emocional frente a esa inveterada ignorancia acerca de las fuerzas que gobiernan al reino natural. Aquella racionalización moderna se combinó con un proceso de secularización que desembocó en una condición espiritual “posmetafísica” como algunos –Habermas por caso– la denominan. Parecía entonces que lo sublime estaba destinado a ser desechado como antigualla filosófica. Fue el posmodernismo el que, algo inesperadamente, rehabilitó la palabra, aunque, como se anticipó, sólo después de una resignificación de su contenido.

Pero en la vida contemporánea la experiencia social se nos vuelve cada vez más opaca. Esa oscuridad que no podemos atravesar evoca lo incomprensible, algo que es una característica de la definición tradicional de lo sublime. Este concepto viene a recordarnos que no somos capaces de captar todo el océano en su unidad, ni sabemos cómo dominar una tempestad, ni qué sentido tiene, pero el momento de nuestra impotencia coincide con la experiencia de nuestra grandeza humana. Sin embargo, como explicó un especialista, el calificar de sublime (en el sentido kantiano) un mundo social impenetrable no es una aplicación que pueda llegar muy lejos, puesto que lo incomprensible es sólo una fase inicial, y no el retrato de toda la experiencia de lo sublime según Kant. Hijo del Iluminismo, su concepto no podía conducir a la oscuridad. El sentimiento de lo sublime, terrible al comienzo, se reformula enseguida con la orgullosa satisfacción que acarrea la capacidad de nuestra razón para crear un orden moral contenedor, victorioso. En Kant, el punto de llegada no es lo oscuro, sino la luminosa idea de valor humano que atraviesa toda tiniebla y controla la desesperanza que lo incomprensible podría generar. Hay aquí una patente exaltación de la libertad humana. Subrayando esta orientación, Kant concluye afirmando la estética como un prólogo a la ética. Lo bello y lo sublime se proyectan hacia lo incondicionado, la moral y la libertad del hombre, atributos básicos de su dignidad.

La visión posmoderna de lo sublime es muy diferente incluso a la que había propugnado Adorno. Sugiere que el arte moderno más denso en significados prescinde de la belleza y proyecta hacia el espectador una idea fragmentada de la condición humana. Esta fractura ubica a la belleza en un lugar muy alejado del sensus communis, esto es, de la vivencia de pertenecer a una comunidad, lo que finalmente garantizaba, para Kant, el vínculo entre los libres juicios de belleza de las distintas personas y les permitía coincidir y reconocer, al mismo tiempo, un gusto humano más allá de las inclinaciones personales. Lo sublime posmoderno, escribió Lyotard, se compara a la “retirada del Ser” según Heidegger, pero sin su pesimismo. Es difícil coincidir con Lyotard. ¿Qué consuelo aportarían al vacío social la existencia de nuevas tecnologías en las que él parecía depositar las promesas de evolución artística? En lo sublime kantiano, Lyotard halló todo un arsenal teórico para la defensa del experimentalismo artístico y la búsqueda de la “representación de lo irrepresentable” tras las catástrofes del siglo XX. La fraseología acaso suene por momentos adorniana, pero cabe preguntarse si la actitud política también lo es.

De acuerdo con Adorno, sólo será lícito hablar de “arte bello” cuando éste no se rinde de manera servil ante un público adiestrado por la industria cultural, ni se vuelve cómplice de la barbarie en la sociedad administrada. “Las obras se convierten en bellas por su movimiento contra la pura existencia.” La belleza reside, por tanto, en esa capacidad de resistencia lograda mediante procedimientos estéticos. Ambos términos –rechazo de lo dado y logro formal a partir de los materiales– son solidarios; si se quiere aspirar a la categoría de arte, no es posible pensar lo uno sin lo otro.

El término estético “belleza” adquiere por tanto un sentido muy distinto del convencional: es eminentemente político. Adorno repudia su asociación con nociones como la de “armonía”, “simetría” o “equilibrio”, ideologemas de una serie clásica y luego neoclásica) a la que ni el propio Hegel pudo sustraerse, restando de ese modo potencia dialéctica a su propio pensamiento. Pero “belleza” se encuentra lejos de ser un concepto fundamental en la Teoría estética; el pasaje antes citado constituye más bien una excepción, una ironía desestabilizadora de la inercia acumulada en una noción con una larga tradición. Porque, como recordó Danto, fue la vanguardia la que removió el concepto de belleza, antes central, del territorio del arte y de su definición. Y lo hizo obedeciendo a un impulso político que Adorno asume y prolonga en el plano de la teoría. El llamado “arte bello”, lejos de ser estimado como algo valioso, llegó a ser despreciado desde una perspectiva radical como algo falso. Mientras no vuelva a irrumpir una específica crítica a lo existente, función que la belleza artística verdadera cumplió durante siglos, lo sublime, sostuvo Adorno, puede llegar a convertirse en la única palabra que todavía nos quede para hablar de arte en un sentido no meramente descriptivo.

* Investigador del Conicet y profesor de la Universidad de Buenos Aires. Fragmento del capítulo “Después de la belleza”, incluido en su libro Lo contrario de la infelicidad – Promesas estéticas y mutaciones políticas en el arte actual de reciente publicación (Editorial Prometeo, Buenos Aires, 170 páginas).

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El célebre Botellero de Duchamp, de 1914.
 
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