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Viernes, 2 de julio de 2010

TELEVISION › OPINION

Si te he visto no me acuerdo

 Por Pablo Hernández *

El uso de los archivos en los programas es una muestra más de esa fábrica de olvido. La memoria funda el olvido, se sabe. Mucho más tratándose del efímero fluido audiovisual que nos ofrece la mediocracia nacional por medio de la espectacularidad televisiva. La novedad, si es que algún acontecimiento todavía resiste esa calificación, debe ubicarse en la utilización incremental de lo que podríamos llamar “archivismo televisivo” en el dinamismo que el diseño de la programación requiere.

¿Estamos en presencia de una sofisticada política de la memoria pergeñada por las mentes más brillantes de la materia gris del establishment audiovisual? ¿Es lo que la gente quiere ver? ¿O simplemente es más barato? Probablemente ambas interpretaciones nos acerquen a la verdad, que sabemos que no existe. Veamos: un dispositivo, la TV; una memoria, la del “archivo”; un destinatario, “la gente”. En el principio, la conciencia de la gente. El “gentismo” de las televisoras comerciales debía ser histórico, necesitaba serlo para lograr eficacia en la identificación de las audiencias con la empresa, con el canal. Pero, al mismo tiempo, debía recortar, acotar, amoldar esa historicidad al sistema de eficacia signado por la velocidad, la espectacularidad y el entretenimiento. La historicidad audiovisual y televisiva se torna entonces “menos” historia.

En su momento más probablemente político, el documental, esquivo a la TV, se hace presente en las pantallas como historia (cerca de la escritura y de la política), como relato consolidado que, sin embargo, le es ajeno. Transcurre, discurre en relatos y narraciones que no terminan de legitimar a la TV en sí, pero sobre todo “para sí”. Hacía falta algo más. La combinación de crisis económica, video-política y referencialidad catalizaron procedimientos y poéticas. Siguiendo a White Hayden, la nueva trama en la que incipientemente se inscriben los programas de archivo se aleja de la política en pos de la “opinión del público”.

Profeta irrefutable de lo existente, como diría Adorno, nuestra TV en movimiento histórico es voluntad por recordar lo efímero, presente en la iconicidad de lo “brevemente existente”. Su memoria se ahistoriza, despolitizando, y así se hace eterna. Artefactos privilegiados de esa memoria (in)mediatizada, los “programas de archivo” funcionan casi como un antigénero documental. En un primer momento de su uso referenciaban en la historia reciente (Las patas de la mentira), interpelando a “los políticos” (enemigos tradicionales de la “gente”) en busca de una verdad inmanente: siempre mienten. Luego adquirieron relevancia como arietes de una belicosidad acrecentada por los conflictos de intereses en juego, cuya visibilidad se sostiene en materialidades tan añejas como consecuentes al explicar comportamientos revaloradamente políticos. Preferentemente como adecuaciones de noticiero, las imágenes de archivo contribuyeron a la ficcionalización del enemigo.

Pasado el momento álgido de la confrontación, queda el sistema. Y éste indica que es muy económico producir programas con imágenes que no pagan derechos, más aún si son propias y generadas cotidianamente. Actualmente han sido completados, alcanzados por la autorreferencialidad. No pueden, no quieren escapar a la banalización reductiva de la pantalla: son los documentales cada vez más ficticios de “su” historia. Pequeña, mediata, organizada en torno de conflictos de baja intensidad entre farandulescas figurillas que nos permiten recordar lo que sabemos olvidable, ya que “es necesario olvidar para estar presente, olvidar para no morir, olvidar para permanecer siempre fieles” (Marc Augé, Las formas del olvido).

Como no reclama una potencialidad política peligrosa, el archivismo contribuye a la conciencia reaccionaria de “la gente”, porque es militante del olvido y la despolitización. Al recurrir a una memoria para interpelar a la política, hay que politizarla. Para olvidar hace falta voluntad, una costumbre de olvidar recurriendo incluso a la memoria ficcionalizada y, ahora sí, esterilizada.

* Profesor e investigador especializado en Políticas de Comunicación UBA y UCES.

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