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| Hoy
Sábado, 21 de febrero de 2004
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ARQUEOLOGíA: MACHU PICCHU EN RIESGO
 Por Federico Kukso
 Por Federico Kukso
Quizás alguna vez la polémica discursiva concluya al fin. Entonces, los ascéticos del lenguaje respirarán tranquilos y las discusiones a voz alzada que colman los runrunes de cafés, reuniones sociales y otras fiestas a las que uno sólo va para lucir su intelecto se volverán cosas de antaño. En cualquier caso, de pasar, cada vez que alguien ose alegar haber “descubierto” algún lugar ya habitado o conocido por otros –como sucede cuando se repite hasta el cansancio que América fue “descubierta” por Cristóbal Colón y los españoles o que uno “descubrió” tal libro o tal restaurante– sonará una sirena de alarma. El mismo ruido es el que tintinea detrás de la oreja cada vez que se lee que aquel paraje peruano de picos envueltos en nubes llamado Machu Picchu (que significa, en quechua, “pico viejo” y que hoy es devorado por la avasalladora industria del turismo) fue redescubierto el 24 de julio de 1912 por una expedición estadounidense encabezada por el historiador Hiram Bingham (Universidad de Yale), que luego no sólo devino gobernador del estado de Connecticut y senador, sino también en el modelo sobre el que Steven Spielberg se basó para delinear a su Indiana Jones.
De Bolívar a Pachacuti
Como sucede con cualquier evento lejano en el tiempo, la historia de cómo 
Bingham encontró de la nada esta ciudadela laberíntica en las 
alturas de los Andes a 3400 metros sobre el nivel del mar, con el tiempo se 
tiñó de romanticismo (propio de la exploración y arqueología 
de principios del siglo XX) a punto tal de desvirtuarse casi totalmente. Leyenda 
más, leyenda menos, se cuenta en realidad que al historiador estadounidense 
los incas le interesaban poco y nada. Lo que verdaderamente no lo dejaba dormir, 
en cambio, era la vida del gran libertador venezolano del siglo XIX, Simón 
Bolívar. Bingham viajó en diciembre de 1908 a Santiago de Chile 
para asistir al Primer Congreso Científico Panamericano y allí 
recaudar datos, hacer entrevistas y, si podía, reconstruir minuciosamente 
los pasos del héroe. Así fue como decidió recorrer la vieja 
ruta comercial española desde Buenos Aires a Lima. Luego pasó 
por Cuzco, donde conoció a J. J. Núñez, por entonces intendente 
de la región de Apurimac, quien lo invitó a una excursión 
por las ruinas de Choquekirau. Y entonces, como bien lo demuestran los acontecimientos, 
Bingham se olvidó completamente de Bolívar: regresó a Estados 
Unidos, juntó plata y puso sus ojos en Perú. Así, en junio 
de 1911, se instaló en Lima y comenzó a estudiar las crónicas 
del siglo XVII de Antonio de la Calancha y Fernando de Montesinos que lo condujeron 
a pie y mula a los valles de Urubamba y Ollantaytambo tras las pistas de las 
dos capitales incas, Vilcabamba y Vitcos. En su camino, el historiador se encontró 
con un granjero llamado Melchor Arteaga, quien le comentó casi al pasar 
que allí, muy cerquita, había varias construcciones abandonadas 
que, por las dudas, muchos esquivaban. Así fue como, junto a su intérprete, 
el sargento Carrasco, un guía, Pablito Alvarez, de 11 años, y 
un machete, Bingham se abrió paso entre la verde maleza y se topó 
con esa misteriosa ciudad de piedra. Allí, intacta y silenciosa, se levantaba 
Machu Picchu, curiosamente ignorada por Pizarro y demás invasores españoles 
durante 300 años de dominio colonial. La jungla se la había tragado 
por cientos de años y Bingham la había traído de nuevo 
al mundo. 
