Viernes, 15 de enero de 2016 | Hoy
CINE
Guerreras o vengadoras, criminales empedernidas o fierreras empedernidas y hasta bobas en minishorts, las chicas de Quentin Tarantino fuman porro o se drogan con cosas más fuertes hasta perder la conciencia, dan y reciben disparos y puñetazos totalmente brutales, a veces se pasean en bikini por ninguna razón más que poner algún señuelo para el ojo del espectador y nunca pero nunca son amables, dulces, conciliadoras, maternales ni cargan con ningún atributo con olor a naftalina que todavía se nos reclama por ahí. En esta revisión de las “ellas” de su filmografía, se puede odiar o amar al director, pero difícil permanecer indiferente.
Por Marina Yuszczuk
Puede ser un misógino tanto como un feminista, un racista como un valiente que se atreve a mostrar una verdad sobre la relación entre negrxs y blancxs, un iluminado que hace el cine más violento de una sociedad ultraviolenta, o un sádico, o una especie de loco que, cegado por las películas que ama, no tiene otro parámetro para medir lo que filma más que el del propio cine. Lo cierto es que no hay, en las ocho películas que hasta ahora filmó Quentin Tarantino, ninguna imagen que no remita a otra imagen de la tradición cinematográfica, muchas veces de géneros o subgéneros del cine
exploitation o de la clase B, y que por eso mismo, cualquier pregunta por la presencia de las mujeres en su cine tiene que tomar en cuenta sí o sí que esas mujeres, como todo lo demás, son figuras montadas sobre figuras previas. Pero hay otra cosa que también es cierta, y es que probablemente ningún director o directora de la talla de Tarantino haya planteado, en una filmografía que no es precisamente prolífica, un puñado de personajes femeninos tan fuertes.
Guerreras o vengadoras, criminales empedernidas o fierreras empedernidas y hasta bobas en minishorts, las chicas de Tarantino fuman porro o se drogan con cosas más fuertes hasta perder la conciencia, dan y reciben disparos y puñetazos, a veces se pasean en bikini por ninguna razón más que poner algún señuelo para el ojo del espectador y nunca pero nunca son amables, dulces, conciliadoras, maternales o detentan ninguno de esos atributos femeninos que Mariana Arias enumeraba tan bien en aquella nota de Perfil. Al contrario, a Mariana probablemente le estallaría el cerebro si consumiera una detrás de otra todas las películas de Tarantino porque en este universo hecho de 35 o 70 mm, de fílmico gastado o de colores saturados y golosos que nada tienen que ver con la moderación y los colores pastel del cine “más serio”, no hay lugar para los débiles. Y sin embargo, eso que se conoce todavía como sexo débil es algo que abunda. Una de las razones probablemente resida en el tipo de películas que Tarantino engulló con pasión desde los años de su formación como cinéfilo, durante los cuales según dice trabajó como acomodador en una sala de cine porno de Los Angeles y luego en un videoclub. Si la mente le trabaja tan rápido como habla, es impresionante imaginarlo siempre acelerado y consumiendo como cocaína esas películas de bajo presupuesto que ponían toda la carne al asador en cualquier rubro que fuera atractivo con tal de ganarse unos pesos. Eso que se conoce como exploitation y tuvo su auge en la década del 70 poco sabía de moral: la cuestión era llevar las cosas al límite en cada uno de los rubros, y así, las películas de autos tenían que tener más autos cada vez más veloces y choques más violentos, las de terror tenían que ser sangrientas, gore, las de sexo tenían que ser más explícitas que cualquier cine socialmente aceptado. Había para todos los gustos, y todo al mango.
Es de esa caja de Pandora, de ese universo berreta y extremo de donde salen las mujeres del cine de Tarantino que la mitad de las veces son brutales vengadoras. Y que son, siempre, hijas bastardas del cine, que mientras en la superficie no dejaba de ofrecer madres y esposas, heroínas de melodramas, objetos de deseos masculinos o víctimas que necesitaban protección, gestó de manera subterránea esta troupe de salvajes que son capaces de rebanarle a otra la tapa de los sesos, darle el toque de gracia a un psicópata moribundo con el taco de una bota texana o cagarse de risa mientras les parten de un golpe la nariz, y que aparecen bastante seguido con la cara salpicada de sangre. Igual que los tipos. No pasó con Perros de la calle (1992) ni con Pulp fiction (1994) pero a partir de Jackie Brown (1997), la película que revivía el cine blaxploitation con una azafata negra que traficaba drogas (interpretada por Pam Grier, que fue un ícono de ese tipo de películas en los setentas), Tarantino sacó de la galera una seguidilla de protagonistas mujeres que hicieron mucho más que sufrir una sobredosis o bailar twist con John Travolta, como la insuperablemente cool Mia Wallace en Pulp fiction. Ahí está por supuesto Beatrix Kiddo, aka La Novia (Uma Thurman), ejecutando paso a paso una venganza justa que implicó apuñalar a Vernita Green en su propia casa, rebanarle la tapa de los sesos –muy poéticamente, eso sí, al estilo oriental y con la nieve casi detenida alrededor en un jardín japonés– a O-Ren Ishii, o enfrentarse en un restaurante con Gogo Yubari, esa colegiala demente de soquetes blancos que agitaba una bola de hierro al final de una cadena. Beatrix formaba parte de una troupe de asesinos a sueldo de la