futuro

Sábado, 28 de febrero de 2004

Pulmón de Buenos Aires

 Por Esteban Magnani

La Reserva Ecológica de la Costanera Sur tiene el valor de lo inusual. A un costado de un transitado bosque de hormigón y asfalto en el que lo más parecido a la biodiversidad es la moda que siguen los seres humanos, se encuentra una hermosa excepción de algo que antes era la regla: naturaleza en estado puro; lo que para la Pampa significa cortaderas, coipos, pájaros de todo tipo, humedales, ciénagas y demás. En la Reserva viven los verdaderos descendientes de los porteños originarios, los mismos que en el siglo XXI compiten por un espacio, por la supervivencia.
En este rincón de Buenos Aires, que hasta hace 25 años era dominio del río, se puede encontrar una buena expresión de lo que era la Pampa antes de que llegaran los europeos, y permite comprender cómo es que los primeros colonos murieron de hambre en tierras que hoy podrían alimentar a millones. La Reserva Ecológica Costanera Sur es también un ejemplo de la fuerza de la naturaleza para sobrevivir en cuanto se le da un espacio y del esfuerzo que debe hacer el hombre para no alterar su equilibrio (ver recuadro).

De porteños originarios
El área de Costanera Sur tiene una historia porteña bastante conocida. Tomemos como punto de partida la inauguración del Balneario Municipal en 1918, época en la que se transformó en un lugar de paseo y exhibición de la burguesía porteña, con sus confiterías paquetas y su fresco viento ribereño. Fotos de época dan testimonio de paseantes de sombrero y bañistas de malla enteriza, remojando su calor en las aguas del Río de la Plata. Como era de esperar, los hombres chapuceaban separados de las mujeres por un espigón, como obligaba el reglamento. De cualquier manera, la costumbre del baño se fue erradicando en la medida en que la industria del sur del conurbano comenzó a utilizar el río más ancho del mundo como desaguadero de sus desperdicios. A fines de 1950, la Costanera Sur decayó inevitablemente.
El lugar quedó prácticamente abandonado hasta 1978, cuando los camiones comenzaron a traer los escombros que dejaba la nueva autopista en su avance. Así alimentados, crecieron los terraplenes que encerraron el agua en gigantescos piletones que también se rellenaban, sobre todo con los restos del dragado del río. La intención de las uniformadas autoridades de entonces era crear un centro administrativo y espacios verdes.
El plan, como tantos otros ideados por los militares, no prosperó y el proyecto quedó a la deriva, aunque se siguieron tirando escombros en forma intermitente hasta 1984. Fue la naturaleza la que tomó la posta y comenzó a construir sobre los escombros muertos, e hizo lo que mejor sabe hacer: reproducir la vida.
Es que la ubicación de la Reserva Ecológica la hace una estación privilegiada para los animales que vienen a la deriva por el Paraná. En las sucesivas inundaciones, especialmente en las de 1986 y 1992, miles de plantas y animales viajaron en camalotes, como improvisadas arcas, y recalaron en este trozo de tierra. Así fue que se juntaron especies típicas de toda la cuenca del Paraná, antiguas habitantes de estas tierras que los recién llegados, los porteños modernos, nunca habían visto. Es el caso de las cortaderas, nombre de los “penachos” que se encuentran portodos lados en la Reserva y que explican que la Pampa sólo tuviera el ombú, ya que por la velocidad con la que crece y la fuerza de sus raíces, prácticamente no deja espacio a retoños de ninguna especie en su área de influencia.
“Cuando se empieza a desarrollar la naturaleza, por el ‘83, ‘84, se empieza a acercar mucha gente para aprovechar que era el único contacto que tenía con el río; y también muchas ONG”, cuenta Gustavo Russo, uno de los baqueanos que trabaja en la Reserva. El paisaje cada vez más rico en variedad comenzó a atraer a aerobistas, ciclistas e incluso a ornitólogos, que tenían la posibilidad, a tiro de colectivo, de ver una gran variedad de aves autóctonas. En 1986, el viejo Concejo Deliberante finalmente votó por la protección del área.
Con el desarrollo del proyecto inmobiliario de Puerto Madero en la zona que rodea la Reserva, llegarían los piromaníacos, en general menores, a los que se les daban unos pesos por tirar un poco de nafta y un fósforo. Las cortaderas hacían el resto. Cuenta Russo que “entre 1986 y 1992 teníamos unos 4 incendios semanales; en todos los años siguientes sólo 36 anuales”, gracias a que ahora cuentan con equipos y cámaras para prevención. Por suerte, la recuperación de las partes incendiadas es generalmente rápida: “La cortadera se quema muy rápido, pero tiene una raíz muy fuerte. Si alguien va ahora a ver cómo está lo que se incendió hace un par de meses, encuentra que ya está todo cubierto de nuevo”.
Actualmente, la Reserva, con sus 353 hectáreas de terreno, es uno de los tres pulmones de la ciudad y más de 1/3 del total de espacios verdes porteños. Además está por incorporar unas 17 hectáreas más que pertenecían a la empresa que construía las autopistas y sobre las que “la naturaleza ya ha comenzado a avanzar. Estamos viendo qué hacemos con las construcciones de hormigón que hay junto con varias organizaciones, los vecinos autoconvocados y la UBA”, cuenta el coordinador general de la Reserva, Alberto Olveira.

