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Viernes, 14 de junio de 2002

INTERIOR

Mundo wichi

En el Impenetrable chaqueño las pequeñas comunidades wichis subsisten desde hace cientos de años como pueden, oponiendo su propio modo de vida al que cada tanto se les pretende imponer, pero defendiendo sus reclamos y subrayando sus carencias cada vez que pueden y ante quien sea necesario: hace unos días, ante Chiche Duhalde.

 Por Laura Vales

En el verano de 1973, Ernesto Reynoso, cacique de la comunidad wichi, caminó 90 kilómetros de monte a través de El Impenetrable chaqueño para llevar a las autoridades de la pequeña localidad de Misión Nueva Pompeya un listado con los reclamos de su comunidad. Querían un médico, una maestra y semillas para hacer huertas. El Impenetrable era, ya entonces y como ahora, una de las regiones con mayores índices de pobreza y atraso del país. Un bosque cerrado de vegetación espinosa, donde las comunidades indígenas y unas pocas familias de criollos peleaban contra el avance del monte y las enfermedades. El principal problema era el agua: en invierno faltaba hasta matar de sed y en verano caía hasta inundarlo todo. No había rutas, sino caminos de picada abiertos a machete. Reynoso llegaba de una zona desconocida para el hombre blanco, e incluso para el criollo: al lugar sólo un puñado de comerciantes sin escrúpulos se aventuraba de tanto en tanto en busca de dinero fácil, conchabando wichis para trabajar en la cosecha a cambio de una paga de esclavos. En 1973, Misión Nueva Pompeya era la última delegación municipal al norte del Chaco.
Menos que un pueblo: un caserío de 200 familias vinculadas por una escuela y una iglesia. Rosalinda Nené Cabrera, ahora intendenta, tenía entonces 17 años. Acababa de abandonar colegio y familia en Buenos Aires para casarse con el cura del lugar, 10 años mayor que ella. Le pasó de casualidad. Viajó 1500 kilómetros para visitar a una hermana y perdió la cabeza.
Nené era una adolescente alta y desgarbada, militante de la Juventud Peronista. Vaya a saber qué le gustó del Chaco: El Impenetrable es un bosque árido, envuelto en polvo. La tierra flota en la atmósfera como si fuera talco; los días en que sopla el viento norte el aire se transforma en una neblina áspera que se mete en la boca al respirar. El sol arde. Los recién llegados corren el riesgo de envenenarse si toman agua contaminada con arsénico.
Y el monte: un océano de cactus, quebrachos, palos borrachos, algarrobos y matorrales de 500 mil hectáreas de extensión. En ese mar, Misión Nueva Pompeya es un punto cercano a la frontera con Formosa.
Cuando Reynoso llegó con su lista de reclamos, gobernaba la provincia el peronista Deolindo Felipe Bittel. El cacique hablaba castellano (lo aprendió en la cosecha, como la mayoría de sus congéneres) y sintonizó rápido con los jóvenes del pueblo, que convencieron al gobernador de contratar a seis para marchar a territorio wichi: dos maestras, una enfermera y tres empleados de la Dirección Provincial del Aborigen, entre ellos Nené y el cura.
Se casaron antes de viajar. “El Papa nos mandó una dispensa especial y decidimos hacer la ceremonia en la capilla local”, recuerda Nené. “No teníamos nada, fue un casamiento sin vestido blanco, sin lujos. Invertimos los ahorros en la compra de un chancho.” El plan era hacerlo a la parrilla, pero en medio de la boda empezaron a llegar familias y familias. Salían del monte, de los alrededores. Los amigos del novio transformaronrápidamente el cerdo a la parrilla en un guiso de arroz para multiplicar los platos.
La comunidad wichi de Reynoso tenía un nombre para invocar el agua: El Sauzalito. No era exactamente un poblado sino un paraje de ranchos dispersos de 30 familias indígenas y una criolla, a quien los wichis habían permitido asentarse, previo pago de una vaca, a principios de siglo.
En los 70, la comunidad todavía decidía en asamblea quién podía entrar y quién no. “Eran asambleas de hombres”, dice Nené, “porque las mujeres opinaban, pero dentro del ámbito familiar”.
Los nuevos llegaron en un jeep tras varias horas de viaje. Se acomodaron en tres grandes carpas prestadas, en una de las cuales empezó a funcionar el comedor de la escuela. Vivieron así los primeros seis meses.
Problema inicial: las mujeres y los chicos de El Sauzalito sólo hablaban el wichi, era monolingües. El grueso de los recién llegados también: sólo hablaban el castellano.
Aun en media lengua la nueva comunidad se las arregló para tomar las decisiones fundacionales: donde trazar la plaza, el hospital y la escuela. Porque hasta ese momento El Sauzalito había sido más bien una población precaria, atada a las costumbres de un pueblo de tradición seminómade que había sobrevivido durante siglos de la caza y la pesca.
Eligieron un terreno alto, a 300 metros del río. Hicieron casas de palo pique y barro. Sólo un año después empezarían a fabricar hornos de ladrillos y a levantar paredes de material.
La dictadura militar cambió muchas cosas. El antropólogo Hugo Trinchero, vicedecano de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, cuenta en su libro Los dominios del demonio cómo el gobierno militar consideró “intrusos” a los indígenas del Chaco y quiso erradicar las comunidades.
