futuro

Sábado, 7 de febrero de 2009

UNA MIRADA AGUDA

Los ojos de Mr. Darwin

 Por Diego Golombek

Más allá de su cabeza, de sus ideas, de sus libros y de sus fósiles, siempre están sus ojos. Esa mirada de pibe aventurero que se quiere llevar el mundo por delante y, de hecho, no sólo lo hace, sino que logra lo que pocos: lo cambia para siempre. ¿En qué piensa con ojos visionarios ese muchachito de veintipocos años que se larga de expedición a lo desconocido, para que un tal capitán Fitz Roy sólo unos pocos años mayor que él –y ya obligado a ser “el hombre del barco”– tenga alguien de su rango social para cenar y compartir su camarote? ¿Cómo concilia sus lecturas de la Biblia y de la Geología de Lyell con esa naturaleza que se le viene encima en Brasil, con mil distintos tonos de verde, frutas de formas que nunca había encontrado en los libros, o animales sacados de la más frondosa mitología? ¿De dónde saca fuerzas el muchacho de destino incierto para acompañar a los gauchos en sus cabalgatas por las pampas? ¿En qué capítulo del Génesis entraba el megaterio?

En esos ojos aventureros está el cruce de los Andes, están los indios desnudos que lo miran desde la orilla de sus fogatas del sur, están los pliegues de la Tierra que se alzan frente a él, tan altos como temerarios y, sin duda, inequívocos en la historia que cuentan. También es la mirada de la voluntad, como ese día en que, hartos de tanto viaje, muertes y cansancio, están por decidir la vuelta, y justo en ese momento entra en erupción el volcán Osorno. “Oh, maravilla –dicen Darwin y Fitz Roy–, el mundo, este mundo maravilloso vale la pena, y hay que seguir hasta que la ciencia nos separe. Proa a las Galápagos, mi capitán.”

Pero también son los ojos tan tristes de un Charles al que las décadas han arrollado, más allá de la fama, de sus libros agotados, de su teoría de a poco triunfante en todo el planeta, de su nombre venerado. Ojos de corazón que duele, tal vez por el Chagas que se trajo de las Pampas. La mirada melancólica y anciana de quien debió convivir con uno de los secretos más grandes de la historia durante demasiado tiempo, temeroso de que el mundo no estuviera preparado para tanta verdad junta. Darwin es esos ojos que nos radiografían porque conocen nuestro lugar en la naturaleza, nos bajan de un hondazo y nos preparan para vaya a saber qué cambios por venir. Ojos de animal triste y cansado. Como los nuestros.

Curiosos los aniversarios y los números redondos. Hace 400 años alguien miraba hacia los cielos y descubría fantasías que ni siquiera había imaginado. Hace 200, otro alguien proponía en su Filosofía Zoológica una de las primeras teorías que sostiene que la naturaleza cambia, todo cambia –toda una odisea, aunque luego Lamarck (que de él se trata) sería ridiculizado por su intento–. Ese mismo año nacía, con su destino de láudano a cuestas, un tal Edgar Allan, una de las mentes más lúcidas de su generación, que dejó más de un aullido memorable (nunca más) y, claro, nacía también nuestro Charles, quien poco tiempo más tarde soñaría con mariposas y helechos.

Y hace nada, 50 años, un mediocre escritor de historias fantásticas llamado Charles P. Snow dividía el mundo en dos, los que podían comprender la cultura científica y los otros, humanistas irredentos. Dos bandos, aquí hay dos bandos, sería su lema –algo que seguramente para Charles no tendría ningún sentido–. Pero en estos 150 años que conmovieron al mundo, desde la aparición de nada más hiriente, más revolucionario que un libro sobre el origen de las especies, hay unos ojos que no nos dejan tranquilos, que nos obligan a ser brutalmente honestos con nuestro lugar en el universo. “Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo”, dijo alguno. “Mirad hacia los cielos con mi telescopio”, dijo otro. “Todos tenemos una historia”, dijo Charles, y es la misma. Y lo sigue diciendo con esa mirada que no nos deja mentir.

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