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Viernes, 15 de junio de 2007

NOTA DE TAPA

Escape para el desamor

Alicia Berdaxagar, actriz de estirpe, empedernida dama de las tablas, habla de su personaje en El último yankee, la obra en la que Arthur Miller explora casi por única vez el alma femenina en esa situación de sofocante encierro que puede significar lo doméstico cuando es un destino único. Y también, por supuesto, desgrana una historia de vida que hizo de la actuación una mística.

 Por Moira Soto

Aquella ratoncita de la escuela primaria, la chica que siempre tuvo clarísimo que quería estar sobre un escenario y que desde que se anotó en declamación en el conservatorio no paró de prepararse en distintas disciplinas para actuar –cosa que hizo desde muy joven–, es hoy una de las grandes damas del teatro local, respetadísima por la crítica y muy premiada, que en estos momentos deslumbra con su actuación en El último yankee, la pieza de Arthur Miller que se ofrece en el teatro Regio, en una producción del Complejo Teatral Buenos Aires. Alicia Berdaxagar encarna a un ama de casa, esposa de un próspero hombre de negocios, internada en un hospital psiquiátrico por causa de una grave depresión. Beatriz Spelzini, afectada por el mismo mal aunque en un grado menor, y Aldo Barbero y Alejandro Awada –los respectivos maridos–, más la presencia inmóvil de Nya Quesada desde una cama, completan el elenco de esta obra puesta en escena por Laura Yusem.

Entre los artículos que aparecen en el Nº 89 de la revista Teatro de mayo (editada por el Complejo Teatral), llama la atención que sus autores atribuyan la depresión de Patricia únicamente a la falta de ambiciones de su marido Leroy, sin considerar que es un ama de casa madre de siete hijos que sufre estrecheces económicas. En cuanto a los motivos de la depresión de Karen, quedan inexplicados: el propio Miller, en una charla que dio en Buenos Aires y que la publicación citada reproduce, la trata de “un poco tonta” y a lo sumo reconoce que “su esposo no le tiene ninguna paciencia. Con los años ella se ha limitado tanto que hasta llegó a temer salir de su casa”. Sólo la directora Yusem, en la nota firmada por Alberto Catena, se detiene con otra mirada sobre los personajes femeninos, después de señalar que “en las obras de Miller, las mujeres casi no existen. En general, no se imagina a mujeres que trabajen, que estudien, que tengan otro horizonte distinto del doméstico (...) Pero en El último yankee hay un intento de penetrar el alma femenina, de entender su mundo y ponerlo de alguna manera en un lugar mejor. Porque si bien las dos mujeres de la obra están en una institución psiquiátrica, y eso alude a la reclusión que sufren, son con frecuencia más lúcidas que sus hombres”. Yusem remarca que al marido de Karen “no le importa nada su esposa”, y en cuanto a Patricia, más allá de su desbaratado sueño americano de hija de inmigrantes, “ha llegado a los 44, tiene siete hijos, de modo que ha pasado gran parte de su matrimonio embarazada. Leroy no le ha dado ningún bienestar elemental (...), es defendible en su lirismo, en su decisión de no dejarse ganar por la fiebre de ganar plata, pero acusa un rasgo de descuido hacia su familia que es condenable, un rasgo egoísta”.

En su casa de toda la vida de la calle Malabia, colmada de recuerdos, Alicia Berdaxagar, con el ánimo arriba, ejerce de ama de casa sin excesivo celo, aunque dice que es lo suficientemente organizada como para haber comprado unas deliciosas masitas con el fin de convidar a la cronista y tener lista la bandeja con dos tacitas de porcelana para servir el café (“eso sí, en saquitos, nunca tuve cafetera”). Entre cuadros originales, uno de los cuales –muy sugestivo– es de Hugo Soto, premios diversos, objetos con historia y fotos entre las que sobresale una en marco ovalado con la beba Alicia panza abajo, el culito al aire, resuena la voz de Yves Montand entonando Sur les toits de Paris, pegadiza canción que sirve de fondo a los primeros tramos de la entrevista. Aunque dice que últimamente cocina poco, la admirable protagonista de Tenesy, Las de Barranco, Esperando a Godot y tantísimas otras obras, desliza al pasar la receta de la Merluza a la Alicia (“filetes puestos a macerar en tupper con hierbas, ajo, perejil, sal, mandás a la heladera y al día siguiente ponés a cocinar –no freír– en parte iguales de agua y aceite de oliva, puerro, verdeo, apio cortaditos, más hongos secos si tenés, unas pasas si te gusta lo agridulce. Colocás en una olla una capa de verduritas, otra de filetes, podés echarle un poco de avena y el polvo de galletitas dulces que queda en el fondo de la lata, otra capa de verduritas, y aquí viene el secreto: batís dos huevos y se los tirás por encima revolviendo, tapás, fuego suave unos minutos y listo el riquísimo pescado”).

