futuro

Sábado, 26 de marzo de 2005

UNA DISCUSIóN DE LA EDAD MEDIA

Las esencias y las cosas

 Por Esteban Magnani

La Edad Media fue una época de discusiones que mayoritariamente hoy calificaríamos como bizarras, pero que en realidad no lo son tanto. Uno de los debates que hoy puede parecer un poco baladí fue la famosa “querella de los universales”, que sostuvieron a lo largo del siglo XI diversos religiosos-intelectuales que discutían acerca de la idea eminentemente platónica de la existencia concreta de los ideales o de lo que hoy se denominaría “conceptos”. ¿Existe EL caballo, el concepto “caballo” del que se derivan, por así decirlo, Rocinante, Pamperito y Mr. Ed? ¿O es que extrayendo de los muchos caballos una supuesta esencia se obtiene el concepto de “caballo”? Y si fuera este último el caso, ¿cómo se sabe si uno está frente a un caballo o no? ¿Porque tiene cuatro patas? ¿Y si le falta una? ¿Y si es un perro? ¿Está en su código genético? Preguntas que sufrieron flujos y reflujos a lo largo de los siglos.

La caballidad
Una semilla de la discusión que vendría luego fue, seguramente, la que plantó Platón (428 a.C.-347 a.C.). Según él las ideas tienen una existencia real. Es más, el ser humano antes de nacer habría tenido acceso a las ideas absolutas, las esencias: LA montaña, EL caballo, etc.. Una vez en la vida material los hombres olvidaban eso y sólo podían ver las “sombras” de esa realidad superior (como bien explica el mito de la caverna) y sólo la razón es la que puede llevar al hombre a recuperar esas ideas que subyacen a los engaños de los sentidos. La teoría, que navegaría los siglos (incluso hasta hoy, por qué negarlo), produjo, como era de esperar, algunas críticas. Irónico, otro alumno de Sócrates llamado Antístenes, preguntaba a su maestro: “¡Oh Platón, el caballo lo veo; pero no veo la caballidad!”.
El dilema apareció claramente planteado unos siglos después en Isagoge, un libro de Porfirio, filósofo del siglo II, donde el autor se pregunta si existen o no los universales (“animal”, “hombre”, etc.), si son corpóreos o no y, si son incorpóreos, cuál es su relación con las cosas sensibles. La respuesta que se elija dar tendrá un sinnúmero de consecuencias: si se acepta que la verdadera realidad la dan los universales se cae en una suerte de espiritismo pero al mismo tiempo se salva a la razón como fuente de saber; si en cambio se elige a las cosas sensibles como elemento del que se extraen los conceptos se les da primacía a las engañosas sensaciones.
Ya en el siglo XI, cuando las discusiones en general se mantenían en el plano teológico y se resolvían leyendo las sagradas escrituras mucho más que observando al mundo, se reavivó la polémica sobre las ideas. Los llamados nominalistas, como el monje Roscelino de Campiègne (c. 1150-c. 1120) atacaron la realidad de las ideas. Según ellos los universales son sentencias vacuas, meras palabras (flatus vocis) construidos por el hombre; en resumen el universal sólo existe en la palabra y lo único real son los ejemplos individuales que las inspiran. Desde la muralla de enfrente Guillermo de Champeaux (1070-1121) y san Anselmo (1033-1109) pregonaban la realidad concreta de los universales que permitían a la razón establecer la identidad entre cosas totalmente disímiles: el universal “hombre” era lo que permitía a los simples mortales encontrar una identidad común entre dos personas tan distintas como Sócrates y Platón. Roscelino fue acusado de tritreísmo por considerar que si Dios existe a través del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, son éstos los que realmente existen y no el concepto de Dios. De más está decir que tuvo que negar todo y abandonar, al menos por un tiempo, la peligrosa costumbre de ventilar sus ideas.
En medio quedó el “realismo moderado” o “conceptualismo” de otro religioso, Pedro Abelardo (1079-1142), el famoso amante de Eloísa, quien sostenía que todo es individual, pero que los universales existen realmente como conceptos que quedan aún después de que se desvanecen las palabras, y esos conceptos viven de alguna manera en la razón y nos permiten ordenar el mundo, conocerlo.

¿El fin de la historia?
La batalla parece, al menos hasta ahora, inclinarse del lado de los nominalistas moderados que le dan entidad aunque sea abstracta a los universales que produce la mente humana, y que los nombres que se da a las cosas son recortes posteriores a su existencia y que cada uno de ellos responde a una necesidad taxonómica: se puede identificar a un sujeto con los conceptos “caballo”, “cuadrúpedo”, “vertebrado”, etc. al mismo tiempo sin que nada en la cosa fuerce a elegir una u otra categoría inmanente a él.
De cualquier manera, como toda batalla, la victoria nominalista tiene su costo. Por empezar condena prácticamente a toda la ciencia al inductivismo. La matemática, ese campo firme y a la vez pantanoso de la ciencia, es la excepción ya que la razón parece ser la única guía que conduzca por su selva y las herramientas que usa (como el triángulo) tienen una entidad propia tan fuerte, asimilada a reglas y comportamientos que es más difícil negarles su condición de ideal en el sentido platónico.
El problema de los universales tal vez sea una discusión exclusivamente a nivel de las palabras y sus definiciones, una limitación ontológica que impide seguir camino hacia una verdad absoluta. Antonio Machado en su inmejorable Juan de Mairena, recomendaba “No os empeñéis en corregirlo todo [...] Porque hay defectos que son olvidos, negligencias, pequeños errores fáciles de enmendar, y deben enmendarse; otros son limitaciones, imposibilidades de ir más allá, y la vanidad os llevará a ocultarlos. Y eso es peor que jactarse de ellos”.

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Platon (428 a.c.-347 a.c.)
 
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