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Lunes, 22 de abril de 2013

LITERATURA

Textual

Metió la cabeza bajo el agua para desechar ese germen de pensamiento que la había alcanzado. Se alisó el pelo, sintiendo la frescura. Cosas peores, no quería ni imaginarlas. Pero no puede evitar ver a su bebé un poco más crecido, mirando desde el jardín cómo otros chicos, fuertes, musculosos, jugaban a la pelota en la calle, después de haberlo despreciado. El bebé tenía ahora el rasgo de su marido a los seis años. Ella lo veía: los chicos de la cuadra habían estado un rato convocando a todos, casa por casa, menos a él. Como si no lo vieran ahí, contra la verja. Las manitos cruzadas en la espalda, las ganas de preguntarles por qué no podía jugar. ¿Y la madre? ¿Dónde estaba su madre? Quizá preparando el almuerzo o bañándose. Separada por la pared de una habitación, como ella estaba ahora. ¿Por qué no había intuido que su hijo se enfrentaba a la crueldad de los otros? ¿Por qué no corría a abrazarlo? Dios, cómo se podía uno separar de un hijo, dejándolo solo en este mundo indiferente. Basta, esto no tenía por qué pasarle a su bebé. Y además el dolor templa, cuántas veces lo había dicho su marido: Te templa, te hace crecer. ¿O no había sido gracias a ese temple que aquel nene enfermizo llegó a ser con los años gerente de Relaciones comerciales en Latinoamérica? Ahora su marido era un adulto sano y seguro, bien plantado, y tenía un hijo precioso. Ella podía gozar de un baño mientras su bebé dormía tranquilo. Eran dos personas, dos vidas. Que se alejaban una de la otra, como dos manos que se van soltando, sin querer, llevadas por la corriente de un río.

* Fragmento de “Lo que ha comenzado” en Lo que dicen cuando callan (Alfaguara).

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