En tierras indias
La fauna porteña que habita este ecosistema se puede visitar todos los días. Además de las especies, el aroma que se respira, las vistas, especialmente las nocturnas, dan una paz que no suele estar accesible del otro lado de la entrada. Las iguanas se cruzan sin problema cuando hay poca gente y en el agua hay patos, gallaretas y mucho más. Las lagunas no están conectadas directamente con el río, por lo que su caudal varía mucho según la época del año y el paisaje cambia con las estaciones.
Es, básicamente, lo que encontró, por ejemplo, Don Pedro de Mendoza, al tocar tierras indias en 1538, cuando fundó el Puerto de Nuestra Señora de Santa María del Buen Ayre, excepto por algunas especies que llegaron justamente con los colonizadores. En realidad lo de tocar tierras indias es una forma de decir, ya que lo que caracterizaba el área, al igual que la Reserva, eran los bañados, las ciénagas: el barro.
El Buenos Aires de aquel entonces no estaba muy bien preparado para el turismo. Las cortaderas cortaban –justamente– la visión, dificultaban el paso y hacían que se perdieran expediciones que no encontraban puntos de referencia. Para colmo, de su interior saltaban los “tigres” (como llamaban los españoles a los numerosos pumas) y nada había para comer. Después de haber recorrido miles de kilómetros con la promesa de enormes riquezas, era evidente que el lugar no era ideal para unas vacaciones.
Por si esto fuera poco, los malos tratos a los indios terminaron con un sitio a la fortaleza de la primera Buenos Aires que obligó a los españoles a comer lo que hubiera a mano, incluso españoles, al decir de la crónica del alemán Ulrico Schmidl, quien se encontraba entre los sitiados. Tras este y otros enfrentamientos, el asentamiento fue finalmente abandonado. Sólo quedaron algunas vacas y caballos que hicieron su camino natural y sereprodujeron en cantidad. Prueba de ello es que en el tiempo que lleva a la segunda fundación, 40 años, los indios ya había aprendido a cabalgar y a cuidar de sus caballos. “Acá, los chicos pueden recrear la situación de un grupo de colonizadores al llegar a un lugar absolutamente desconocido. Una incursión de un grupo en medio de esos pastizales descubría yararás, pumas, hambre, pantanos... Obviamente de esa incursión volvían dos”, describe Olveira, aunque aclara que de las excursiones escolares siempre vuelven todos.

Ver para creer
En definitiva, más importante que las palabras, es vivir la Reserva como cualquier otro espacio, como lo hacen miles de chicos de escuelas porteñas y vecinos que tienen así una oportunidad de otra manera vedada por la urbe. Allí encuentran la Buenos Aires del pasado y la diversidad natural. “Los de Parques Nacionales no lo pueden creer. Ellos en el sur ven un cisne de cuello negro cada tanto y nosotros acá tenemos cientos”, se ufana Russo. Aquí nomás.

La Reserva Ecológica ofrece visitas guiadas diurnas para escuelas y público en general los fines de semana, y nocturnas cuando hay luna llena. Todas son gratuitas. Para obtener más información: 4315-1320/4129 o al 0800-4445343.

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La reserva, cada vez mas rica en variedad, atrae a ciclistas, biólogos y ornitólogos.
 
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