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Viernes, 5 de abril de 2002

PERSONAJES

La díscola Oona

Cuando conoció al que iba a ser su único marido y el padre de sus hijos, Oona O’Neill, hija de Eugene, ya era una prematura star del jet set neoyorquino. Su estilo se convirtió en un icono norteamericano.

 Por Soledad Vallejos

Tendría unos 16 años. La foto no muestra mucho más que a una chica menuda con uniforme escolar tres talles más grande. Nada que no se haya visto en las películas de los ‘50: zoquetitos, zapatos (entonces y ahora) muy top, pollera a cuadrillé, jersey y un montoncito digno de libros y anotadores. Lo raro es la mirada de la nena. Lo raro son esas cejas arqueadas que subrayan lo que dicen los ojos: sí, sólo soy una adolescente; sí, era yo la que anoche deslumbró a todos en el Stork Club; sí, quizá mi ilustre padre no vuelva a hablarme en su vida por frívola pero me importa poco; y sí, estoy esperando el colectivo para ir al colegio, así que, por favor, déjeme repasar que hoy tengo examen de matemática y me duele la cabeza. Y eso que el día de la foto Oona O’Neill no estaba de lo más verborrágica, ni fotogénica, pero como carta de presentación no está mal.
Tal vez desde el día de su nacimiento la nena haya sido consciente de ventajas y desventajas de ser una O’Neill. Se puede nacer en Bermuda sin temer triángulos ni campos magnéticos no deseados; se puede crecer en un departamento de la Quinta Avenida viviendo con mamá, el novio de mamá y la foto de papá (tomada cuando todavía no se había fugado, entre whiskies y medianoche, con otra, olvidándose de ver a sus hijos por cuatro años); se puede ir a un colegio de niñas súper exclusivo y tener amigotas tan glamorosas y frívolas como una, esas amigas pueden luego casarse con Walter Matthau o dejar de ser simplemente Gloria para convertirse en Gloria Vanderbilt. Se puede evitar toda la compasión de la alta sociedad por ser la pequeña abandonada de un padre tan Premio Nobel como alcohólico con la fuerza del pelo azabache, el rojo furioso en los labios y una piel digna de Blancanieves. Se puede, a fuerza de personalidad, transformar una en la novia de América, aun en una época habituada a tildar de casquivana a cualquier pequeña que se paseara en clubes nocturnos y llevara vestidos de fiesta. Porque Oona tenía algunos trucos: donde el alcohol, el tabaco y las señoras vampiresas querían reinar (el salón del Stork Club, por ejemplo), ella entraba derechito al sector vip, pedía un vaso de leche y voilà, su foto tenía el espacio asegurado en toda columna de sociales. Los columnistas de sociedad no perdían oportunidad de detallar qué pollera se ponía, dónde la había comprado, con qué la combinaba, cómo eran las perlas en su cuello. Cualquiera que hojeara las páginas de chismes sabía que la hijita de Eugene O’Neill tenía un don natural para combinar prendas rescatadas de liquidaciones de barrio con otras de autor, para crear estilo y mostrar su clase aun en pantalón de gimnasia. Y eso también lo demostró a la hora de exhibir todo su fervor patriótico: en shows para levantar la moral de los soldados (Segunda Guerra, Marilyn, ese tipo de espectáculos), en eventos de caridad para lo mismo, entre soldados felices de tenerla cerca. En 1942, fue distinguida como “la debutante del año”; el Stork Club no quiso ser menos y la nombró “Chica glamorosa del año”. Un poquito harto de que su dignísimo nombre apareciera en cuanta crónica de sociedad hubiera, y de que no se tratara de él, papá O’Neill dejó de hablarle y jamás volvió a verla. Ella tenía 16 años.
Entonces sucedió. Ya eran conocidas las infidencias sobre sus affaires con un dibujante algo mayor, con el típico señor-maduro-atraído-poradolescentes J. D. Salinger, y con el (por entonces) exitoso Orson Welles.Esas relaciones no habían pasado a mayores. Pero entonces, decíamos, sucedió. Oona conoció a Charlie Chaplin. Alguna noche se cruzó con él, vestía pollera de estudiante como en la foto, zoquetes y un sweater. Se sentó a su lado por casualidad. En algún momento, por un motivo incierto a ajenos, tomó el cardigan de él y se le cayó, fue hacia atrás, desparramó helado por todas partes. De alguna forma, eso lo cautivó. De todas las formas posibles, ella quedó cautivada. Cuando quiso acordarse, ya estaba instalada en la mansión señorial que Chaplin tenía en Beverly Hills, bajando las escaleras como una reina, deslumbrando a la actriz Claire Bloom por la elegancia con que llevaba un vestido de terciopelo verde, y cenando casi todas las noches en el Morocco. La vida empezaba a ser hermosa. Se casaron apenas ella cumplió los 18. Tuvo a sus primeros hijos. Amaba a ese hombre que le llevaba 36 años y no le daba razones para avalar los rumores sobre su pésimo carácter. Algo empezó a cambiar con la llegada de un tal McCarthy a la zona del poder: Chaplin fue acusado de comunista, de violador, la prensa y el público se les abalanzaron. Ella, el niño en su vientre, otros cuatro pequeños y su marido partieron rápidamente hacia Europa. Se instalaron en Suiza.
Le manoir de Ban, la casa de Corsier-sur-Vevey en la que vivieron su exilio, pronto vio cómo Oona armaba las valijas para pasar unos días en California. Misión secreta, urdida por su marido: vaciar todas sus cuentas bancarias, recuperar cada dólar (en billetes de mil). Mejor dicho, poner cada uno de esos billetes dentro de su abrigo de mink, entre la piel y el forro. Pasar por la Aduana como si nada. Ella lo hizo, y apenas regresó depositó el tapado en un banco suizo. Ah, y renunció a la ciudadanía norteamericana. Pasaron quince años de recepciones a amigos de renombre y vida familiar hasta que Oona volvió a Estados Unidos. En 1967, su madre había enfermado gravemente; la acompañó, se despidió. Cinco años después, regresó acompañando a su marido en un regreso con gloria; estuvo allí cuando la Film Society del Lincoln Center lo homenajeó en Nueva York. Estuvo allí cuando la bendita Academia de Hollywood le entregó un Oscar especial.
De vuelta a Suiza, el paso del tiempo irrumpió dolorosamente en la vida hogareña: Chaplin estaba viejo, innegablemente anciano. La necesitaba, la absorbía. Ella se entregaba sin chistar, con la actitud de quien no podría hacer nada más. Cuando él murió, quedó vacía. La simbiosis había sido total. Pasó los siguientes 14 años, lo que quedaba de su vida, entre Nueva York y Le Manoir de Ban. Se permitió, inclusive, algunos affaires para probar lo que había desconocido hasta entonces (muchachos más jóvenes). Se volvió alcohólica. Y un día de septiembre de 1991 un cáncer puso fin a su vida; pidió que la enterraran al lado de Chaplin, y allí está, en una colina suiza.

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