Las que se erigen en protagonistas de El último yankee son dos mujeres amas de casa, un papel tradicionalmente femenino que ha sido revalorizado por el neoconservadurismo en los Estados Unidos, negando ese oculto malestar que destapó Betty Friedan en los ’60, en su ensayo La mística de la feminidad. En algún punto, esta pieza se puede relacionar con la extraordinaria película de John Cassavetes, Una mujer bajo influencia, donde su protagonista, Mabel, esposa de un obrero y madre de tres niños, desesperada por hacer todo bien y ser aprobada, colapsa y debe ser internada. Karen, tu personaje, tiene un marido rico...

–Sí, y vive en algún lugar del interior donde nunca pasa nada, se supone que tiene la vida solucionada, que debería ser feliz y no caer en depresión profunda. Pero ya ves: una, Patricia, la más joven, porque se le hace cuesta arriba sostener a esa familia con siete hijos, en parte decepcionada por la falta de ambiciones materiales de su marido carpintero, un oficio que él ha elegido aunque viene de una familia con dinero que podría ayudarlo. La otra, Karen, mi personaje, está casada con un tipo que todo lo que quiere en la vida es hacer plata, aumentar su patrimonio, le importan un pepino la problemática de su esposa que ha entrado en esa depresión porque se siente muy sola, incomunicada, sin objetivos. A Karen no le alcanza con tener un buen pasar. Seguramente, ella busca en el tap y en el canto una salida a tanto aislamiento, a tanto desamor, cosa que por supuesto el marido no comprende. Entonces, no sorprende que la depresión la haya tirado para abajo. En el caso de Patricia, el personaje que hace tan bien Beatriz Spelzini, hay que tener en cuenta que ella viene de otra cultura, de una familia sueca, que dos de sus hermanos se han suicidado, cuando se les decía a esos hijos que iban a ser maravillosos. Patricia, sin duda, esperaba otra cosa de su matrimonio, pero se llenó de hijos, mucha responsabilidad, privaciones.

Tampoco el personaje de Patricia parece tener una vocación maternal muy acendrada: está alejada de sus hijos en el hospital, algunos de corta edad, y apenas si los menciona...

–Es verdad que los nombra poco, acaso los tuvo sin buscarlos, porque se dio así, porque su marido lo decidió. No sabemos con precisión. En cambio a Karen, con más plata, mejores condiciones, no le llegaron los hijos. Por supuesto que hay mujeres que tienen un profundo instinto maternal y también hay otras que no.

Sobre el final de su vida, Miller tuvo la sensibilidad de percibir este problema y desarrollarlo en una pieza. Porque, en principio, tratar la depresión de dos amas de casa parece un tema duro, poco vendedor.

–Además, es una de las pocas obras de este autor donde las mujeres tienen auténtica preponderancia. Yo creo que en El último yankee se mete con bastante comprensión en el alma de estas mujeres enfermas que luchan contra un mal tan instalado en la actualidad. Una enfermedad que afecta a mucha gente, pero tengo entendido que en mayor proporción a las mujeres, a las amas de casa cuya vida se supone que es simple. Pero no. Mi personaje lo dice cuando Patricia le pregunta “¿Desde cuándo estás así?”: “Una se queda sola en la casa, encerrada, oye pasos en las habitaciones de al lado”. Por otra parte, está el antecedente de la madre que evidentemente no quiso a Karen, y ahora se siente abandonada afectivamente por el marido.

Foto Y Tapa: Juana Ghersa

Tampoco Karen parece haber intentado realizar alguna vocación, tener otro eje además de cumplir el papel de ama de casa, salvo ese intento de hacer tap.

