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Viernes, 7 de marzo de 2008

ENTREVISTA

Vivir y seguir contando

Nació en 1920 en la banlieue parisiense; paraseguir su vocación dejó su hogar a los 15 años (cuando le dijeron que si quería estudiar debía trabajar); por interés científico y por amor terminó radicándose en Argentina, donde fue la primera mujer en ingresar a la Academia Nacional de Medicina. Christiane Dosne Pasqualini, a todo eso, suma una vuelta de tuerca para que quede claro: su autobiografía Quise lo que hice (ed. Leviatán), la historia de una vida que da rienda suelta a la charla.

 Por Moira Soto

Previsora, inquisitiva, una pizca desconfiada, la doctora Christiane Dosne Pasqualini, ya desde el teléfono, antes de concertar la entrevista, quiere asegurarse de que la cronista leyó su libro Quise lo que hice –recientemente editado por Leviatán–, saber qué parte le interesó más. Al finalizar el reportaje en un despacho de la Academia Nacional de Medicina, después de ofrecer un ejemplar de Investigación en cáncer y citogenética (que escribió con Susana Acevedo para la colección Ciencia Joven de Eudeba), Dosne se niega redondamente a dejarse fotografiar y hace entrega de un CD con imágenes y de cuatro carillas impresas que escribió por su cuenta como ayudamemoria, incluso sugiriendo algunas preguntas. En realidad, una síntesis de la autobiografía que esta señora lúcida y activa, nacida en 1920 en un suburbio de París, primera mujer en ingresar en la mencionada Academia, escribió entre 2003 y 2005, en parte durante la grave enfermedad que llevó a la muerte a su marido, el destacado endocrinólogo Rodolfo Pasqualini.

Según narra en Quise lo que hice –y en la síntesis que preparó para evitar imprecisiones–, Christiane Dosne ganó a los 15 una beca para entrar en la Universidad de McGill, en Canadá, donde se formó con Hans Selye –descubridor y estudioso del stress– y obtuvo el doctorado en Medicina Experimental. A los 22 eligió venir a la Argentina, donde permaneció un año en el Instituto de Fisiología, trabajando con Bernardo Houssay. Luego prosiguió su formación en Chile y más tarde en la Universidad de Yale, siempre moviéndose gracias a distintas becas. El amor por nuestro país en general, y por el doctor Pasqualini en particular, hicieron que C.D. se quedara acá, donde tuvo dos hijas y tres hijos, a la par que avanzaba en su brillante carrera. En 1957 aceptó con entusiasmo la propuesta de Alfredo Pavlovsky de fundar la sección Leucemia Experimental en el Instituto de Investigaciones Hematológicas de la Academia, donde desde hace poco más de 50 años hace investigaciones en cáncer. La doctora Dosne se incorporó a la carrera de investigador en los principios del Conicet, siempre interesada en la formación de recursos humanos en investigación biomédica.

A cargo de la Direccion del Instituto de Investigaciones Hematológicas, 1982.

Además de narrar la historia de su vida, Quise lo que hice pone al alcance de todo el mundo informaciones que hasta no hace mucho la soberbia científica no solía divulgar. Su actitud a este respecto es muy democrática.

–Me alegro de que lo vea así, porque trasladé al libro de la manera más clara todo lo que pensé que podía interesar al lector medio. En cuanto a lo personal, me pidieron en la editorial que me restringiera a las personas que tenían que ver directamente conmigo. Se sacaron, por ejemplo, anécdotas de la adolescencia de mis hijos aunque quedó el capítulo acerca del destino de cada uno. Ellos reaccionaron de forma muy distinta. Sin duda, los recuerdos de un mismo hecho son distintos para cada persona. Por otra parte, quiero decirle que al final del libro había una crítica a la Academia que quedó afuera.

Si quiere, la puede criticar ahora...