No pasó mucho tiempo para que el desgarbado y activo Bingham formulase 
tres hipótesis, las tres luego sucesivamente desechadas, sobre qué 
era todo eso: la cuna del pueblo inca; la fortaleza final en su infructuosa 
lucha contra la conquista española del siglo XVI, o un centro espiritual 
sagrado repleto de mujeres hermosas, “las vírgenes del Sol”, 
y de sacerdotes que rendían culto al astro rey. Para desgracia de gurúes 
new age que llegan al sitio en bandadas, las nuevas investigaciones indican, 
gracias al estudio de documentos legales españoles del siglo XVI y un 
análisis bien detallado de cerámicas, joyas de bronce y cobre, 
herramientas y restos de esqueletos, que Machu Picchu fue sólo una de 
las tantas propiedades privadas del emperador Pachacuti (considerado el Alejandro 
Magno de los incas por haber expandido el imperio 5633 kilómetros y gobernado 
a 15 millones de personas); la casa de verano de la familia real y la nobleza 
inca. Como se desprende de un documento encontrado –entre pilas de papeles 
sin clasificar– hace quince años en Cuzco por un antropólogo 
de la Universidad de California llamado Rowland Howe, Machu Picchu era algo 
así como un spa, al que el emperador acudía a tomar sol y cerveza 
de maíz y a huir del frío de las ciudades. El texto encontrado 
por el estadounidense es increíble e invaluable: una demanda legal de 
los descendientes del emperador Pachacuti en la que exigían la inmediata 
devolución de las tierras de la familia real, en especial las de un “lugar 
de descanso” llamado “Picchu”. 
La plata mueve montañas
Según aducen los arqueólogos que estudian la zona, la construcción 
de Machu Picchu, la “ciudad perdida de los incas” (como tituló 
Bingham su libro), empezó alrededor del 1450. Pero el resort del emperador 
no duró mucho: el lugar fue abandonado 80 años después, 
cuando el imperio comenzaba a resquebrajarse ante el avance español que 
culminó con la ejecución de Túpac Amaru en 1572. Los análisis 
de los esqueletos encontrados hacen suponer que la población no superaba 
las 750 personas, y durante la época de lluvias bajaba drásticamente 
a 200. 
Desde que fue creado el santuario histórico el 8 de enero de 1981, Machu 
Picchu, situada en el departamento de Cuzco (“la capital arqueológica 
de América”, considerada por los incas el “Ombligo del Mundo”), 
a más de mil kilómetros al sureste de Lima, se convirtió 
en uno de los lugares más visitados de América del Sur. Y no muchos 
están contentos; tienen por qué: como una estampida, la industria 
turística arrasó con la inmutabilidad del lugar y puso todo a 
la venta. Las más de 300 mil personas que concurren al año pueden, 
como si estuvieran en el más norteamericano de los restaurantes, comerse 
una hamburguesa y un pancho contemplando las maravillosas estructuras de granito, 
y si les sobran algunos dólares, euros o soles, se pueden comprar un 
llavero o una remera a tono y llevarlo como souvenir a casa. 
Lo cierto es que la ola turística asusta cada vez más a las autoridades 
peruanas. No porque a los empresarios les den asco los fangotes de dólares 
que dejan anualmente los turistas, sino porque en cualquier momento todo puede 
quedar sepultado bajo tierra. Geólogos japoneses de la Universidad de 
Kyoto, por ejemplo, advirtieron en 1995 que Machu Picchu estaba en riesgo y 
que si no se estabilizaba la zona los aludes que estremecen los cerros y valles 
aledaños en algún momento se devorarán el predio. También 
está el factor desgaste. El Instituto Nacional de Cultura de Perú 
ya se dio por notificado y medita limitar el acceso a 500 personas por día, 
sólo con zapatillas o calzado de suela de goma, para evitar dañar 
las escalinatas y senderos. 
Sólo cabe esperar ahora que los ufólogos y amantes del new age 
y el flower power, que acuden con sus túnicas blancas a meditar y a “absorber 
el espíritu inca”, no se quejen del continuo martillar de los arqueólogos 
que buscan cada vez más respuestas a los enigmas que guarda Machu Picchu. 
No sea que el negocio se les acabe y no sepan más qué inventar.
 
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