–Y no, pobre, está muy limitada, carente de estímulos. Por eso, claro, quiere bailar tap, quiere cantar, busca alguna forma de expresarse. Pero ha pasado demasiado tiempo inmovilizada, encerrada, su marido no la alienta. Y no llega, pobrecita.

En los ’80, a propósito de una estadística sobre amas de casa que se mataban, salió en Clarín una nota de García Márquez titulada “Las esposas felices se suicidan a las seis”, es decir, a la hora en que se terminan los quehaceres, antes de empezar a preparar la cena. Y Griselda Gambaro le respondió a ciertas consideraciones diciéndole que lo que era “empobrecedor y estéril era el condicionamiento que nos las adjudica íntegramente”.

–¿Y no decía esa encuesta si había más suicidios el día domingo? Porque no hay feriados para las amas de casa, y a mucha gente le resulta el día más triste de la semana. Además, es un trabajo que no se termina nunca. Esa información demuestra que las amas de casa tienen motivos para deprimirse en todo el mundo.

¿Por qué elegiste hacer El último yankee? ¿Dejaste algún otro proyecto por el camino?

–Mirá, no tengo esa ansiedad típica de este oficio respecto de que no aparezcan proyectos. El año pasado, por ejemplo, no hice ninguna obra, anduve con mis versitos por ahí. Sabrás que me encanta leer poesía, me he dedicado bastante a esa actividad, fui al interior. Hago a poetas porteños, argentinos en general, latinoamericanos. Me gusta también buscarle una vuelta nueva a poemas muy conocidos. Bueno, me habían llegado dos obras a fines del año pasado, una muy triste y no tuve ganas de meterme en ese territorio tan sombrío. En Copenhague lo mío era estar presente y tragar y tragar y tragar, salvo en el segundo acto donde me despachaba. Pero había un esfuerzo grande de mucho absorber y llenarme el alma en forma agobiante, durante mucho tiempo. Cuando me llegó la obra de Miller, la leí con mucho interés, con mucha intriga. ¿Esto hacia dónde va? ¿Cómo se hace este personaje?, me pregunté, una reacción que creo que tuvieron todos mis compañeros de elenco. Cuando aparecen estas preguntas es porque una pieza me incentiva.

¿Como cuando Leonor Manso te llamó para hacer el Lucky de Esperando a Godot?

–Ahí estuve más desconcertada todavía, debo decirte. Le comenté: “Leonor, yo no voy a hacer a un hombre”. “No”, me dijo ella misteriosamente. “Y a una mujer, tampoco”, añadí. “No”, me volvió a responder Leonor. Me acuerdo muy bien de ese momento, del bar, del café que estaba tomando. Y bueno, algo seré, pensé. Y así fue que hice esa obra.

¿Pero nunca te había tocado hacer a una mujer bajoneada hasta tocar fondo?

–Nunca había hecho a un personaje como Karen, en una situación de hundimiento. No me pregunté demasiado cómo se construía una depresiva, el autor tampoco pone ninguna indicación. Pero Karen fue surgiendo, tomando forma. Es revelador ese corte que hace ella en medio de un diálogo con Patricia, y sale con otra cosa que nada que ver, como si se dispersara, no puede concentrarse en la línea de pensamiento del otro. Y fue surgiendo Karen, bien, me parece. Me encanta este personaje. El único momento que me jode el alma es el final, cuando después de mostrar mis habilidades con el tap, mi marido me responde de esa manera, diciéndome que bailé mejor que nunca, cuando el mensaje real es: “Hija de puta, me estás jodiendo la vida con tus historias”. A mi Karen esa actitud de John la mata, pobrecita, la destruye.

Pero es que John Frick nunca se puso en tu lugar, nunca entendió lo que te pasaba, cuáles eran tus necesidades. Te ve como un obstáculo en su camino de ganar dinero. De todos modos, Karen tiene un momento luminoso antes del naufragio, cuando sale a escena vestida para zapatear. Cae una chispa de algo que pudo haber sido alguna forma de arte que podría salvarte.

–Sí, cuando salgo con la chaqueta, los zapatitos, el bastón, el sombrero: ahí hay una ilusión en el aire, quiero mostrar lo que puedo hacer bailando, tengo un momento de entusiasmo. Quizás esa forma de expresarme es algo que me puede ayudar a empezar a salir de la depresión. Como cuando le digo a Patricia que aprendí a bailar Check to check y no me salen más de tres palabras, estoy como bloqueada. Pero hay un intento de zafar de lo cotidiano, de ser otra. Que al fin de cuentas es lo que una, que es actriz, quiere hacer en el escenario.

