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Viernes, 29 de diciembre de 2006

CLASICAS

Las derivas del amor

Fue pionera en la producción teórica del psicoanálisis, al que aportó un feminismo mal leído y peor apreciado. Ocasionalmente nombrada bajo la sombra de amigos célebres como Freud y Nietzsche, fue también amante de Rilke y autora de ficciones que eran, en verdad, formas del conocimiento. Aquí, un perfil de Lou Andreas Salomé, la mujer que quiso ser una con el todo.

 Por Raquel Orella

Nació en 1861 en San Petersburgo, Rusia. Dedicada a la teología y la filosofía desde muy joven, atravesó todos los debates de su época, y dejó una obra de veinte libros, más de cien artículos y reseñas, aunque gran parte permanece inédita. Ella, testigo del fin de la tradición romántica, se destacó en los comienzos del psicoanálisis como parte del grupo que –con Freud a la cabeza– estudiaba el inconsciente y los tabúes. Despertaba tempestades de sentimientos pero sabía mantenerse imperturbable. Se decían de ella cosas como: “demoníacamente primaria, exenta de toda debilidad femenina y hasta de toda debilidad humana”. Lou Andreas Salomé, la que escribió en el relato sobre la sumisión amorosa femenina “Una divagación”: “Un día caluroso de verano, cuando era muy niña aún, mi nodriza me tenía cogida en sus brazos y yo observaba cómo su marido le pegaba en la nuca, pero cuando me eché a llorar, ella me sonreía con una expresión de humildad enamorada, mi corazón de niña quedó convencido de que aquel brutal golpe sin duda formaba parte de los encantos especiales de su vida y ella debía someterse a todo esto. Amarlo, recibir lo bueno, y lo malo de esta mano negra. En esta humillación voluntaria se escondía un extraño gozo, semejante a lo que es denominado lo mejor de la naturaleza femenina.” Y sin embargo también cuestionaba “lo natural de esta tendencia masoquista de la mujer.” Ella, de quien en un arrebato de fantasía maternal misógina sentenció Nietzsche: “Es una mujer que logra que, a los nueve meses de estar con ella, un hombre dé a luz un libro”.

Si existía, ¿cuál era, se preguntaba, la identidad común de las mujeres? ¿Cómo vivirla? ¿Cómo heredarla? “¿Acaso no son miles las ocasiones que dejan huellas de misteriosa violencia en nuestra vida más íntima por haber sacudido muy tempranamente nuestros nervios y nuestros sueños? ¿Hasta dónde hay que volver atrás en el tiempo...? Es la costumbre de muchos siglos, los goces de generaciones de mujeres esclavizadas que nos susurran algo que resuena dentro de nosotras mismas. Es un idioma que ya no conocemos y que solamente podemos entender en los sueños, en los estremecimientos, en las vibraciones de las células nerviosas”. La respuesta era especulación, hipótesis, conjetura: en lo no definitivo, en lo tentativo, también podía asomar una certeza. Como hace decir a uno de sus personajes literarios, aun a escondidas y entre sombras es precisa la inquietud.

Amamos al otro, decía, como representante del proceso de nuestra fusión, en el acto sexual con el exterior de las cosas, normalmente inalcanzables. El o la amante son el medio por el cual nos habla la vida. Los amantes quieren serlo todo el uno para el otro: compañeros, niños jugando, jueces severos, ángeles piadosos. Pero el propósito se logra únicamente si el otro no abandona sus particularidades. Ya que dos son sólo uno si siguen siendo dos. Para la pasión amorosa, escribió, no existe peligro más grande que el intento –nacido merced a una loca fascinación por el otro– de amoldar, de manera artificial, el propio ser a la manera de ser del otro.

Estando en Roma en 1882, participó en un círculo dedicado a estudiar a Schopenhauer, cuya obra por entonces inspiraba a Nietzsche. Poco después, Salomé emergía con un análisis de la obra y las cartas de Nietzsche, un texto muy controvertido que fue especialmente atacado por la hermana del escritor.

Salomé no se privó de compartir la impresión que la persona tras los textos le causó. “El presentimiento de su callada soledad era la impresión primera y fuerte por medio de la cual la figura Nietzsche fascinaba, las líneas de la boca, finas e intensamente expresivas, quedaban cubiertas por un gran mostacho, tenía una risa callada y una forma de hablar sin hacer ruido y un modo de caminar cuidadoso, meditabundo.” El no se quedaba atrás si tenía que hablar de ella, como lo hizo en una carta de 1897 a Joseph Hofmiller: “Contra la muchacha se puede decir de todo lo que se quiera y por cierto cosas muy distintas de las que dice mi hermana, pero es indudable que nunca encontré a criatura mejor dotada, ni más inteligente y aunque nunca estuvimos plenamente de acuerdo, después de pasar media hora juntos, los dos nos sentíamos contentos por la multitud de cosas que habíamos aprendido. No en vano en estos últimos doce meses he realizado mi mejor obra”.

El año de esa carta Salomé comenzó una relación con Rainer Maria Rilke que continuaría toda su vida. Impone, también, esta relación a su marido Carl Friedrich Andreas, un estudioso de las culturas orientales con el cual –afirman todas sus biografías– nunca tuvo relaciones sexuales. Lou viajó varias veces a Rusia con Rilke; investigó el carácter inconsciente de los sueños y su manifestación a través de la poesía, de lo que asoma con una afirmación moderna para su época: para crear es preciso, dice, desactivar “la memoria racional del estado de vigilia”, que impone una “maníaca y obsesiva reorganización de la realidad”.

Simone de Beauvoir decía que la obra de Salomé era testimonio de una vejez plenamente incorporada en la vida. No recordaba su producción literaria, pero sí su vida, vivida de acuerdo con sus ideas y convicciones.

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