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Viernes, 15 de mayo de 2009

INTERNACIONALES > INGRID BETANCOURT

La rama que ocultó la selva

Ingrid Betancourt fue, hasta su liberación a mitad del año pasado, sinónimo de secuestro tanto en Colombia como en buena parte del mundo occidental. Candidata a la presidencia, bien educada y con nacionalidad francesa, su currículum la convertía en la víctima perfecta y su rescate –que protagonizó con ropa de fajina– en una heroína internacional. Sin embargo, en menos de un año sus compañeros y compañeras de cautiverio trazaron un perfil bien diferente de la candidata, cuya liberación logró opacar el reclamo por los cientos de secuestrados que aún esperan que termine de una vez su cautiverio en la selva

 Por Milagros Belgrano Rawson

A las pocas horas de la liberación de Ingrid Betancourt, en julio del 2008, decenas de psicólogos se animaban a dar un audaz diagnóstico en revistas y diarios sobre una paciente a la que jamás habían conocido. Que lo más probable era que la ex candidata a la presidencia por el luego disuelto partido Verde Oxígeno experimentara euforia, ansiedad, sentimientos de culpa y se expresara de forma irrealista e incluso incoherente, que sufriera de pesadillas, del síndrome postraumático y que incluso tuviera pensamientos suicidas. Pero nada de eso pasó, o al menos nada de eso ocurrió en público: no bien bajó del avión militar que junto a otros 15 rehenes la devolvió a la civilización, Ingrid abrazó a su madre con una prestancia que maravilló a los medios internacionales. En ese mismo instante, nació una heroína que durante los siguientes cuatro o cinco meses enamoraría a la opinión pública e incluso a estrellas como Bono, Madonna y la First Lady Carla Bruni. Atractiva, sofisticada y delgada, con un posgrado en la mejor escuela de Ciencia Política de Francia, dos hijos universitarios y afectuosos y conexiones que llegan hasta Nicolas Sarkozy, la ex rehén de las FARC parecía destinada si no a una nueva carrera presidencial a un puesto diplomático en la ONU, como deslizó alguna vez el entorno del presidente francés e incluso al Premio Nobel de la Paz. Sin embargo, a menos de dos meses de cumplirse un año de su liberación, la figura heroica que los mismos medios construyeron alrededor de la franco-colombiana parece resquebrajarse. Por estos días, su ex compañera de fórmula e infortunio Clara Rojas, secuestrada junto a ella –o por culpa de ella– en el 2002 y liberada apenas seis meses antes que Ingrid, presentó su libro, Cautiva, donde se declara desilusionada por la indiferencia de Ingrid, durante y después del cautiverio. “Ingrid, Ingrid, soy yo, Clara”, le habría gritado Rojas a Betancourt durante un foro de mujeres líderes celebrado en la ciudad francesa de Deauville a fines del 2008. Pero según Rojas, la franco-colombiana la ignoró olímpicamente. “Me hubiera gustado que hubiera reaccionado tal vez como una hermana”, dice en su libro, donde además cuenta que durante los siete años de cautiverio tuvo una pésima relación con Ingrid, al punto de que los guerrilleros las separaron para que no tuvieran más contacto entre sí. El quiebre final se produjo cuando Rojas le contó que estaba embarazada de un miembro de las FARC. “Bienvenida al club”, asegura que le dijo la franco-colombiana, madre de dos hijos y amiga y compañera de campaña de Rojas antes del secuestro. Según Rojas, Ingrid corrió a contárselo al resto de los hombres secuestrados, que reaccionaron agresivamente ante la noticia de una relación amorosa entre la rehén y uno de sus captores. En el momento en que la solidaridad entre mujeres se hacía más necesaria que nunca –por otro lado, eran las únicas del grupo de secuestrados–, Rojas asegura que Betancourt le dio la espalda. Fueron una guerrillera y un guerrillero los que la ayudaron a parir mientras los aviones del ejército colombiano sobrevolaban la zona y lanzaban bombas a pocos metros de su choza. Con un cuchillo de cocina improvisaron una sangrienta cesárea que casi le cuesta la vida y que la mantuvo inmovilizada durante 50 días. A los pocos meses del nacimiento de su hijo Emmanuel, sus captores se llevaron a su hijo, al que volvería a ver recién cuatro años después, luego de su liberación. Para complicar las cosas, Ingrid insinuó en varias entrevistas que Rojas había intentado ahogar a su hijo recién nacido en un río de la selva, lo que fue desmentido por la madre de Emmanuel.

Mientras que algunos, como el ex senador colombiano Luis Eladio Pérez –secuestrado junto a Betancourt y con quien tuvo una relación amorosa en la selva– tomaban con pinzas los dichos de Rojas y los veían como una muestra más de la competencia feroz entre dos mujeres enemistadas, los norteamericanos Keith Stansell, Thomas Howes y Marc Gonsalves publicaban su propio libro, Fuera del cautiverio. Allí relatan sus 1967 días de cautiverio en la selva junto a Rojas y Betancourt, a quien literalmente despedazan. “Algunos de nuestros guardianes nos trataban mejor que Ingrid”, dice uno de ellos. Arrogante, “ella imponía su voluntad por sobre la de sus compañeros e incluso ordenaba quién y a qué hora podía ducharse”. Los estadounidenses, contratados por su gobierno para sobrevolar la selva colombiana y destruir cultivos de coca, aseguran que Betancourt robaba comida y los escasos libros y prendas que había disponibles. Según ellos, sólo ella tenía una radio que no compartía con nadie, ni siquiera para escuchar las pocas noticias que llegaban a la selva. Encima, Ingrid habría puesto en peligro sus vidas al denunciarlos a los guerrilleros como supuestos agentes de la CIA.