En una obra tan intimista, cuya trama es mínima y donde no hay momentos de bravura, ¿cómo percibís la respuesta del público?

–Siento que el público la sigue con mucho interés, con momentos de un silencio profundo, emocionado. Y el aplauso es maravilloso: ayer media platea estaba de pie, hubo bravos, silbidos, cosa que ocurre cuando hay gente joven. Pero quiero decirte que aunque percibo esta reacción, no estoy pendiente, he aprendido a mirar y no ver. En Copenhague, tenía a la gente ahí, muy cerca, pero sólo notaba los contornos. Pero sí siento la energía, la identificación del público, así como la frialdad o la distancia. Cualquiera sea la conducta de la gente, no modifica mi manera de actuar, de siempre hacer lo mejor que puedo. Aunque te aclaro que no soy una actriz que pueda repetir todos los días lo mismo, exactamente, porque me aburriría mucho. Siempre puede haber un matiz, por más leve que sea, que marque una diferencia. María Herminia Avellaneda, gran directora de televisión, me decía: “Una pestaña, Alicia, una pestañita”. Bueno, yo a esa pestaña la tengo que usar todas las noches, no puedo ser un robot. Por eso me dolió tanto que no fuera bien entendido cuando dejé Esperando a Godot: es que mi personaje, aparte de tener que hacer siempre exactamente lo mismo por una cuestión del espacio, no dialogaba, sólo veía los pies de mis compañeros, nunca los ojos. Era muy difícil para mí y no pude seguir. Hice toda la primera temporada, y cuando se dio el paréntesis del verano y se pasó a otra sala, tuve que dejar porque este personaje me hacía mucho daño, muy duro para mi forma de trabajar. Porque no sé hacer las cosas de taquito ni en un sainete que pueda parecer liviano.

Haciendo un repaso de tu carrera, salta a la vista la variedad y calidad de tus elecciones, así como el perfil bajo, poco competitivo que mantuviste. ¿No sos de las que pelean por un papel, por generar proyectos?

–Mirá, digamos que he tenido suerte porque siempre he sido convocada, siempre he podido elegir entre obras que me interesaban, he dicho que no pocas veces. Pero lo único que gestioné en mi vida de actriz, para lo único que me moví, busqué materiales, fue para mis recitales de poesía. Cuando Kive Staiff me llamó para estar en el elenco del San Martín, lo más comentado que había hecho era Escarabajos, de Pacho O’Donnell, actuación por la que me dieron el Molière y el premio del Fondo Nacional de las Artes. Pero yo acá, en esta casa, daba clases de expresión corporal corriendo un poco los muebles, vendía productos Avon. Ah, pero ya había estado en Un enemigo del Pueblo en el ’72, en el San Martín. Cuando entré en el elenco, iba al teatro a las dos de la tarde y salía a las 12.30 de la noche, entre ensayos y representaciones. Una experiencia muy rica, muy formativa, con distintos directores, compañeros. El elenco lo integraban doce, catorce personas, pero se convocaba a muchos otros actores. Años de trabajo intenso.

Tu último trabajo de televisión fue una novela bastante atípica de Migré, Leandro Leiva, con un villano tremendo que hacía Jorge Marrale, un duro que al final se hacía gay.

–Sí, un adelantado Migré y qué bien que escribía, un gran elenco. Pero a esta novela la bastardearon mucho en el canal, fue una pena, le cambiaban el día, el horario. Mucha gente me protestaba por la calle, pero fue una buena experiencia.

¿Tenés síndrome de abstinencia cuando no hacés teatro?

–No, para nada. Aprovecho para ir yo al teatro. El año pasado, como te contaba, hice mis recitales de poesía, estuve en Las dos carátulas, por Radio Nacional. Será porque tengo la convicción de siempre que algo va a aparecer en el futuro, como ha sucedido hasta ahora.

¿Ha cambiado mucho la forma de trabajar en el teatro desde que vos empezaste?

