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Sábado, 28 de diciembre de 2002

NOVEDADES EN CIENCIA

Novedades en ciencia

La serpiente voladora
No son criaturas de fantasía, pero lo parecen: en el sur y sudeste de Asia, existen unas extrañas serpientes que pueden saltar de árbol en árbol. E incluso, hasta son capaces de planear. La serpiente de los árboles, cuyo nombre científico es Chrysopelea paradisi siempre ha llamado la atención de los biólogos, porque sin tener patas, alas o plumas se las arregla muy bien para pegar grandes saltos entre los árboles y hacer vuelos cortos. La cuestión es que hace poco, y tal como cuenta la revista Discover, el biomecánico norteamericano Jake Socha (Universidad de Chicago) se puso a estudiar a estos reptiles para intentar revelar sus misteriosos movimientos. Y para eso llevó veintidós serpientes Chrysopelea paradisi hasta una rama horizontal ubicada en la cima de una torre de once metros de altura, en el Jardín Zoológico de Singapur. Y luego esperó hasta que las serpientes decidieran lanzarse desde allí. Mientras tanto, dos cámaras de video seguían con toda atención sus movimientos. Tal como Socha esperaba, todas saltaron y cayeron sanas y salvas hasta el suelo. Al analizar las filmaciones, el investigador descubrió la técnica de “vuelo”: primero adoptan una forma de “J”, con la cabeza paralela al piso. Luego toman impulso y se arrojan hacia delante y arriba, a la vez que endurecen y achatan su cuerpo al máximo. Y a medida que caen, reorientan su cuerpo tomando una forma de “S”, ondulándose se lado a lado. Así, explica Socha, adquieren cierta sustentación, logrando un planeo un tanto desprolijo, pero más que aceptable teniendo en cuenta que las serpientes no están –en principio– hechas para volar.

Microbios de la época de homero
En un ambiente gélido e inhóspito como el antártico y debajo de capas de hielo, la vida, aparentemente, resiste (y mucho). Al menos, con esa sorpresa se encontraron los miembros de un equipo científico de la Universidad de Illinois (Estados Unidos) cuando descubrieron en un lago de agua salada de cinco kilómetros de longitud ni más ni menos que microbios de 2800 años.
El notable hallazgo se realizó en una región desértica de la Antártida conocida como los Valles Secos de McMurdo. Secos, sólo de nombre. Pues por debajo de su superficie, el agua del reciente lago descubierto (y bautizado muy adecuadamente como lago Vida) se mantiene en estado líquido debido a su alta salinidad –siete veces superior a la del agua de mar–, incluso a diez grados bajo cero.
La cuestión es que hasta ahora se creía que este lago antártico, detectado con la ayuda de radares, permanecía congelado casi todo el año en una zona en la que los picos de temperatura rozan los 30ºC bajo cero, pero a pesar de esto en los sedimentos extraídos del lago aparecieron microbios de la misma época de Homero, casi dormidos (más precisamente, en estado de metabolismo suspendido), a los que luego revivieron. Pero no microbios cualquiera, sino microbios (conocidos como cyanobacterias) capaces de sobrevivir a la ausencia de luz y a la alta salinidad. “Las bajas temperaturas preservan extremadamente bien el ADN, convirtiéndolos en perfectos `museos de hielo’ para el estudio de ADN antiguo”, explicó John Priscu (Universidad de Montana), miembro de otro equipo partícipe del descubrimiento.
Ahora los científicos miran al cielo. Y no sin razón: según creen, la escena microbiana encontrada en el lago Vida podría también presentarse en los polos de Marte o bajo 4 kilómetros de hielo en Europa, una de las lunas de Júpiter.

Las proteínas del miedo
Los varones son menos miedosos que las mujeres: parece una verdad de perogrullo, y aunque pueda resultar políticamente incorrecta, parece que al menos en el caso de los ratones, es verdaderamente así. Es más, dos recientes estudios, cuyos resultados aparecen en la revista Scientific American, apuntan los cañones a unas proteínas que explicarían, al menos en parte, esa diferente sensibilidad. Así es: las investigaciones realizadas por Allan Basbaum y sus colegas de la Universidad Rockefeller, por un lado, y R. Adron Harris y su equipo de la Universidad de Texas, revelan que los ratones machos normales tienen un umbral de miedo más alto que las hembras. Y que esto podría estar asociado a que cuentan con una mayor cantidad de ciertas proteínas conocidas como GIRKs. De hecho, estos investigadores descubrieron que ratones machos mutantes, incapaces de producir la proteína GIRK2, se mostraban bastante más temerosos que los normales. Por otra parte, estos ratones con carencia de GIRK2 no respondieron tan favorablemente como los otros a dos medicamentos antimiedo.
Los resultados de los trabajos de Basbaum y Harris son preliminares y no pueden, en principio, trasladarse en forma directa a los humanos. Pero sugieren una interesante relación entre el miedo y la cantidad de proteínas GIRK que bien podría tenerse en cuenta a la hora de fabricar nuevas drogas y medicamentos.

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