Viernes, 9 de enero de 2009 | Hoy
VISTO Y LEíDO
En la literatura latinoamericana, la figura del caudillo podría leerse como el diseño de los varones y las mujeres que las naciones fueron dándose. También, como fuertes indicadores de los modelos de género que todavía hoy arrecian. Esas son sólo algunas de las hipótesis de la ecuatoriana Gabriela Polit Dueñas.
Por Soledad Vallejos
COSAS DE HOMBRES.
ESCRITORES Y CAUDILLOS EN LA LITERATURA
LATINOAMERICANA DEL SIGLO XX
Gabriela Polit Dueñas
Beatriz Viterbo editora
224 páginas
42 pesos
Pocas exploraciones académicas comienzan declarando que la epifanía sobrevino en medio de la faena doméstica. Añade la autora que “se me ocurrió la ironía de que mis tareas podían ser definidas como ‘cosas de mujeres’”. Difícilmente semejante observación pueda ser tan pertinente como en el inicio de Cosas de hombres, el delicioso ensayo en el que la ecuatoriana Gabriela Polit Dueñas demuestra habilidades muy particulares (que venía anunciando en estudios del impacto cultural de la figura del narco en Colombia). La epifanía le “hizo comprender que la falta de ironía con la que García Márquez usa la expresión” en la cual define la literatura como terreno masculino (el textual del Nobel: “La creación literaria, sólo por decirlo gráficamente, es un trabajo de hombres”) sólo podría deberse a “un profundo temor”. A partir de allí, PD se asume como académica camorrera: busca crear “un camino para vencer el temor de quienes limitan el territorio de la literatura en y con la escritura como un asunto de hombres, y de quienes confirman los límites de ese territorio con lecturas poco críticas y nada democráticas”.
En las novelas de caudillos está la figura del seductor, malísimo y fascinante, siempre coronado por el aura del poder (que brilla aun en su ausencia). Esa identidad masculina cautiva a escritores y lectores. Ese varón seductor es, a la vez, protagonista de un gusto y una estética de la masculinidad “grotesca y burda con la que se codifica el poder”. El caudillo, inclusive (y tal vez especialmente) para los autores identificados con el pensamiento progresista o de izquierdas, es el hombre que hace un uso discrecional del poder, que tiene un lado oscuro repudiable y repudiado, pero a la vez seduce irremediablemente a propios y ajenos. Pocos “decodifican estas características como parte de un sistema de dominación que fortalece la diferencia entre los géneros, y dota de cierta estética a la violencia”, algo que no tan en el fondo puede vincularse con una “adicción a una ética y su estética política creada y reproducida en y desde lo literario”. De alguna manera, esas ficciones inventaron a “las mujeres y los hombres que se necesitaban para poner en marcha el proyecto nacional.”
Que PD las y los busque en textos que han acompañado el crecimiento de generaciones no tan lejanas (Beatriz Guido, Elena Garro, Sergio Ramírez, Mario Vargas Llosa...) es una declaración de principios. ¿Incómodo? Desde ya. Tanto como la lectura que insiste en un principio elemental: el mal es, también, la medida de quien lo ve; como quien dice que el poder, la calidad, el valor del superhéroe están dados por las dimensiones del villano; también su caída; en ese mundo el lugar de las mujeres no se piensa más que como auxiliar (víctimas, accesorios, herramientas). No se trata de algo menor cuando, como bien recuerda Sylvia Molloy, hay que ver de cerca a la novela del caudillo como otra variante de la novela fundacional: “como texto pedagógico que afirma y propaga ideología”. Vale recordarlo ante tanto prosista supuestamente progre.
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