Un decreto-ley del gobernador Roberto Ulloa declaró que el Estado consideraría “a todo habitante de tierras fiscales carente de todo derecho sobre la ocupación”, con lo cual wichis y criollos serían a partir de ese momento “susceptibles de expulsión en caso de no atenerse a los planes de colonización que pudieran implementarse”. La ley nunca se reglamentó.
La dictadura emprendió una cruzada “civilizadora” destinada a controlar militarmente El Impenetrable y su población. Abrieron rutas, establecieron canales de comunicación por radio, vendieron grandes extensiones de tierra. Y construyeron ciudades.
Fuerte Esperanza nació de ese delirio. Fue una ciudad fundada sin gente, hecha de puro edificio. El día de la inauguración Jorge Rafael Videla dio por nacida la ciudad con acto en el centro de la plaza diseñada igual al logo del Mundial ‘78, con la pelota y las manitos alrededor.
En El Sauzalito, recuerda Nené Cabrera, “tuvimos problemas al principio, hasta que los convencimos de que no éramos peligrosos. Hicimos un aparte, pudimos seguir con el proceso de integración iniciado”. En los últimos años del gobierno de facto, su marido fue nombrado delegado municipal y luego electo intendente.
La democracia trajo proyectos para entregar las tierras a sus pobladores, pero el poder político demostró poseer iguales prejuicios que sus antecesores. En el ‘92 se detectaron casos de cólera, los primeros en el país. La reacción del gobierno fue acusar a los aborígenes de haber traído a la Argentina del primer mundo las enfermedades del tercero. Consultado por los medios, Carlos Menem diagnosticó que el problema era que la población del lugar “se alimenta con pescado crudo” y acto seguido su ministro de Salud anunció que había “recibido instrucciones del presidente para cambiar algunas de sus costumbres”. Los diarios de mayor tirada compraron la disparatada historia del pescado sin tomarse la molestia de chequearla. Trinchero recopiló algunas de las afirmaciones que los medios reprodujeron por entonces: “El cólera entró por un poblado indígena que vive comiendo pescado en deplorables condiciones sanitarias desde hace más de doscientos años”, publicó un diario porteño en febrero del ‘92.
“Teniendo en cuenta que una familia india camina normalmente 100 kilómetros en cualquiera de sus migraciones, es prácticamente inevitable que el cólera llegue a Formosa”, agregó días después. La recopilación de Trinchero culmina con una frase inolvidable: “Los chicos se les mueren de diarrea entre los brazos; los aborígenes los entierran y dicen ‘total hacemos otro’”.
El Estado es promesa
A fines del mes de mayo Chiche Duhalde viajó con el gabinete social a El Sauzalito. Un grupo de mujeres de comunidades wichis cercanas se movilizó para verla. Viviana Pereyra estaba entre ellas. Como el cacique Ernesto Reynoso en 1973, tuvo que atravesar 100 kilómetros junto a otras mujeres de su comunidad (Fortín Belgrano) para hacer llegar al gobierno sus reclamos.
Viviana tiene 27 años y cuatro hijos. Hizo la primaria en la escuela bilingüe de El Sauzalito, donde aprendió a escribir en wichi (que es una lengua ágrafa) con los caracteres del alfabeto español. En su comunidad no hay teléfono, ni televisión, ni llegan los diarios. Todavía se toma agua del río. La presencia más fuerte del Estado es una promesa: la del envío de subsidios para desocupados del Plan Jefes y Jefas de Hogar. Ante la visita oficial, las mujeres de Fortín Belgrano no dudaron en organizarse para llevar sus pedidos.
“Lo que más necesitamos es una bomba de agua, porque tenemos el río a mil metros”, explica Viviana. Una abuela de pañuelo de colores en la cabeza la acompañó durante la entrevista, para auxiliarla si era necesario. Apuntó así, en wichi, que otra cuestión urgente es contar con “comida para los chicos de 2 a 5 años”, ya que si bien tienen un comedor escolar, los más chicos están desprotegidos.
El principal problema, contaron las mujeres, es el trabajo. Cuando falta la dieta se restringe, queda sujeta a lo que provea el monte o el río. Los hombres cazan pájaros en el monte (“como las charatas”), o pescan sábalos y surubíes. En diciembre se hace harina de algarrobo. Pero no mucho más.
La última muerte en Fortín Belgrano se produjo el 28 del mes pasado: una niña de dos años que tuvo fiebre y a la que no pudieron levar al hospital, por falta de transporte.
Nené Cabrera se convirtió en intendenta de El Sauzalito en el ‘85 con mayoría de votos wichis, encabezando la fórmula del PJ. Obtuvo su segundo mandato en el ‘99; en el ínterin la suplantó otra mujer, candidata del radicalismo. En los 30 años que lleva viviendo allí tuvo ocho hijos.
Cabrera no acentúa especialmente las cuestiones de género. Cree que parte de sus votantes la apoyan “porque ven detrás a la figura de mi marido”, y prefiere no agregar más sobre el tema.
El pueblo tiene seis mil habitantes, entre el casco urbano y sus alrededores. Hay un hospital; el distrito abrió 30 escuelas y un secundario especializado en enseñanza agropecuaria. Una radio FM es el principal medio de comunicación, porque los diarios no llegan y el único teléfono funciona cuando quiere.
En la plaza que trazaron los vecinos en el ‘73, sólo hay dos símbolos: la bandera y un busto de Eva Perón, totalmente blanco, que resplandece bajo el sol.

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