–Bueno, cuando entré en la Academia, yo tenía 61, se trataba de ser vitalicia en mi propia casa... Hace cinco décadas que estoy en el Instituto, dentro de la Academia. Y aunque tuve algunos problemas con los académicos, me nombraron. Eso fue fantástico porque creí que se levantaban todas las barreras, pero después me di cuenta de que lo de vitalicio es un truco: una está en presencia de gente que envejece, y en los demás ve la propia imagen, en la misma situación. Lo que me ha salvado es que yo pasaba de este primer piso donde estamos, al tercero que estaba lleno de becarios. Ahí estaba con gente de 20 años, eso me refrescaba y sigue siendo así. Después vuelvo acá y veo a la gente ya en una ruleta rusa que hace desaparecer a dos, tres por año... Ese capítulo estaba inspirado en un artículo que salió en París en 1999, que preguntaba para qué sirven los académicos. Lo traduje y lo adapté a nuestro medio, señalando: lo que caracteriza a una Academia es el envejecer, con la consiguiente lentitud, opuesta a la investigación que es rápida, dinámica, en constante movimiento, aventurera. Yo hago hincapié en la diferencia generacional: el becario es el que estudia la raíz del árbol, el director ve todo el árbol, y el académico supuestamente ve el bosque: lo bueno sería que hubiese fluidez e integración entre los tres. Tampoco está en el libro un capítulo sobre el Conicet donde contaba lo que sucedió cuando Raúl Matera me mandó a una reunión en Bogotá, porque Colombia tenía que elegir entre nuestro sistema y el de México, que fue el que prefirieron. Es que en aquel entonces, en 1988, nuestro sistema en el Conicet era un poco anquilosante. Ahora, con Eduardo Charreau han mejorado las cosas. Houssay había creado este Consejo sobre la base de un full time estricto en los hechos.

Ese sistema de dedicación suena impracticable para mujeres con hijos.

–Es cierto, pero yo no puedo negar que me fue muy bien. También comprobé que las mujeres que querían hacer las cosas con pasión, llegaban. A mí nunca nadie se me atravesó en el camino.

Pero usted fue una privilegiada: se pudo ir de su casa a los 15, en los ’30.

–No era algo habitual, es verdad. Además, probablemente, yo nací con un gen de aventura.

Y a la hora de pagar estudios universitarios, primero estaban los varones.

–Sí, pero como lo cuento en el libro, mis padres me alentaron. Sé que acá no fue fácil para las mujeres en esa época, ellas se iban a bioquímica.

Con Sol L. Rabasa y Ezequiel Holmberg, sosteniendo un ratón.

Actualmente, habiendo tantas médicas descollantes ¿cuántas hay en la Academia? Cuando usted entró, era optimista sobre la incorporación femenina.

–Y pasaron 16 años hasta que entró la segunda, en 2007, Mercedes Weissenbacher. Es una tradición cultural muy fuerte.

Volvamos a la chica de 15 que ya tiene clarísima su vocación, con padre y madre a favor pero en un pueblito, yendo a un colegio de monjas...

–Monjas muy simpáticas pero que no apoyaban que una señorita estudiara ciencias. Me las tuve que rebuscar, hice un año libre, me presenté a una beca provincial. Como tenía altas notas me la dieron, lo cual me permitió ir a la universidad donde había que tener 16 para entrar, con un mentor. Tuve la suerte de tener uno extraordinario, como se demostró después. Estaba muy contenta.

¿Ninguna duda? ¿Ninguna inseguridad?

–Es que estaba haciendo lo que deseaba y no me pareció nada del otro mundo salir de mi casa e ir a un hogar con 60 chicas. Los primeros años estuve en el Royal Collage con ese grupo, la pasé muy bien. Estaba a dos horas de tren de mi casa y, al principio, mis padres me esperaban todos los fines de semana, pero después fui espaciando un poco las visitas porque esos días era muy divertidos en la universidad... Cuando obtuve el primer título, fue cuando mi padre me dijo: “Ahora le corresponde a tu hermano”, un año menor que yo, pero mucho más lento. La universidad era paga, me tenía que arreglar sola pero no me hice mala sangre: cuando le dije a mi mentor cuál era mi situación, al día siguiente me ofreció el puesto de jefa de servicios prácticos, en Histología. Confiaron en mí, entonces tomé clases teóricas de Histología por la mañana y ayudaba por la tarde. Este profesor, Hans Selye, para mí era genial. Me vio tan entusiasmada con los experimentos que me aconsejó que no hiciera clínica, que fuera directamente al doctorado. Lo pensé una semana y le di la razón. Así fue que me dediqué a la investigación. La mía fue una vocación apasionada que buscó y encontró su camino para desarrollarse, con mucha suerte. Más adelante, cuando tuve que llenar un formulario de pedido de beca, pensé adónde me gustaría ir, ahí me salió el espíritu aventurero: ¡a Buenos Aires! Aunque la Federación Canadiense de Mujeres Universitarias me sugería que optara por Estados Unidos, más cerca y más fácil. Y vine en el ’42, a los 22.

Dedicada a su trabajo, sin sufrir discriminación en su persona, usted tardó en advertir la problemática de la mujer en otros ámbitos.