que quiso salirse para tener una vida menos alocada, pero no se lo permitieron: con panza, vestido de novia y todo la amasijaron por orden de Bill. El escarmiento le valió cuatro años de coma, un larguísimo tendal de muertxs y una deuda cobrada uno por uno a los que la habían matado para llegar hasta la hija robada, la más letal de las cuales fue sin duda esa rubia disfrazada de enfermera y con un parche en el ojo que tuvo el gesto duro y la mandíbula implacable de Daryl Hannah. ¿A quién no le corrió un escalofrío por la espalda frente a Elle Driver? Pero la película que quizás tenga más cosas para decir sobre la relación de Tarantino con sus personajes femeninos es también la más desconocida, Death Proof (2007), estrenada junto con Planet Terror de Robert Rodriguez en un doble programa llamado Grindhouse que homenajeaba a las salas de cine que daban dobles funciones de películas explotaition. Si Planet Terror contaba entre sus personajes con una stripper (Rose McGowan) devenida arma mortal después de perder una pierna que fue reemplazada por una ametralladora, Death Proof desplegaba en dos mitades esa imagen de la chica letal y en su primera mitad, presentaba un puñado de chicas convencionalmente hermosas presidido por Jungle Julia (Sydney Tamiia Poitier) que conversaban en un auto y después iban a tomar margaritas a un bar. Me acuerdo de haber sentido cierta extrañeza porque mientras los perros de la calle en su película discutían el verdadero significado de Like a virgin de Madonna o algún otro asunto de esos sorprendentes, oblicuos, que daban cuenta de la relación de Tarantino con la cultura pop, las chicas hablaban de tipos y una contaba que había transado con uno la noche anterior pero no habían cogido porque “si les das todo la primera vez, después no te respetan”. El diálogo era irritante por estereotipado, y era raro a su vez que Tarantino se recostara tanto sobre estereotipos, pero de eso se trata la primera mitad de Death Proof: las chicas se pasean, se menean, coquetean, hablan cosas “de chicas” y hasta una de ellas (Vanessa Ferlito) es una belleza agresiva del infierno que le hace al personaje de Kurt Russell (Stuntman Mike, un psicópata que solía trabajar como doble y ahora mata con el auto) un lap dance, en short y ojotas, completamente inolvidable. Tarantino encuadra sus culos enfundados en shorts en varias oportunidades y al final de este episodio, las hace matar a las cuatro de un plumazo –o mejor dicho, de un choque brutal en el que vuelan miembros y chorros de sangre– por ese loco sanguinario que simplemente, parece odiar a las minas, usar el auto como pija para vengarse de ellas por ser lindas o algo así.
Después viene lo bueno: la segunda parte de Death Proof le responde a esa primera mitad con un grupo de chicas bien distintas y, al menos dos de ellas, se cagan de risa con el bla bla de las otras dos que, de nuevo, discurre sobre si acostarse o no acostarse con tipos. Zoe Bell, una demente que fue doble de Uma Thurman en Kill Bill, y Kim (Tracie Thoms), se consiguen un auto excitadas porque es el mismo de Vanishing point (1971), una película de autos que las vuelve locas, y lo usan para un jueguito que les encanta: a toda velocidad y con Kim al volante, Zoe sale por la ventana y se cuelga de dos cinturones de cuero para terminar acostada sobre el capot, mientras las dos gritan exultantes como si acabaran. Así las encuentra Stuntman Mike, y se relame, pero no sabe la que le espera: estas chicas no son lo mismo que aquellas otras, y literalmente, lo hacen mierda. Después de perseguirlo, chocarle el auto y hacerlo volcar, lo terminan a las trompadas y Abernathy (Rosario Dawson), que en el camino aprendió a divertirse con otra cosa que no sea hablar de los tipos que se levantó, le revienta la cabeza de un pisotón. A la cuarta amiga, Montgomery Lee, modelito vestida de porrista y la más aniñada de las cuatro, la dejaron de prenda para distraer al dueño del Dodge Challenger mientras ellas iban a divertirse con el auto.
Las chicas “lindas” aparecen ocasionalmente en el cine de Tarantino, pero no sobreviven. Las otras a veces tampoco, porque en sus películas muere casi todo el mundo y aparte porque muchas veces, son criminales. A esa estirpe pertenece Daisy Domergue (Jennifer Jason Leigh), la rea que en la nueva película del director, The hateful eight, es una de los ocho odiosos del título. La única mujer, y la única que es prisionera: quizás las dos cosas conspiren para que Daisy sea la que recibe la mayoría de los puñetazos, vómitos y rociaduras de sangre que vuelan por ahí. La película es “una especie” de western ambientado en la posguerra civil en el estado de Wyoming y durante una tormenta de nieve reúne en un parador llamado Minnie’s Haberdashery a lo peor de lo peor de esos personajes típicos que según dice el mito –al menos el del cine– hicieron la patria: racistas, misóginos, individualistas, buscavidas, ultraviolentos, así los muestras Tarantino inspirado en los spaghetti westerns de Sergio Leone o de Sergio Corbucci, y quizás más que en sus películas anteriores, lxs espectadorxs tenemos la opción de pensar que algo tiene que ver todo el asunto con un país que sigue estando cargado de odio racial y quiere armarse hasta los dientes o decidir que después de todo, solo se trata de películas.
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