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Miércoles, 9 de noviembre de 2005

LITERATURA

Textual

Buen día, de nuevo! No a ustedes, a ustedes ya los saludé, sino a cada cliente que se acerca a la góndola, a cada sierva que viene a comprar dos manzanas para la abuela y una hojita de lechuga para el canario de la señora o un durazno para el rope de la patrona, o las que cuidan los críos de los ricos, ¿para qué tienen críos los ricos? ¡Para que los cuiden los demás! No, nada de eso, tienen críos para tener más poder, más empleados a quienes mandar, una cuida-críos, una maestra jardinera, un psicólogo infantil, un pedagogo de fonética inglesa y, sobretodo de sobretodos, para que su plata pueda seguir siendo administrada por escribanos y contadores de su confianza. La única manera de que esta gente confíe en algo más que el dinero. En el salón del supermercado se mezclan las razas y las condiciones sociales y las desviaciones sexuales se ven en la góndola de zanahorias o de berenjenas. A mí no me importa si los que compran son pobres o son ricos, sólo quiero que se vayan lo más rápido y no vuelvan más, claro que los despido llevándoles el carrito atestado de porquerías hasta las cajas de tarjetas Visa o American Express, con una gran sonrisa en la cara y un “Vuelva pronto, estaré para servirlo”. Servirlo, es la palabra que más le gusta a esta parche y pinche clase clienteril de ricos y pobres, putos y lesbianas, niños y jubilados, negros y blancos, yanquis o árabes, todos pertenecen al género humano por vocación y con eso alcanza para odiarlos. Los ricos odian a los pobres y los pobres son el gran problema de este mundo. Yo odio a los cabezas que desacomodan las góndolas y se llevan una baguette. ¡A esos habría que matarlos!

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