–Cuando en 1988 recibí la invitación de la Academia del Tercer Mundo de Trieste, para mujeres científicas de estos países, mi primera reacción fue: un momentito, la ciencia es internacional. Luego entendí que era una idea de Abdus Salam, el físico de Pakistán que ganó el Nobel, quien pensaba que las mujeres siempre iban a defender la vida, a proteger a los niños. Fue muy interesante para mí. Comprobé que las de Latinoamérica, frente a las de la India, Pakistán, Africa, éramos unas privilegiadas.

¿Qué fue lo que tanto la atrajo de nuestro país?

–El espíritu latino, que era el de mi casa. Además, acá la gente es creativa, es original. Es verdad que a veces le falta disciplina, esa parte que tiene el anglosajón. Cuando tuve que decidir entre casarme o no, estaba en Yale, el mejor sitio para hacer investigación y me iba muy bien. Pero era un ambiente frío, entristecido por la guerra. Lo que me ofrecía Rodolfo era un país del cual ya me había enamorado.

Con sus hijas Diana y Titania.

En Quise lo que hice se trasluce que su adaptación a los 22, fue inmediata.

–Sí, en esa etapa me ayudó la decisión de no comprometerme con nadie, después de la frustración amorosa que cuento en el libro. La primera salida tuvo que ser con un chaperón, pero después nunca más. Hice lo que quise, me divertí mucho, trabajé mucho. Siempre tuve mucha energía. En la pensión aprendí muchas cosas del lunfardo que dieron lugar a anécdotas muy graciosas.

¿Nunca le causó impresión o repugnancia trabajar con cadáveres, con animales vivos, desde esa primera autopsia a los 18?

–No, ninguna impresión. Esa autopsia fue en el Hospital General de Ottawa y el patólogo quería sacarse de encima a las monjas que supervisaban para trabajar conmigo. Entonces se las arregló para espantarlas con un chorro de sangre que las alcanzó... Tampoco me molestó nunca el trabajo con animales, empecé con las ratas en lo de Selye: estos animales tienen el mismo organismo que nosotros, pero los procesos son mucho más rápidos y permiten estudiar el desarrollo de las enfermedades: es la base de las investigaciones para encontrar nuevos tratamientos. Para la Medicina es indispensable.

Fuera de la ciencia, el baile ha sido uno de los grandes placeres de su vida: en las cartas a su mamá, calificaba a sus amigos según sus méritos como bailarines.

–Sí, lástima que a mi marido no le gustaba bailar. Eramos muy distintos: él, una persona introvertida que se guardaba las cosas, yo al revés, y además siempre apurada. Creo que no le daba tiempo para que se expresara. Eso es lo que más siento: si tuviera que empezar de nuevo, es la única cosa que cambiaría.

Usted ha sido testigo a lo largo del siglo pasado de la evolución de las mujeres en la ciencia.

–Cuando yo entré en Medicina, éramos el 5 por ciento; al nacer mis hijas, ya había un 33 por ciento y cuando se recibió mi nieto en el ’99, el 55 por ciento eran mujeres. Se alcanzó la igualdad en ese plano. De los 60 profesionales que se formaron alrededor de mi laboratorio, 30 fueron mujeres, ellas eran menos al principio, y más al final. Y fíjese lo que pasa en el Canadá: quieren retener a los hombres estudiantes, que son minoría, entonces, en la Facultad de Medicina, hay un cupo del 30 por ciento para ellos.

Una de las mujeres importantes en su vida, que le permitió no interrumpir su trabajo, es la “gallega” María, su empleada doméstica.

–A María la heredé de mi suegra, que murió poco después de mi casamiento. Y me costó al principio, cuando me decía: “Mi patrona, que en paz descanse, no haría esto o lo otro”. Pero me acostumbré, era fiel y trabajadora, nunca pudo aprender a escribir aunque mis chicos trataron de enseñarle. Era gritona, hacía escándalos con los vecinos, pero con los chicos era maravillosa, se querían mutuamente mucho.

También habría que decir dos palabras de Paquita, la costurera.

–Un día una amiga me dijo: “Me voy a la clase de costura” y la acompañé. Fuimos a lo de Paquita, a mí ya me gustaba coser, pero me encantó esa reunión de siete mujeres donde se hablaba de chicos, de maridos, de temas cotidianos tan distintos a los del laboratorio. Llegué a hacer vestidos, tapados.

¿Se pueden conciliar ciencia y religión? ¿Sigue siendo creyente?

–Con la ciencia, no es posible. A la fe la tengo muy arrinconada, no va con las ciencias duras. No me gustan los dogmatismos ni algunas cosas que se hacen en nombre de la religión, pero entiendo que para muchas personas es un consuelo.

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Munida de birrete y toga, durante la graduacion del Ph. D., 1942.
 
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