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Sábado, 21 de abril de 2007

TEXTUAL

Si preguntamos de qué va eso de la religión a gente sofisticada (¿como usted o como yo, hermano lector?) nos dirán que trata del sentido de la vida, del origen y causa del universo, del fundamento de la moralidad o de la vertebración simbólica de la sociedad; si preguntamos al peatón ingenuo e indocumentado de las aceras de este mundo, responderá sencillamente que trata de Dios. Uno a cero a favor del peatón. El sofisticado –que no tiene por qué ser también sofista– sonreirá con cierto embarazo, el embarazo que despierta el candor ilusionado pero insostenible de los parvulitos en el maestro y se acordará quizá de H. L. Mencken: “Para cada problema complejo hay una respuesta sencilla... y equivocada”. Sabe que hay religiones sin Dios ni dioses, como el budismo, que Spinoza consideraba “Dios” como un sinónimo de la Naturaleza o la Sustancia, que ya ninguna persona espiritualmente elevada espera encontrar entre las nubes celestiales a un barbudo bonachón o justiciero, que es más bien la Energía Cósmica de la que formamos parte lo que... pero el peatón carente de la más elemental bibliografía se obstina, algo molesto, en que la religión sin Dios es como la tortilla sin huevo, la cerveza sin alcohol o el jardín sin flores: cosas que se nos ofrecen como alternativas de resignación pero que no satisfacen a quien de veras entiende del asunto. Vuelve a marcar: dos a cero. Debemos admitir, resignadamente, que cuando de religión se trata en nuestra latitud cultural, dejar a Dios en el desván es como sustituir en el sexo la pasión por la amistad: simplemente, un fraude. Decepcionante.

* Fragmento de La vida eterna (Ariel).

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