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Lunes, 29 de junio de 2015

CULTURA

Textual

(...) Carlos Argentino es rosado, considerablemente rosado, canoso, de rasgos finos y afilados. Ejerce no sé qué cargo subalterno en una biblioteca ilegible, húmeda y desordenada de los arrabales del Sur; es autoritario y lúcido, pero también es ineficaz y necio; aprovechaba, hasta hace muy poco, las noches y las fiestas para no salir de su casa. A dos generaciones de distancia, la ese italiana y la copiosa gesticulación italiana sobreviven en él; cuando habla mueve las manos como si quisiese hacer circular el aire viciado; cuando se enoja se pone colorado y sus rasgos, podría decirse, engordan; curiosamente, esos rasgos engordados resultan muchos más atractivos que los finos y filosos originales. Medité mucho sobre esto sin llegar a conclusiones firmes hasta que, medio en broma, o al menos sonriendo, hojeé en mi biblioteca la primera y probablemente única edición (París, 1663) de la obra de Peruchio dedicada entre otras cosas a la fisiognomía y llegué, por azar, al dibujo correspondiente al tipo del “extravagante”, que si bien no se parecía en nada a Daneri en estado de reposo sí resultaba sorprendentemente similar al Daneri engordado.

¿Qué más se puede decir de él? Su actividad mental es continua, apasionada, versátil y del todo insignificante; es capaz de resumir en pocas palabras los libros más complejos de un modo que uno no llega a preguntarse si realmente fueron alguna vez complejos. A causa de este perverso ejercicio suyo me vi obligado a releer libros que había olvidado para descubrir que, paradójicamente, la complejidad seguía ahí a la vez que el resumen de Carlos Argentino era preciso. Sobre esto no medité; lo atribuí al misterio. Siempre, por lo demás, abunda en inservibles analogías y en ociosos escrúpulos. Tiene (como Beatriz) grandes y afiladas manos hermosas de pianista vienés. Durante algunos meses padeció la obsesión de Paul Fort, menos por sus baladas que por la idea de una gloria intachable; o quizá por ambas cosas: por la gloria intachable de sus baladas.

* Fragmento de El Aleph engordado (IAP), páginas 10, 11 y 12.

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