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Viernes, 18 de mayo de 2007

ISABELLA BLOW

Réquiem para Isabella

Isabella Blow, la estilista inglesa célebre por irrumpir con tocados del sombrerero Philip Treacy en las primeras filas de desfiles de Londres y París, los pasillos de la Sociedad Rural de Buenos Aires durante la primera edición del Buenos Aires Fashion Week, o en su cameo en Vida acuática (el film de Wes Craven), influenció la moda de los ‘90 y 2000 tanto como Andy Warhol hizo lo propio con la escena del arte norteamericano de los ‘70 y ‘80. Isabella murió el martes 8 de mayo, a los 49 años, en Londres, luego de suicidarse con una variedad de veneno para matar plantas.

Su debut como cazadora de talentos y creadora de estilos ocurrió a comienzos de los años ‘80 en Estados Unidos, cuando, luego de graduarse en Artes Orientales en la Universidad de Columbia, asistió durante un año a Anna Wintour (la directora del Vogue americano que parodia El diablo viste de Prada) y luego a Andre Leon Talley.

En 1986 regresó a Londres y trabajó junto a Michael Roberts en las revistas Sunday Times y Tatler. De ahí que las páginas de esas publicaciones fueran territorio fértil para rarezas de moda recién salidas del Saint Martins o de la escena nocturna inglesa.

Así, la lupa buscadora de tendencias de Isabella remite a los comienzos de Alexander McQueen (a quien compró su colección debut y ayudó años más tarde en su negocio millonario con el grupo Gucci), a Philip Treacy, el sombrerero que no cesó de idear tocados más excéntricos que sus pensamientos desde que, en 1989, dedicó a Isabella un tocado de novia freak para su boda con el galerista Detmar Blow, y que en 2002 motivó la muestra y el libro Cuando Philip conoció a Isabella.

Isabella tuvo también sus favoritos en Sudamérica: Alexandre Herchcovitch fue su preferido del circuito del Sao Paulo Fashion Week, mientras que, en Buenos Aires, ella fue quien aplaudió de pie la colección Tango de Pablo Ramírez, y eligió varios atuendos (camisas blancas y chambergo alta costura incluidos) para posar en el Café Tortoni para Visionaire y también para llevarse en sus maletas atiborradas de McQueen’s.

Arbitraria, extravagante y de ánimos tan cambiantes como las modas, solía atribuir fines prácticos a los sombreros de su vasta colección. “Me sirven para cuidarme de la gente que no me interesa, y así no se atreven a decirme: ¿puedo darte un beso? El sombrero lo impide, y sólo me besan las personas a las que amo.”

Pero debajo de los tocados antibesos y el maquillaje que llevaba su nombre (como Vreeland, lucía rouge rojo en todas las apariciones y uno de sus negocios más recientes fue el lanzamiento del labial de edición limitada llamado Blow), debajo del personaje que descolló en sus actuaciones de frivolidad, había una mujer frágil, extremadamente vulnerable y con problemas laborales. “No encuentro mi lugar en el mundo de la moda, el mismo al que yo contribuí”, había dicho recientemente al New York Times.

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