Miércoles, 16 de noviembre de 2011 | Hoy
TELEVISION › OPINIóN
Por Horacio González
He aquí unos apuntes sobre una experiencia televisiva, como invitado al set, en donde he visto y escuchado una canción de Barragán, no en el programa en que originalmente se ha transmitido. En este caso, se trataba de un programa que recoge con intención paródica hechos previamente filmados y sometidos a montajes incesantes. De la suma de injertos extraídos de la inagotable red de transmisiones diarias surgen hilos narrativos impensados. Son presentados como “resumen de la semana”, no sin angulaciones políticas pero sumergidas en un tono humorístico general. El invitado actúa, proponiéndoselo o no, como “crítico de televisión”. Pero los temas aparentemente intrascendentes o puramente irónicos eran los más interesantes: los parecidos físicos en los rostros de las personas, las peleas entre hermanos, las creencias cabalísticas, los hoteles gay, las personas que se retiran abruptamente de un programa de televisión, las relaciones entre las culturas eruditas y “el chorizo humeante” (este último, tema de la canción de Barragán). Todo ello mezclado con el trágico derrumbe del edificio de la calle Mitre y la caída de Berlusconi.
Hace ya muchos años, el recordado crítico y filósofo Oscar Landi había comparado a la televisión con un palimpsesto. Es decir, con un sistema de imágenes sobreimpresas y esfumadas que, recombinadas a través de recortes de recortes, nos conducen al mito televisivo por excelencia: la televisión hablando solamente de sí misma, ejerciendo un autocomentario perpetuo que nos atrae por no tener fin, y desilusiona por no producir ningún plano de última instancia que pueda juzgar tal caleidoscopio desde un nivel superior. ¿Se puede hacer esto? No parece que fuera posible dentro de la televisión.
Sin embargo, el programa al que me refiero nos presenta en estado puro la lógica profunda de la televisión, que tiende a la fusión de géneros, al pasaje inesperado entre los sentimientos de congoja (caída del edificio) a los sentimientos cómicos, propios de las legítimas arenas del circo (peleas entre mellizos o rostros parecidos, lo que nos llevan a soportar la revelación de que cada fisonomía es irreversiblemente única). Forma extrema de la duda sobre cuál sería la emotividad efectiva que corresponde a cada situación, la televisión vive deslizándose de un sentimiento a otro, como lo han hecho las artes populares desde sus remotos orígenes. Si el circo fue la solución encontrada para lograr y hacer tolerables los cambios vertiginosos desde el plano trágico al cómico –y ambos sostenidos en un pacto ficcional con sus públicos–, la televisión ha llevado este vértigo a su consumación final. “No sé si reír o llorar”, frase habitual que surge de un fondo trágico de la conciencia, la televisión puede ponerla en práctica con la metodología del montaje, en la que ningún sentimiento previamente catalogado en la existencia humana queda sin expresión ni entremezcla.
Como tantas veces se ha dicho, la televisión es autorreferencial, pero ese rasgo no quiere decir que influya menos en la opinión, en la conversación y consumo social. Por el contrario, su influencia mayor se produce precisamente por ese vital descubrimiento que consiste en hablar sobre sí misma. Son más verosímiles las afirmaciones que surgen a partir de revelar el mecanismo retórico que constituye la producción televisiva –base del humorismo de Olmedo y parte del refinamiento humorístico de Capusotto–, que la de los programas basados en su propia literalidad “realista”. Prueba de ello es el giro que han tomado los programas políticos de TN, que ahora también se dedican a “desnudar” la base productiva de la televisión, capturando tramos de lo actuado por las trincheras opuestas, a fin de triturarlos desde la justificación de ser meros informes. El método no lo había inventado 6, 7, 8 pero es su verdadero triunfo en la batalla que surge de las penumbras de las islas de edición, por el uso de la unidad mínima de sentido, la “toma”, con la que Eisenstein había declarado la revolución en el cine. Sólo que ahora también se capturan la frase, la palabra o cualquier otra unidad mínima del discurso, que pone a la televisión, en su babélica fantasmagoría, en la condición de ser un analizador y promotor fundamental de las lenguas realmente habladas en el planeta.