Pero ¿quién es realmente Ingrid Betancourt?, se pregunta la periodista Stéphanie Marteau, autora de un artículo de la revista Marianne, donde no deja bien parada a la ex rehén. Entre otras cosas, allí relata la decepción de aquellos que desde el anonimato trabajaron mucho por la liberación de Betancourt. “Ella agradeció a todos los grandes de este mundo, al Papa, al presidente, y olvidó a los más pequeños”, declara a Marteau Noël Saez, ex emisario de Francia en Colombia, quien se desilusionó cuando finalmente los colaboradores en la causa de Ingrid la conocieron en París, en noviembre pasado. Ingrid no sólo los saludó fríamente, sino que les pidió que no siguieran utilizando su nombre, propiedad de su nueva fundación, creada bajo el más ridículo misterio –todos saben quién es su directora, Cristina Laranjeira, pero ésta insiste en ponerse un nombre ficticio, Marie Duval–.

En medio del revuelo que rodeó la liberación de Betancourt en julio pasado, hubo quienes repararon en su excelente estado físico luego de casi siete años de secuestro en el corazón de la selva colombiana –“A mí que no me han secuestrado nunca estoy peor que Ingrid”, comentó cáusticamente el peruano Jaime Bayly por entonces–. Otros repararon en la fría indiferencia con que recibió a su por entonces marido Juan Carlos Lecompte, que durante su cautiverio se había tatuado el rostro de su esposa en el brazo izquierdo y había alquilado un avión que durante meses sobrevoló la selva colombiana para lanzar miles de fotos de Lorenzo y Mélanie, los hijos de Ingrid. Casi enseguida se revelaron algunas desprolijidades y contradicciones que rodearon a la liberación de Betancourt: los militares colombianos que la rescataron portaban brazaletes con el logotipo de la Cruz Roja, una actitud sin nobleza alguna que además viola normas del Derecho Humanitario Internacional. Una radio suiza afirmó incluso que algunos miembros de las FARC habían recibido cinco millones de dólares por el pago del rescate, lo que fue negado por Alfonso Cano, el nombre de guerra del nuevo jefe del grupo guerrillero colombiano. Sin embargo, por entonces, nada de esto lograba empañar el halo dorado que rodeaba a Betancourt. Mientras algunos esperaban que se recluyera durante un tiempo para estar junto a sus hijos, a quienes no había visto en casi siete años, Ingrid eligió en cambio encarar una agotadora gira por el mundo. Habló en la ONU, se entrevistó con el Papa, con José Luis Rodríguez Zapatero y con el imperecedero Larry King. En París recibió la condecoración de la Legión de Honor y en España el Premio Príncipe de Asturias. Se alojaba, por invitación del gobierno francés, en los mejores hoteles parisinos y almorzaba en Fouquet’s, el restaurante de la avenida Champs Elysées donde Sarkozy celebró su victoria en las elecciones presidenciales del 2007. A fin del año pasado, Ingrid fue fotografiada en bikini blanco y con un cuerpo escultural en una playa de Miami, muy cerca de un hombre al que muchos señalaron como su nueva pareja y que luego resultó ser, según afirmó la familia de Betancourt, un primo lejano. En el medio del trajín, luego del olvido de Lecompte llegó el turno de su primer marido, el francés Fabrice Delloye, que tantas gestiones había realizado para liberar a la madre de sus hijos y que luego quedó fuera del círculo de Ingrid, que estrechó filas hasta reducirlo a su madre y su hermana Astrid. El resto de los secuestrados que todavía permanecen bajo las garras de las FARC siguen, según los detractores de Betancourt, olvidados, a pesar de que ella sigue nombrándolos y pidiendo por su libertad en sus entrevistas con la prensa.

El año pasado, el periodista del diario colombiano El Tiempo Daniel Samper Pizana se lamentaba del “detestable elitismo” que rodeaba a las celebraciones por la liberación de Betancourt. Y cuestionaba “el huracán mediático” impulsado por Francia, que enseguida olvidó a los ciudadanos comunes secuestrados en iguales condiciones o incluso peores que Ingrid y que en muchos casos fueron ejecutados por la guerrilla sin poder jamás volver a reunirse con sus seres queridos. El pasaporte francés que heredó de su ex marido y sus vínculos con la dirigencia de ese país aceitaron ese engranaje que no paró de moverse hasta construir la heroína que los medios presentaron ante el mundo. Nadie sabe a ciencia cierta qué pasó durante esos siete años y tampoco tiene demasiada importancia tratar de desentrañarlo. De todos modos, tal vez sea hora de olvidar las fastuosas recepciones y guardaespaldas que ahora siguen a Ingrid a sol y a sombra y concentrarse en lo que realmente importa: la suerte de los cientos de secuestrados que aún siguen perdidos en algún lugar de la selva colombiana.

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