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Viernes, 4 de enero de 2002

la anti-fiestera

 Por Sandra Russo

Ya está, falta solamente Reyes. La providencia demuestra que todo pasa, hasta el 25 y el 31, y que nos queda por delante todo un año para volver a hacer colas de una cuadra en el Jumbo, para pelearnos con un señor al paso por el último paquete de langostinos chilenos en oferta, para rompernos una corona dental con una avellana mal pelada o para reencontrarnos con tía Helena, que aunque nunca tuvo bigotes, nunca dejamos de vérselos.
Los hombres son más lineales con las Fiestas. Están los que se dejan llevar por la inercia de los rompeportones y sacan su instinto asesino poniendo en riesgo a su prole con la excusa de que es redivertido y remasculino eso de jugar las molotovs caseras, y están los que se deprimen irremediablemente y nunca como en estas fechas se sienten tan poca cosa, tan Robinsones sin isla ni siquiera. Las mujeres, en cambio, o por lo menos una subespecie de mujeres que sin embargo si se agruparan conseguirían poner un diputado en el Congreso, viven las Fiestas con tensión. Por un lado las destestamos, porque suponen mesa fría, mesa dulce, manteles, servilletas de hilo, velas coloradas, adornos con muérdago y regalos, y por otro las amamos, porque suponen mesa fría, mesa dulce, manteles, servilletas de hilo, velas coloradas, adornos con muérdago y regalos.
Es cierto que las reuniones de Navidad y fin de año ponen sobre la mesa (la fría o la dulce) que las familias de las que provenimos o las que armamos no son ese dechado de gentileza y buenos deseos que dice Para Ti que son todas las familias, y es cierto que ninguna de nosotras está pendiente, para la noche del 24 o el 31, de si se usan los escotes en la espalda, las polleras asimétricas o los dorados. Pero también es cierto que la familia de la que provenimos o la que armamos es la única que tenemos, y que esos días nos hace ilusión que sea mejor de lo que es, que sea más numerosa, más bochinchera, que sea más televisiva, más de especial de sábado a la noche y menos de talk show. Incluso las que nos resistimos hasta último momento a comprar los regalos bajo el lema de que no somos creyentes y que esa noche es cualquier noche, salimos disparadas el 24 a la tardecita, cuando los negocios están a punto de cerrar, a comprar lo que quedó. Empezamos eligiendo chucherías para los chicos y terminamos desesperadas pensando qué podemos regalarle al tío Humberto, que no fuma ni lee ni va a la playa ni tiene hobbies. Hay gente decididamente árida para recibir regalos.
Ni el pollo relleno ni el matambre comprado a la almacenera de la esquina y puesto disimuladamente en una fuente como para que la concurrencia nos dedique un halago sostendrán el sueño Ingalls, Falcón, Campanelli, Macri, Kennedy, es decir, el sueño de una familia que en algún remoto lugar del inconsciente simbolice al clan que no tenemos. Ni los regalos de los chicos, que apenas los abren, licuan su ansiedad y lloran porque la Barbie que tenía que cantar es muda o porque el lanzamisil no lanza nada.
Falta Reyes, que es más liviano. Zapatos, pastito, agua y alguna pavadita de multikiosco como para no romper la tradición, y por delante otro año para prometernos que las próximas Fiestas nos encontrarán muy lejos, allá donde el tío Humberto ni sueñe trasladarse.

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