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Viernes, 26 de julio de 2002

Vigencias

 Por J. M. Pasquini Durán

Aunque se haya dicho todo lo bueno y lo malo que la historia y la imaginación pudieron alimentar, los mitos tienen la ventaja, entre otras, que siempre aguantan algún otro comentario. Es más: lo necesitan, así sea nada más que para revalidar títulos. Además, la remembranza íntima o la conmemoración protocolar son posibles y justificadas porque nunca pierden actualidad, ya que el aniversario los recuerda cada vez con una mirada diferente, acomodando el significado a las circunstancias del presente o en comparaciones que los benefician. Para ejemplificar con un clásico: “Cada día canta mejor”. Por lo general, los personajes de la mitología popular adquieren esa condición post-mortem, pero hay suficientes indicios para afirmar que María Eva Duarte de Perón alcanzó esa dimensión en la plenitud de la vida. Sus enemigos más enconados terminaron de confirmarlo cuando escamotearon el cadáver a la veneración pública pero sin animarse jamás a destruirlo, prisioneros también ellos del influjo mítico.
Los talentos más finos, y también los más rústicos, construyeron frases para encerrar a la dama y a su obra entre límites precisos, con alguna intencionalidad política en la mayoría de los casos, ya sea para denigrarla o para exaltarla. A medida que pasaron las décadas la imagen fue limando aristas hasta conseguir el consenso de tirios y troyanos. ¿Quién se animaría hoy en día a referirse a ella con los adjetivos que despertaba la sola mención de su nombre durante la segunda mitad de la década de los 40? A pesar de los ríos de palabras que siguieron las huellas tratando de atrapar su imagen en una frase feliz, tal vez la mejor definición de sí misma es la que incluyó en la única biografía autorizada, La razón de mi vida, de lectura escolar obligatoria en su momento. Dice así: “Y me sentiría debidamente, sobradamente compensada si la nota (al pie del capítulo dedicado a Perón en la historia nacional) terminase de esta manera: De aquella mujer sólo sabemos que el pueblo la llamaba, cariñosamente, Evita” (pág. 95, ed. 1951).
Si bien los mitos extravían el sentido del tiempo en la eternidad, es imposible acercarse a ellos para entenderlos sin empezar por el comienzo. El de Evita data de los años 40, época de antinomias cerradas y transformaciones incesantes de los destinos particulares y colectivo, justo uno de esos momentos especiales de Argentina que hasta ahora no volvieron a repetirse, tanto en intensidad como en extensión. Con plata, cualquiera ... han dicho los que en años posteriores quisieron minimizar aquel encuentro de época y figura. Falso: más de una vez tuvo que pelear con uñas y dientes los fondos para su obra asistencial, pero sobre todo la diferencia consistía en el modo de acercarse a los más desvalidos de entonces, ancianos, niños y mujeres. Nunca los percibió como un porcentaje estadístico o una masa anónima y, en maratones cotidianas increíbles, intentó escucharlos de a uno por vez, sentada en el borde del sillón, el cuerpo curvado hacia delante, tensa y atenta a las palabras de sus interlocutores, dispuesta a redimir las vidas ajenas que desgranaban frente a ella relatos de miserias, fracasos, injusticias y abusos, mientras el compromiso de esa pasión consumía su vida como un lanzallamas.
De talle frágil, sonrisa generosa y gestos de ternura con los más débiles, ninguno que pudo contemplar de cerca ese rostro afilado, la piel blanca y transparente y el aura dorada de su cabello teñido y peinado bien tirante hacia atrás, podrá olvidarla y no faltará quien la ubique, como hacían en las viviendas más humildes, en el mismo altar que otros iconos religiosos. No era una santa, por supuesto. Podía ser despótica y cruel con sus enemigos, era fanática en sus convicciones y exigía obediencia sinfisuras, hasta la obsecuencia, con el Movimiento y su Líder. Ella, en persona, lidiaba con los sindicalistas para mantenerlos alineados a las órdenes del General y más de uno recibió el latigazo de su desprecio y hasta de su arbitrariedad, cuando no un rosario de maldiciones soeces que se le escapaban con cierta frecuencia en la intimidad por alguna contrariedad. Entre sus debilidades mundanas, le encantaban los halagos y al menos una noche por mes reunía a jóvenes poetas para que leyeran odas en su homenaje. De todo eso ya es poco lo que importa, porque para ser mito hay que renunciar a los claroscuros de la condición humana. Dicho de otro modo, los mitos no van al baño.
Con su muerte prematura, propia de una heroína de novela del romanticismo, el peronismo perdió uno de sus motores más vigorosos y, encima, cuando comenzaban a despuntar las dificultades que terminaron por desbarrancarlo en 1955. Qué hubiera sido distinto con ella en vida, es asunto de pura especulación. En los años 70, muchos jóvenes se lanzaron al asalto del cielo, a vida o muerte, extrapolando de su vida, de su obra y de sus dichos un legado que les pareció revolucionario. Por algún tiempo, grupos feministas, con casi nada de evidencia, intentaron en vano llevar sus intenciones de género más allá del punto al que había llegado, nada menos que, entre otras reivindicaciones, la promulgación del derecho al voto para la mujer. Tampoco las burocracias políticas y sindicales, ni siquiera el mismo Perón, lograron apropiarse con exclusividad de su memoria. Es patrimonio público, aunque las apariencias del aniversario queden reducidas a grupos aislados. Para encontrar su sentido último, hay que preguntarle al corazón del militante de base en cuál de las versiones del peronismo se anota. Allí es cuando aparece la respuesta tan espontánea como contundente: “Yo soy peronista de Evita”, la siempre presente.

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