–Cuando yo comencé a hacer teatro profesional, el director te decía: “Entrás por la izquierda, te acercás a la silla, te sentás, esperás que el otro se dé la vuelta, te levantás y te vas”. Bueno, es un ejemplo simplificado, pero por ahí iba. Nada de motivaciones, de historia del personaje, qué proceso interno hacía en ese momento. Creo que las buenas actuaciones se debían más bien al mérito de actores formados o muy intuitivos. Pero las indicaciones eran más o menos así: estás enojada, estás triste, estás contenta. Cuando empecé a actuar, yo había hecho conservatorio, pero en declamación, que me sirvió para conocer el valor de los textos, de la palabra, tenía algunos recursos. No hice el secundario: hija única, perdí a mi mamá a los 15. Fui compañera en el conservatorio de Eva Dongé, y cuando terminé quise entrar en arte escénico, pero mi papá me dijo: “Hay que trabajar, traer guita a casa”. Dejé el conservatorio y empecé a trabajar en la Asociación Cristiana de Jóvenes, donde estuve doce años en la secretaría de menores: a la mañana máquina de escribir, notas, cartas, teléfono. Y a la tarde, atender a los chicos. Al mismo tiempo retomé los estudios en la Alianza Francesa, hice a Cocteau en francés. También trabajé con Roberto Aulés, con Juan Carlos Gené. La primera obra como protagonista fue en un teatrito por Boedo y San Juan, pero siempre seguía trabajando ocho horas en la Asociación. Un día mi jefe me preguntó por qué seguía en ese empleo y le respondí: “¿Sabe qué pasa? El teatro es temporario y yo necesito tener todos los meses un dinero seguro para los gastos fijos: si lo tengo, me permite subirme al escenario”. Así seguí hasta que me casé y entré en la Comedia Nacional: representaba una estabilidad que duró muy poco porque era la época de Orestes Caviglia y un secretario de Cultura le dijo que no podía tener en su elenco a dos comunistas, Inda Ledesma y Saulo Benavente. Entonces el viejo ahí mismo firmó la renuncia, y lo mismo hizo todo el elenco, yo incluida, claro. Formanos Gente de Teatro Asociada, tomamos el Santa María del Buen Ayre e hicimos allí Hombre y superhombre de Bernard Shaw, luego pasamos al Argentino.

Por más fuerte y creativa que sea la personalidad del director, ¿siempre hay un momento en que la obra pasa a ser de los actores?

–Absolutamente, claro que sí, y de una manera que el público reconoce y agradece. La primera vez que escuché la expresión “la soledad del director” fue de boca de Roberto Durand y no la entendí enseguida. Pero sí, hay un momento en que, en un punto, el director queda afuera. Anche el propio autor, porque el actor puede hacer una creación propia a partir de un texto. Y ese actor sostendrá la pieza a lo largo de las noches, de los meses.

¿Es una profesión aberrante, como decía Shakespeare en Hamlet, esto de someter el espíritu a lo imaginario, que el rostro quede lívido, caigan lágrimas, se quiebre la voz, todo para darle forma a una fantasía?

–Esa es la tarea magnífica del actor. Y sí, es algo extraño actuar, poner el cuerpo y el alma y la inteligencia. Encarnar lo mejor y lo peor de la condición humana a través de un texto dramático.

¿El verbo se hace carne, como dice la frase evangélica?

–Exactamente. Además, si bien hablamos de una profesión, de un trabajo, la verdad que algunos lo tomamos con una mística, una pasión que no se ve en todos los oficios. Una vocación que no cambiaríamos por nada en el mundo. Aunque algunas te toque un personaje tan difícil de atrapar como Sarah Bernhardt, cosa que me pasó hace pocos años, precisamente en La Bernhardt.

Pero tu interpretación fue de una grandeza conmovedora.

–Tuve que partir del hecho de que no existía parecido físico, entonces traté de buscar más profundamente en su perfil, su temperamento. Fue arduo, mucho trabajo con el directo Eduardo Gondell, con Jorge Suárez. Se trataba de armar un personaje más grande que la vida, y tan enorme en su arte. Me documenté todo lo que pude y después, chau, no traté de imitar sino de encontrar rasgos de una personalidad muy compleja, aparte de una gran diva. Un personajón en un momento de declinación que bien valía el esfuerzo.

Alicia Berdaxagar en El último yankee, de Arthur Miller.
Teatro Regio.Córdoba 6056. Tel. 4772-3350. Jueves a domingos, 20.30 hs.

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