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Domingo, 25 de mayo de 2014

TELEVISION › MASTERCHEF, EL EFICAZ REALITY SHOW DE TELEFE

Con todos los condimentos

La versión local del exitoso formato internacional pone en escena la cara menos conocida del mundo gastronómico. Dieciséis cocineros amateurs hacen lo imposible para cumplir con el sueño de convertirse en “profesionales”. Pero deben vérselas con un “temible” jurado.

 Por Emanuel Respighi

No hay reality show sin conflicto. Eso bien lo saben los productores de televisión, al punto de que se trata de un género en el que hay consenso acerca de que el casting en el que se selecciona a los participantes y el jurado es la garantía de su éxito o de su fracaso. Al igual que sucede en una ficción, el conflicto dramático es en definitiva lo que atrae a los televidentes, lo que mueve al mundo. MasterChef, el concurso de Telefe (domingos a las 22.15), es el más reciente exponente local de esta tendencia. Si hasta no hace mucho los programas o segmentos de cocina en la TV abierta argentina habían estado siempre trasitando por la armonía y el orden, la versión local del exitoso formato internacional a cargo de Eyeworks Cuatro Cabezas pone en escena la cara menos conocida del mundo gastronómico. Más o menos exagerado, pero mucho más real que las mesadas y delantales pulcros de los ciclos de cocina hasta ahora conocidos, MasterChef pone en pantalla la faceta que no se ve detrás de esos platos bellamente presentados que se degluten con incesante placer.

MasterChef tiene todos los “condimentos” para ser un programa televisivo atractivo: se trata de una fórmula probada en el mundo (cuenta con más de 120 versiones diferentes); dieciséis cocineros amateurs hacen lo imposible para cumplir con el sueño de convertirse en “profesionales” y el jurado es capaz de imprimirle al asunto la cuota de tensión que necesita. Este último punto resulta ser un factor clave: Donato de Santis, Germán Martitegui y Christophe Krywonis conforman el trío de especialistas, tan cruel como tierno, tan distante como humano, tan exigente como comprensivo. Eso sí: lo suficientemente frío como para que mantener el respeto (en algunos casos se traduce en “miedo”) de quienes saben que de sus devoluciones depende la continuidad o no en el concurso culinario. Aun cuando al jurado se le puede notar los hilos de cierta impostura (al fin de cuentas nadie puede igualar la personalidad natural del pionero chef escocés Gordon Ramsay, el más cínicamente cruel entre los crueles), los integrantes del jurado hacen bien sus deberes: son malos queribles.

Sin detenerse más de la cuenta en las historias de vida de los concursantes, alejándose de la explotación de la vibra emocional que exprimen otros reality shows, el ciclo de Telefe tiene la virtud de estructurarse desde la acción permanente. En MasterChef no importan los vínculos que se formen entre los participantes, el cuadro de relaciones. Tampoco los productores buscan el conflicto en las rencillas que pueden llegar a surgir en un grupo humano (calculadamente seleccionado) en el que cada uno de sus integrantes compite por alzarse con los 250 mil pesos de premio y la posibilidad de publicar su propio libro de recetas. La tensión del programa, donde se corporiza su sentido, se materializa en los desafíos que los participantes deben transitar, ya sean retos individuales o grupales. El pico de tensión de cada emisión se alcanza en los encuentros que se dan entre los participantes y el jurado. La prueba individual de los platos de parte del jurado argentino-italiano-francés, con sus correspondientes devoluciones, alcanza un nivel de tensión muy bien resuelto por la personalidad de quienes juzgan y por una edición ajustada a las necesidades: nunca un silencio de más, nunca un comentario de relleno.

En un ciclo en el que el componente estético es un protagonista más, MasterChef está a la altura del standard de belleza y sofisticación que buscan encontrar quienes sintonizan un programa gastronómico. Aun cuando se trate de un reality show. En ese punto, la escenografía parece ser un hallazgo, no sólo por los tres espacios construidos (las mesadas individuales en la nave central, el almacén y el restaurante), sino fundamentalmente por haber quebrado con la monotonía chillona, colorida, que suele signar a los ciclos televisivos locales. El concepto minimalista de la ambientación es un acierto estético que le genera al espectador la sensación de ser parte de un lugar sofisticado. En lenguaje gastronómico, de estar dentro de un restaurante de “prestigio”. Entre la crueldad y la ternura, entre el reality y el show cuidado, MasterChef adaptó al gusto local una receta televisiva que funciona en todo el mundo. La mesa está servida.

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Donato de Santis, Christophe Krywonis y Germán Martitegui, los “malos queribles” de MasterChef.
Imagen: Sabdra Cartasso
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