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Miércoles, 15 de junio de 2011

TEATRO › OPINIóN

La resistencia desde el escenario

 Por Hugo Urquijo *

Hace tres años tuve el placer y el honor de dirigir la reposición de dos obras emblemáticas de Teatro Abierto 1981: Gris de ausencia, de Roberto “Tito” Cossa, y El acompañamiento, de Carlos Gorostiza, con producción del Complejo Teatral de Buenos Aires. Entonces pensamos que para las nuevas generaciones que no conocían la historia de aquella maravillosa gesta cultural, el espectáculo debía tener un actor o una actriz que la relatara. Hoy, que el Teatro del Picadero, espacio en el que se inició esa historia, ha sido reconstruido y está en condiciones de albergar obras, retomo la pregunta: ¿Qué fue Teatro Abierto?

Hacia fines de 1980 sólo las Madres de Plaza de Mayo resistían a la feroz dictadura militar con su desafiante caminata: un rito semanal, valiente y solitario. Algunos brotes de resistencia comenzaron a sumarse: huelgas aisladas, incipientes reacciones de la prensa independiente. Otros focos donde podía expresarse la resistencia eran el humor, siempre una herramienta adecuada en circunstancias semejantes, y el teatro, experiencia grupal por excelencia, con su extraordinaria capacidad de metaforizar. Es posible que en ese momento, las mayorías populares no tuvieran todavía noción del genocidio que se había cometido, de la magnitud de la tortura y desaparición forzada de personas, y de la apropiación de sus hijos, pero lo cierto es que ya empezaban a sentirse los efectos –sobre las capas más pobres de la población– del ajuste económico que el neoliberalismo pudo instaurar, sin vuelta y sin derecho, amparado por la mordaza y el terror.

En ese clima opresor, un grupo de autores teatrales inició su propio ritual de resistencia: reunirse en sus casas un día por semana para tomar mate con facturas y hablar. Hablar y escucharse y sentir que no estaban tan solos ni aislados, que uno más uno es más que dos. La primera reunión fue en casa de Carlos Gorostiza, con café, mate y factura de mediana calidad pero matizada con diálogos vivos, que –aunque sin planes posibles– evidenciaban la indignación. Hasta que un día Osvaldo “Chacho” Dragún llevó a la reunión la propuesta de un grupo de jóvenes que sugería escribir obras cortas, una por cada uno, veintiuna en total, sobre temas eróticos. Eso les permitiría eludir la censura o la total prohibición. Dragún aludió a esos inicios con estas palabras: “Había que encontrar un atajo, inventar una bifurcación que nos permitiera sobrevivir”. Porque de eso se trataba, de sobrevivir. Y ayudar a sobrevivir a una valiosísima generación de teatristas ávidos de expresarse.

Así fue como Teatro Abierto pudo ser soñado. De los laberintos nocturnos en que se tejen las utopías nació el llamado de los primeros convocantes: los autores. Inspirados en la estructura de la sugerencia erótica, los autores dieron forma a la idea de lo que sería Teatro Abierto: veintiuna obras de un acto, no estrenadas, se representarían tres por día durante una semana en una sala, en horario vespertino y durante dos meses. Los autores fueron nucleando a los directores y entre todos a los actores y luego a los escenógrafos y luego a los vestuaristas y luego a los músicos, y luego... Se imprimieron abonos para la totalidad de esas ocho semanas de funciones en un teatro pequeño, el Teatro del Picadero. Los abonos fueron arrebatados de las manos de quienes los vendían al precio de un pan, tan baratos eran. La ciudadanía también quería participar.

Dragún lo evocaba así: “Buscábamos cómplices para una idea loca. Casi como contrabandistas. En voz baja. Para no asustar a nadie. Ni siquiera a nosotros mismos. Sonaban más fuertes las sirenas policiales que nuestras voces. Y de pronto las islas flotantes que se fueron uniendo conformaron un continente”.

Fueron momentos de gran felicidad combativa para nosotros.

Teatro Abierto nació el 28 de julio de 1981 con el esquema de las tres obras diarias hasta que culminó su primera semana, el 4 de agosto. El régimen tomó conciencia de su significación y el 6 de agosto envió un comando de represores que en la madrugada de ese día, mientras Frank Sinatra cantaba en el Sheraton para el Buenos Aires de la dictadura, incendió el teatro de la cortada Rauch (ahora Enrique Santos Discépolo).

La reacción de la comunidad fue inmediata. De los múltiples ofrecimientos de salas para continuar, TA, en asamblea multitudinaria, eligió el Tabarís. Un delirio de catacumbas terminó compartiendo las luces de la notoria calle Corrientes, y a partir del incendio se transformó en un fenómeno de una masividad descomunal desde el 18 de agosto, sólo doce días después del incendio.

“Las cosas no salen siempre como los poderosos las programan”, dice Tito Cossa, y este fenómeno así lo demuestra. “A los militares argentinos, tan expertos en armas, con Teatro Abierto el tiro les salió por la culata”.

* Director teatral y médico psicoanalista.

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