El programa al que me refería líneas arriba es TVR, partícipe de esa escuela ultramontajística, que permite de una forma atropellada y comprimida la exhibición del estado real de la lengua del país, el quite de barreras entre lo que podría o no podría decirse, por lo cual expone todo a la indiferenciación del “primer día de la Creación”, tiempo mítico en que se forma la carne viva de las metáforas que rigen el conocimiento público y las voces soterradas de las multitudes. Temas cruciales se tratan al pasar (eso no es poco interesante, sino al contrario), y así, se toma la esencial cuestión del parecido entre personas o de las luchas entre hermanos, las sexualidades que se adhieren de inmediato al habla, el llanto ante la catástrofe, la exclamación soez sin trabas. Todo suena a una clase pública de antropología y lingüística aplicada, sólo que sin conclusiones, pero en cambio con imágenes de un “mondo cane” a las que sólo les faltarían un Boccaccio para darles existencia literaria y un Saussure para engarzarlas en el drama de las significaciones.
Por otra parte, los montajes no están desprovistos de ingenio, tomando todo de todos lados, hasta que de repente emerge un Charly García lúcido pero con voz padeciente, fraseando uno de sus clásicos que luego se empalma con la versión diáfana salida de los archivos infinitos de la televisión. La experiencia de ese montaje resulta genuinamente emocionante. Sin embargo, el programa remite exclusivamente a la chacota lo que sería la clave irresuelta del vivir, la parte oscura de la existencia que se revela ante los fragmentos locamente combinados por el editor general. No quejarse de eso, esta antropología práctica es así que se hace efectiva.
Hacia el final del programa, escuchamos la canción de Barragán sobre Beatriz Sarlo, exportada desde 6, 7, 8 que cierra la emisión de TVR, resumen de resúmenes, catálogo de los catálogos. Esa canción merece una buena discusión. Tengo una gran simpatía por Barragán y su espíritu irónico; explora con gracia la canción paródica y chacotera, con clara conciencia politizante. No es canción de protesta sino una manifestación de orgullo ante lo que siente objeto de una ofensa. Toma la injuria y la devuelve con el honor del ultrajado que invierte el sentido de las palabras conservándoles su misma estructura. Conocido mecanismo de respuesta de los movimientos populares: “Soy la mierda oficialista”. El montaje de la canción contra Sarlo es también una microantropología sarcástica de gestos, que tiene una irrespetuosidad elevada, perdonable por su intención de revelarnos un gran tema. Eso ocurre efectivamente: es el tema de los conocimientos “elevados” y los nombres “prestigiosos”, confrontados con el saber popular.
Desfilan en el videoclip barraganiano los rostros de Adorno, Horkheimer, Pierre Bourdieu –nunca la televisión argentina había mostrado la tapa del libro Dialéctica del Iluminismo–, con gracia innegable. Es una disputa política y “su continuación por la música”, al decir de Barragán. Ahora bien, no es que me falte sentido de humor, me he reído del clip y me reí también de mí mismo. Pero los lectores de todos esos grandes libros sin los cuales la civilización sería más pobre y hosca no deberíamos concordar con que a propósito de un juicio que yo también considero poco afortunado sobre la Presidenta, se brinde como alternativa la quintaesencia de una oposición –es cierto que con la desenvoltura de una parodia musical–, entre las culturas populares y los grandes legados de la cultura crítica. Esta oposición que se desprende de la canción de Barragán es absurda. El solo hecho de la existencia de esa canción de Barragán lo desmiente en su trama profunda, aunque la declare en su intención literal. Aceptarla para desligarnos de la promesa implícita que sostiene la activa y profunda ligazón de todos los planos de la cultura sólo resentiría a las razones populares para un cambio social. Sé que Barragán lo sabe, y por eso escribo lo que escribo. La pasé muy bien en TVR, tomé un poquito de champán, me ganaron todas las chanzas los dos actores –Pablo Rago y Gabriel Schultz, que me trataron muy bien, con las inevitables ironías que el guión exige–, y no me fui contento. Quería escribirle a Barragán estas notas improvisadas de antropología televisiva, renovando la amistad, con un choripán humeante en la mano y repasando las grandes páginas de la Dialéctica del iluminismo, que mantienen una insustituible y fresca actualidad.
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